El cuento del magnicidio que terminó en culebrón

Por: Ricardo Ragendorfer

En horas se resolvió un caso que hubiese significado una crisis política», dijo Patricia Bullrich entre dientes, casi sin mover los labios. Se refería al asesinato del funcionario de La Rioja, Miguel Yadón, en un ataque callejero a tiros que también hirió al diputado nacional por esa provincia, Héctor Olivares.

La frase fue pronunciada el viernes, tras la captura de seis implicados en el asunto. A la ministra la acompañaba el vicejefe de Gobierno de la Ciudad (y titular de área de Seguridad), Diego Santilli, la ministra de Gobierno de Entre Ríos, Rosario Romero, el jefe de la Policía Federal, Néstor Roncaglia, y otros ocho funcionarios. Sus anuncios fueron efectuados con todos ellos de pie, en dos hileras no desprovistas de marcialidad. Una gran innovación escenográfica en el rubro de las conferencias de prensa. Lástima que «La Piba» –así como a esa mujer de 63 años le gusta ser llamada– no evitara su referencia sobre un presunto «clan mafioso de gitanos». Nadie es perfecto. Y ya se sabe que los deslices racistas están en sus genes. 

En cambio, más notable resultó su reacción inicial, compartida con otras voces oficialistas, tanto de la función pública como del periodismo.

Una reacción de la que no fue ajeno el propio presidente, al dar la cara (algo inusual en él) desde el Salón Blanco de la Casa Rosada con la actitud de quien informa a la ciudadanía un estado de conmoción interna.

Por aquellas mismas horas del jueves, Bullrich (escoltada por Santilli y el secretario de Seguridad, Eugenio Burzaco) hacía público el ya famoso video del episodio –que muestra al agresor en visible beodez al moverse con pasos erráticos ante sus víctimas–, mientras afirmaba que aquellas imágenes eran «la constatación de las mafias que actúan en nuestro país».

Tales estímulos bastaron para extender hacia cierta prensa la ensoñación de un magnicidio.

Tanto es así que –por ejemplo– al conductor de TN, Sergio Lapegüe, no se le movió un solo músculo del rostro al decir que no podía «dejar de pensar en el caso Nisman». Pero además apuntó hacia Pablo Moyano, en su condición de dirigente deportivo, sencillamente por estar Olivares metido en el proyecto de la llamada «Ley de Barras» que busca combatir la violencia en el fútbol.

No le fue a la zaga el inefable Gustavo Noriega –quien sin la presión de estar al aire– deslumbró por Twitter con una advertencia histórica: «En 1974 y 1975 hubo atentados así todos los días. Desde grupos guerrilleros, de la AAA y grupos parapoliciales». Luego, con fina ironía, remató: «Los románticos 70».

Esa mañana las lecturas antojadizas estuvieron a la orden del día. Y con un patrón en común: el jadeo casi canino de sus hacedores por aprovechar el asunto para así construir algún estigma ilusorio que pudiese contrarrestar sus espantosos sinsabores del presente. Un oportunismo apurado y majadero.

Claro que después de estallar el affaire D’Alessio esas tácticas quedaron a la intemperie. Ahora el ejercicio de la denominada posverdad no pasa por su mejor momento. ¿Acaso la declinación del régimen malogró la destreza de sus cuadros en el arte de priorizar el impacto emocional de los hechos por sobre su veracidad? De ser así, debería entonces pensarse que únicamente les quedó un reflejo instintivo por el embuste. Una suerte de mitomanía pavloviana. Pero no por eso menos contagiosa.

Ya caída en el ridículo la pista político-conspirativa afloró la hipótesis del lío de pollera, pero siempre en clave gitana. Según esta línea investigativa, poco beneplácito les habría causado a los asesinos el supuesto amorío de una chica zíngara con el funcionario Yadón. 

Corría la tarde del viernes y se acababan de completar las detenciones de los sospechosos; a saber: Juan Jesús Fernández (el borrachín que descendió del Volkswagen Vento), Juan José Navarro Cádiz (el presunto tirador), Luis Cano (presunto encubridor), Miguel Navarro Fernández (también presunto encubridor), Rafael Cano Carmona y Estefanía Fernández Cano (el oscuro objeto del deseo).

Los protagonistas fácticos del crimen (el borrachín y el tirador), tildados por la ministra de «sicarios», habían utilizado su propio vehículo, después lo llevaron al estacionamiento de siempre, no descartaron el arma y viven en los domicilios que figuran en sus documentos. En definitiva, no hubo sitio en el que no estamparon sus huellas.

Aun así, en su segunda conferencia de prensa, ella presentó sus capturas como fruto de una pesquisa extremadamente compleja. Y a pesar de que los detenidos aún no habían sido indagados, también tenía resuelto hasta el último detalle del asunto. Al respecto, aventuró: «Esta familia es una especie de clan mafioso que no dudó en matar por un código de sangre, como le dicen en las mafias, o mal llamados códigos de honor».

Ahora dicha hipótesis también naufraga.

Según se desprende de los maratónicos testimonios ya vertidos ante el juez de instrucción Mariano Iturralde, se trataría de un crimen sin otra razón que una ingesta mal digerida de alcohol y cocaína.

De hecho, Juan Jesús Fernández juró que los disparos los hizo Navarro Cádiz, de manera súbita y sin motivo alguno.

La tal Estefanía (hija de Fernández) aseguró que ni siquiera conocía al señor Yadón. Y que los disparos los efectuó Navarro Cádiz.

Idénticos conceptos aportaron los detenidos Cano, Cano Carmona y Navarro Fernández, quienes coincidieron en describir a Navarro Cádiz, alias «El Cebolla», como un muchacho de talante belicoso y alocado.

Este aún no declaró por estar bajo arresto en Uruguay, a donde logró llegar tras poner los pies en polvorosa. 

De modo que Bullrich no fue capaz de esclarecer aún una borrachera.

Pero la comunidad gitana ya integra –junto a mapuches y musulmanes– su lista de etnias indeseables. Nazismo herbívoro en estado puro. «

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