El tipo había salido bien librado del asunto. Un milagro. Porque él –Ricardo Tassara, de 64 años, homeópata de profesión– pudo ahuyentar de su hogar, en la calle Arenales 140, de Burzaco, a dos ladronzuelos, tras un forcejeo algo dramático en el cual le produjo un corte en la tonsura al intruso más rezagado con la culata de su pistola Bersa calibre 22, antes de vaciar el cargador sobre esas siluetas en fuga, pero sin dar en el blanco. Otro milagro.
Empezaba la madrugada del viernes. Fue en ese momento cuando envió un audio por WhatsApp a su novia: «Sí, estaban dentro de la casa. Lo agarré a uno, lo cagué a cañazos. Bueno, menos mal que vine rápido. Mirá como quedó el fierro». Y adjuntó una foto del arma ensangrentada.
Tales fueron sus últimas palabras, puesto que el caso fue resuelto con el típico sello de La Bonaerense: uno de los policías que luego llegó al lugar del hecho, el oficial Horacio Elías Godoy, lo despenó con un tiro en el abdomen.
A esta altura del devenir nacional ya es una obviedad atribuir esta clase de desdichas a la llamada «doctrina Chocobar», que alienta los fusilamientos callejeros de ciudadanos por cuestiones del momento.
Tanto es así que esta tragedia sucedió poco después de que su mentora, Patricia Bullrich, argumentara por enésima vez que el policía de ese apellido «actuó así para defender a la gente». Se refería al asesinato por la espalda de un sujeto que huía. Es decir, el corpus conceptual de dicha doctrina se basa en convertir una «ejecución extrajudicial» en un «acto defensivo». Un argumento no mal visto entre la parte sana de la población, siempre que los muertos sean presuntos malvivientes o, simplemente, muchachos de bajos recursos. Pero en esta oportunidad, la víctima fue un prestigioso vecino, fuera de toda sospecha. Lo cierto es que semejante paradoja no sacudió demasiado al espíritu público.
Tal vez eso se deba a que el gran aporte cultural del régimen macrista a la cuestión fue haber hecho del «gatillo fácil» no sólo una práctica orgánica y extendida dentro de las fuerzas policiales sino un modo de vida (o de muerte) cuyo ejercicio también se pregona –diríase en la jerga de los CEO del PRO– entre el «sector privado».
Basta evocar la imagen televisiva de la ministra Bullrich el año pasado, al salir de un restorán de Río Cuarto, ya entonada e impasible ante los cantitos de quienes la escrachaban. Fue cuando soltó: «El que quiera andar armado que ande armado; este es un país libre». Extendía así su beneplácito al campo de la «justicia por mano propia».
Con tal fin el malogrado homeópata había utilizado su Bersa. Y –según la versión policial– seguía empuñándola al llegar los uniformados. Que eso haya precipitado su viaje al otro mundo está ahora bajo investigación judicial, ya que los únicos testigos de Godoy son sus compañeros. De manera que es posible que las circunstancias de su asesinato no hayan sido así.
Pero es innegable la debilidad de Tassara por la ferretería. Además de esa pistola, atesoraba en su casa dos revólveres calibre 38 y 357, un pistolón, tres escopetas calibre 16 (una con doble caño) y dos rifles.
De acuerdo a su ahijado, Octavio Montero, él tenía «mucha experiencia en armas; varias veces lo quisieron asaltar y siempre se defendió».
De ser así, se trataba de un hombre de suerte, en vista a que el 77% de los homicidios en ocasión de robo se producen ante la resistencia armada de la víctima. Una tendencia elocuente para una inagotable fuente de tragedias. Y en virtud a una dificultad de índole práctica: es casi imposible desenfundar, apuntar y gatillar sobre alguien que lo tiene a uno encañonado.
Claro que Tassara jamás imaginó morir atravesado por balas policiales en medio de una «lamentable confusión».
Lo que se dice, un daño colateral. Porque hay ciertas circunstancias que la «doctrina Chocobar» deja librada a los azarosos caprichos del destino: esta fue una de ellas; otra, su aplicación entre policías. ¿Acaso así podría ser leído el reciente asesinato del comisario de La Bonaerense, Hernán David Martín, cometido por una patota de la Federal?
En realidad, la señora Bullrich debería perfeccionar la metodología que supo poner en práctica “en defensa de la gente”.
Sin embargo, ella no es al respecto una formadora de tendencias sino un producto de laboratorio. Porque el actual afán por el exterminio de habitantes «indeseables», ya sea en manos estatales o civiles, es un signo de la época que se extiende en el plano regional. Y en el cual se desliza lo adelantado por la Escuela de Guerra de los Estados Unidos sobre cómo se desarrollarán los conflictos bélicos de un futuro (Solari dixit) que ya llegó: «La guerra estará en las calles, en las alcantarillas, en los rascacielos y en las casas expandidas que forman las ciudades arruinadas del mundo».
El pobre Tassara tal vez lo haya comprendido al momento de exhalar su último suspiro. «