Es una ingenuidad ignorar que el poder concentrado en la Argentina no piensa detenerse y desborda continuamente los márgenes.
Como cuando se perciben esas imágenes… La de la selfie del fiscal con su semisonrisa, con los ranchos atrás, ya vacíos de gente que no tiene dónde caerse muerta, en Guernica. Aun en tiempos en que la intimidad vuela a la moda en las redes: ¿qué extraña perversión, qué oquedad puede llevar a ese egocentrismo impúdico? O al terrateniente ricachón, sentado en la escalera de entrada de su casco de estancia, simulando cavilar, sentirse abatido, escuchar el silencio campestre de la noche, nostálgico tras haber recuperado su riqueza, antes de ingerir un “guiso bien caldudo”, como relata una crónica asqueante del diario que mejor los representa.
Se están burlando de nosotros. Nos enrostran la “libertad” y la “defensa de la propiedad privada”. ¿Cuál? ¿La de los mapuches que no pueden usufructuar de sus propias tierras, que siquiera pueden entrar en ellas, que son perseguidos y matados? ¿La del Lago Escondido que se apropió (perdón por el término) Joe Lewis, simplemente por la impunidad que le otorga el poder de los dólares? ¿La de tanto propietario de casas en country que no paga impuestos pero se queja porque el Estado reparte una migaja a quienes el sistema margina? ¿La del cretino del auto importado, furioso porque el gobierno (que hace menos de un año votó casi la mitad del país) elige la vida a la economía pero él debe una vida en patentes? ¿La de los porteños a los que nos vienen birlando terrenos (léase Costa Salguero, Puerto Madero, tantos otros) a cambio de baratijas? ¿La de esos tipos que hicieron el piquete (perdón por el término) en la tranquera, ignorando a la Justicia que no les dio la razón, y sí reconociendo a la que reprodujo el libreto histórico que ellos le digitaron, bufones de los poderosos, la que solo existe para los que se mueven con la impunidad de los dueños de la Argentina?
Entre ellos y yo hay algo personal. Serrat los tipificaba como “hombres de paja que usan la colonia y el honor para ocultar oscuras intenciones”.
Por eso lastima la comprensión cuando se justifica la brutalidad del desalojo de Guernica. “La Justicia tomó una decisión y el Ejecutivo tuvo la obligación de cumplirla”. Rompe la memoria, estruja el alma cada fotograma de ese monstruo mecánico con boca de hierro que arrasa casuchas de cartón y telas ajadas, la breve “propiedad privada” de quienes poseían solo eso; ese animal devorador manejado vaya a saber por qué bestia, que encara una choza y la derrumba, y va sin hesitar al acecho de otra, disfrute morboso de una profanación tras otra, cruel, innecesaria, humillante. Si esos pobres que no tienen nada de nada, ni siquiera nada que perder, ya habían sido desalojados.
Fue un jueves de derrota. ¿Qué Dios, qué destino, qué poder real planificó una situación tras otra con horas de distancia? La contracara de dos jornadas revitalizadoras, energizantes, vindicativas: la del 17 y la del 27 en las que una muchedumbre, mucho más proclive a la solidaridad y a la justicia social, harta pero emocionada, apretó el botón rojo de una buena vez para recuperar (no es lo mismo que apropiarlo) el terreno histórico, sus espacios de protesta o de fiesta. Ese sábado de la lealtad en que explotaron las calles. Ese martes del recuerdo emocionado, agradecido, tierno. Hablando de imágenes: será inolvidable la aérea de ese retrato, habitante merecido de cada una de las baldositas sagradas de la Madres, alrededor de la pirámide. Magia, tensión, chispas en cada vela que iluminaba el contorno del dibujo feliz del muerto idolatrado.
La emoción que un alcalde con cara de guasón (no es amigo, recordémoslo una y otra vez, porque los amigos no traicionan) mandó a borrar urgente, como si fuera una mancha, un borrón, una imperfección en el orden de su propiedad. Ese mismo tipo, la misma ciudad, que al cortarse sola provocó el desmadre de la cuarentena, la propagación del Covid, la multiplicación de contagiados y de muertos, a pesar de las amenazas de ese botón rojo, que jamás llegó ante la incredulidad generalizada.
Tal vez sea que la pandemia demoró la cristalización de ciertas pujas inevitables. Tal vez disimule que el gobierno popular es acechado por un poder real que se asemeja a esa topadora voraz y que lo hace trastabillar en cuanto pretende rozar algún interés importante. Por caso, Vicentin o el impuesto a los ricos, por nombrar alguno. Grabois hablaba de dejar de ceder ante el poder fáctico, el que desestabiliza, que arrecia sin concesiones. Sería una ingenuidad, a la vez que una irresponsabilidad, postular desde estas líneas que la reparación histórica de las clases postergadas se logre de un plumazo. Hasta ese Flaco que fue dibujado en la Plaza, el que más le tocó las asentaderas al poder real en los últimos lustros, concedió y negoció incluso con sus peores enemigos, si eso significó retroceder un paso para avanzar otros. También es una ingenuidad ignorar que el poder concentrado en la Argentina no piensa detenerse y desborda continuamente los márgenes.
Como nadie ignora que el pavoroso problema de pobreza que azota el país está asociado a una angustiante crisis habitacional. Ambos aspectos tienen muy íntima relación con los episodios de estos días. Esos dramas que no generó el gobierno de Alberto Fernández ni el de Axel Kicillof: más bien lo heredaron y la pandemia los acentuó. Y que son el peor fuego que les quema la gobernabilidad. Lo saben como nadie y también que es perentorio generar las condiciones para paliar la situación. Lo intentan, queda demostrado. Por ahora los resultados son devorados por esa derecha, la peor topadora. ¿Será el momento, entonces, de apretar el botón rojo? Esa gente alegre y emocionada, leal y solidaria, la del 17, la del 27, demuestra que las espaldas están muy bien respaldadas. Es una fuerza robusta, intensa, una fuerza propia, una “propiedad privada” que no debería correr el riesgo de ser apropiada. Que el gobierno no debería desaprovechar.
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