Aunque es director de cine, Edgardo Cozarinsky es refractario a las cámaras. No le gusta demasiado que le tomen fotos. Además, aunque también es escritor, parece no ser muy afecto a las palabras fuera del ámbito específico del texto. «No tengo otra cosa que agregar a lo que ya dije en ese libro», explicó cuando Tiempo Argentino le solicitó una entrevista por la aparición de Los libros y la calle (Ampersand, Colección Lectores), donde habla de su trayectoria como lector. Con la muy reciente publicación de sus Cuentos reunidos (Alfaguara), Tiempo no insistió. Es que quizá Cozarinsky tenga razón y el lugar más adecuado para formularle preguntas a un escritor esté en sus libros, aunque la función de la literatura consista en plantear interrogantes y no en contestarlos. Posiblemente el periodismo padezca del mismo optimismo incurable de Mario Benedetti cuando sostenía que «cada pregunta tiene su respuesta», cosa que resulta evidente que no es así. A cierta altura de la vida deberíamos haber aprendido que lo único que podemos dar por cierto es la incertidumbre y que sin ella, los escritores no tendrían ningún estímulo para escribir y la literatura, en consecuencia, no existiría.
Es la incertidumbre la que nos empuja a todos a buscar nuestro origen, el germen de lo que somos para acotar el territorio de lo que ignoramos. Y Cozarinsky no es la excepción. En Los libros y la calle, indaga sobre el comienzo y el desarrollo de su vocación lectora, que es la contracara imprescindible de su vocación de escritor. El libro puede leerse como un mapa retrospectivo que permite seguir el itinerario que lo llevó hasta el sitio que ocupa hoy.
«Como otros niños, busqué en los diccionarios, yendo de una definición a otra, el conocimiento de lo callado. En los años de mi infancia se callaba todo lo relativo a la sexualidad», dice en el comienzo. La indagación sobre el misterio de la palabra prohibida en el seno familiar es una respuesta común al silencio que rodea a ciertos vocablos en la infancia. Claro que no todos los que buscan el significado de las palabras secretas se convierten en escritores. Este impulso primario debe encontrar, además, un terreno apto para procesar literariamente la experiencia.
«No había muchos libros en mi casa, continúa narrando Cozarinsky. Los que había estaban claramente divididos entre las lecturas de mi madre y las de mi padre, distinción que el hijo aceptaba sin plantearse la implícita división de territorios entre lo femenino y lo masculino». Su madre «era devota de Stefan Zweig». Su padre «leía los pesados volúmenes que Upton Sinclair que editaba Claridad».
A él su voracidad lectora lo llevó a compartir su infancia con los personajes antropomórficos de Constancio C. Vigil, desde el mono relojero a la familia Conejola, una heterodoxia literaria reprobada por su tío Bernardo, hermano de su padre y comunista ortodoxo, quien para paliar los supuestos estragos de una «literatura reaccionaria» le regaló la colección completa de cuentos para niños de Monteiro Lobato.
Más tarde serían la Quinta y la Sexta de La Razón las que atraerían su interés por las letras. Y más tarde aun abandonaría la lectura obligatoria de Platero y yo para dejarse seducir por la prosa de Robert L. Stevenson, Jack London y Ernest Hemingway. Las librerías de Buenos Aires serían un punto nodal en su adolescencia.
Pero su vocación literaria y su decisión de convertirse en escritor no corrieron de forma paralela. «El lector que fui en la infancia –dice– sólo empezó a escribir ‘en serio’ cuando se fue de Argentina». Nació así Vudú urbano (Cuentos y ensayos, 1985), pero fue en un hospital de París, donde estuvo internado con diagnóstico de cáncer, que decidió ser un escritor «en serio» y regresar a Buenos Aires.
Ese escritor «en serio» comienza con el libro de cuentos La novia de Odessa (2001), el primero que se recopila en Cuentos reunidos, además de los tres posteriores, Tres fronteras (2006), Huérfanos (2017) y En el último trago nos vamos (2017), además de dos cuentos dispersos. La edición de sus libros de relatos tiene un valor agregado: un prólogo de Alan Pauls. En él analiza sobre todo la relación que los personajes creados por el autor mantienen con la ciudad, cualquiera que esta sea. «Los personajes de Cozarinsky no dudan: entre atravesar una ciudad y evitarla, siempre eligen atravesarla. La ciudad es el desafío más alto con que se miden sus viajeros, sus exiliados, sus fugitivos, sus especímenes ilustres pero a menudo desconsolados de una raza de outsiders que propone enigmas, reclama investigaciones, invita a desovillar tramas secretas –en otras palabras: que desencadena horizontes ficcionales–».
Cozarinsky recuerda que Macedonio Fernández, a quien admiraba, era un «escritor salteado», es decir que «no acataba la continuidad del libro ni su totalidad, que se introducía en él al azar, y si este azar le era propicio cosechaba hallazgos, tal vez epifanía». Quién sabe qué revelaciones podría producir el azar si se leyeran de ese modo los dos libros de Cozarinsky publicados este año, qué aspectos ocultos iluminaría de la relación inevitable entre el lector y el escritor. «