Dónde va la gente cuando llueve

Por: Nicolás G. Recoaro

Una tarde en la antigua Paragüería Víctor, donde un linaje de expertos desafía las tormentas. Modelos nuevos y joyas de todos los tiempos que se restauran en el taller.

Hoy no llueve. El cielo es diáfano, con una insignificante nube con forma de cucurucho que surca Boedo. Aun así, los clientes no dejan de entrar a la paragüería Víctor. «Es un clásico. Estuvo lloviendo todo el fin de semana y la gente se da cuenta de que tiene el paraguas roto o que directamente lo perdió. Hoy hay mucho laburo, aunque los días más fuertes son cuando el cielo se cae a pedazos», explica Gino, joven vendedor del veterano comercio. Detrás del mostrador, lo custodia una pared de paraguas novatos prolijamente exhibidos. Casi que se salen de la funda, ansiosos por tener su bautismo en el diluvio que viene.

En su oficina aguarda Víctor Fernández, hijo del legítimo pope del establecimiento, don Elías Fernández Pato, eminencia de la colectividad paragüera local. Mientras el pater familias disfruta de unas merecidas vacaciones en España, Víctor pilotea la pyme familiar de memoria: «Imagínese, mi viejo abrió su primer local, en la calle Castro, el 21 de septiembre de 1957. En esta esquina de Colombres e Independencia estamos desde los ’70. Son más de seis décadas en el negocio». El linaje se inicia en Orense, al sur de Galicia, comarca donde, según los meteorólogos, los chubascos son moneda corriente: «El día que llueve, llueve. Y el que no, está por llover. En España, los paragüeros son todos gallegos», asevera Víctor sobre la tierra de sus antepasados.

Para evitar el servicio militar franquista y los obligados dos años en el África árida, don Elías dejó atrás el húmedo terruño a mediados del siglo pasado. Llegó al puerto de Buenos Aires y se conchabó en una fábrica de celulosa, en la zona sur del Conurbano. Fueron años borrascosos. Y, para ser precisos, no era dinero lo que caía del cielo. Un verano, harto de la línea de producción, tuvo una epifanía. Quién dijo que la lluvia no inspira. Para hacerse unos mangos, les pidió a sus primos, vendedores de paraguas, que le facilitaran una dotación del impermeable utensilio. Se jugó a suerte o verdad en las calles y aprendió los yeites del buen mercader ambulante. También a vocear su nuevo oficio: «¡Paaaaragüeroooo!».

En pocos días, Elías ganó el doble de lo que sacaba en la quincena. Renunció a la fábrica. Salió el sol.

Made in China

Don Elías vio florecer su negocio durante la edad de oro de la paragüería nacional: «Piense que en la Argentina comía mucha gente del paraguas: el que vendía, el que hacía los armazones, el fabricante de telas, de empuñaduras, de borlas, y hasta el que los reparaba. Era otra época», lamenta Víctor desde el presente, mientras pispea la avenida con nostalgia.

La familia Fernández tuvo representantes en todas las esferas productivas. Papá Elías vendía y arreglaba, mamá Haydée cosía y las tías armaban. La prosperidad del gremio se enfrentó con una tormenta bíblica en la década del ’90 y nunca más pudo levantar cabeza. El tsunami «Made in China» ahogó al sector. «Pero no sólo acá, en todo el mundo. Ahora sólo existe el paraguas chino –asevera el comerciante, uno de los últimos de su especie en la ciudad–. Hacen ositos de peluche, despertadores, celulares… ¿cómo no van a hacer paraguas?».

El nuevo escenario económico marcó el regreso a las fuentes. ¿Los chinos saben de paraguas? Sin dudas. Lo inventaron hace más de 2400 años para protegerse de las lluvias, también del sol. Hay registros de «paraguas» en los bajorrelieves asirios de Nínive, en los frescos de los palacios de Tebas. ¿Habrán estado en la Semana de Mayo de 1810? En 1852, el inglés Samuel Fox inventó el primer modelo ultramoderno, con mecanismos de acero. A finales del XIX, fue moda en París y las damas de alta alcurnia se hacían retratar por Renoir y Monet bajo su cóncavo manto protector. Algunas décadas después, Mary Poppins lo transformó en un instrumento mágico.

El aura acompaña al paraguas hasta nuestros días. Aunque con menos entusiasmo: «Cuando era chico, la gente compraba paraguas como un artículo de familia, que pasaba de generación en generación –cuenta Víctor–. Uno bueno costaba como un buen par de zapatos. Ahora hay por 300 pesos en farmacias y kioscos. En la calle se consiguen por 100». El menú que ofrece el local de Boedo es muy variopinto. Desde los colorinches y populares por precios razonables hasta los premium que rozan los 10 mil desvalorizados pesos.

Víctor se ríe de los supersticiosos y en el corazón de sus dominios hace gala de las joyas de la familia. Abre un clásico paraguas inglés de los años setenta. Ostenta también las aristocráticas empuñaduras de caña malaca o de castaño. También un señorial austríaco, coronado con impermeable tela loden. Casi 13 mil mangos de pura elegancia. Otra perla, ideal para los amantes de las mascotas, deja a salvo de chaparrones indeseables a los caninos.

El asesoramiento al cliente sobre los buenos usos y cuidados es otro beneficio de tratar directamente con especialistas. ¿Las claves? Víctor no tiene dudas: abrir el paraguas siempre orientado hacia el cielo, enfrentando el viento; cuando está mojado, dejarlo secar abierto; nunca sacudirlo en forma brusca ni violenta; y por último, pero no menos importante, no guardarlo húmedo, porque el moho puede ser mortal. El producto, aclara Víctor, no tiene garantía. «El paraguas es un paraguas. No es un tractor».

Apuntes del subsuelo

En el subsuelo del local reina un silencio monástico. Sentado en un banquito, Facundo Garea, filosa aguja en mano, brinda las primeras curaciones a un ejemplar malherido que llegó al taller hace pocos días. «Hay que cambiar toda la tela y algunas varillas. Lo trajo una señora que lo heredó de su abuelo. Le dijimos que es un arreglo caro, casi como comprar uno nuevo. Pero está muy encariñada», cuenta el muchacho y pone manos a la obra.

Desde hace algunos años, este aprendiz trabaja codo a codo con el viejo Elías en el taller: «Arranqué como vendedor, pero una vez tomé coraje y le pregunté si podía enseñarme el oficio. Siempre me gustó armar y desarmar cosas. Y así aprendí, mirando». Con paciencia de artesano, Facundo se instruyó sobre el delicado desarme de las delgadas varillas y los sensibles resortes.

El cambio de la tela es el reto máximo que debe enfrentar todo paragüero de ley: «Lleva mucho trabajo. Hay que cortar los gajos a mano –dice el muchacho, rodeado por rollos de paño impermeable y un cementerio de varillas–,  luego coserlos con exactitud. Son uno o dos días a full». El óxido es otro mal habitual que aqueja a sus pacientes. La lija es el remedio que utiliza este profesional, en sus largas horas de faena en las profundidades.

Consultado por su paraguas fetiche, Garea deja ver su paladar británico: «Lo tenemos arriba. Negro, forjado en una sola pieza, con empuñadura de madera de avellano. Cuesta 9300 pesos. No me lo olvido ni a palos en el bondi». «

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