NADA QUEDA DE ÉL
«Todo el testimonio de su
existencia son estas
palabras mías»
Primo Levi
Cuando a mediados de 2008 asumí el cargo de defensor penal juvenil en la ciudad de La Plata, nunca pensé demasiado en las consecuencias de aquella decisión. Lo cierto es que las historias con las que me topaba cotidianamente me afectaban y –más allá de la tarea de defensa– sentía que debía hacer algo con ellas. Entre 2008 y 2014 atendí, aproximadamente, cerca de mil adolescentes. Cada uno era un mundo particular, único y complejo, que formaban un universo de trayectorias atravesadas, todas, por la violencia más profunda de nuestra sociedad. Cada uno de esos casos, cada uno de esos cuerpos hablaban, me interpelaban.
Las palabras que salían de sus bocas eran reticentes, al principio llenas de desconfianza, silencios, fruto del miedo soterrado y la humillación constante. Historias devastadas y rotas, de las que a veces resultaba imposible hallar un sentido narrativo (¿acaso no es esa la función del abogado?). Por eso había que traducir esas palabras, lograr que sean coherentes para que el lenguaje del Estado pudiera sopesar con mayor prudencia y limite el afán de castigo.
Comprendí que era imposible intentar ser yo esas voces. De esa imposibilidad, de esa impotencia, nació esta voz. Y, sobre todo, del recuerdo. Y con esa voz nació una obsesión: contar aquellas historias.
En un principio, en paralelo con cada defensa, escribí un poema. De esos cruces entre escritura y acto de defensa surgió el libro Musulmán y biopoética (2012). Y también relatos con un registro etnográfico que fueron a parar a una tesis de maestría: “Una voz no menor” (2013). Con el tiempo comencé a pensar otro modo de narrar los casos, y elegí el estilo de las aguafuertes. Las historias debían ser contadas a la manera del gran Roberto Arlt: observaciones, impresiones cotidianas de un tiempo y un espacio –como bien apuntó David Viñas–. En mi caso, ese espacio fue la ciudad de La Plata, tan similar a cualquier otra ciudad: con su mundillo judicial, sus adolescentes, su policía, sus delitos, su violencia, su cárcel, su periodismo tendencioso.
Elegí contar aquellas que más habían trascendido al público debido al alto impacto en la prensa local y nacional. Muchas fueron escritas al poco tiempo de suceder; otras son la memoria una década después. La mayoría de estas historias fueron surgiendo –como debe ser una verdadera aguafuerte– del ejercicio de escritura semanal en un periódico durante el tiempo que duró la pandemia de coronavirus. Aquel diario El Mundo donde Arlt mostraba la sociedad, fue para mí El País digital, en el que cada jueves escribí estas memorias a modo de folletín.
Algunas historias llevan el nombre y apellido real de sus protagonistas; en otras, preferí preservarlos, conservando sus iniciales. Todas hablan de un tiempo pasado, pero un pasado que se sigue repitiendo en el presente: si bien los nombres pertenecen al anecdotario, nada cambió en el sistema por el cual esos casos –a modo de repetición kafkiana– siguen siendo prácticamente los mismos, aunque yo ya no esté en ese mismo lugar.
En definitiva, busqué agotar los registros y las formas del lenguaje para mostrar que hay un vacío imposible de llenar. Un vacío que tiene que ver con el Mal y con el silencio, con cierta imposibilidad de la hospitalidad humana respecto de determinados “otros” que, en el fondo, se parecen demasiado a “nosotros”. A la proyección de nuestros miedos.
Nunca quise romantizar esas vidas. Por eso decidí ubicar el mote de “pibes chorros” en el título de este libro: no es con el cual yo nomino, sino el que peyorativamente utiliza el sistema punitivo contra la infancia de la que todos hablan, contra la infancia que todos niegan y desechan.
De allí que sospecha y asignación de etiquetas, así como el juego de hipocresías, sea la tarea de la que me encargué como defensor; aun cuando en el recorrido solo haya podido agregar mojones, intentos o trazos de un mundo mejor para esas vidas.
Estamos demasiado solos, y la crueldad acecha siempre a la vuelta de la esquina. Frente a eso, el lenguaje parece algo inútil. Sin embargo, la escritura de estos diarios me permitió exorcizar fantasmas, vislumbrar la densidad de cierta dimensión, soltar energía y transformarla en otra cosa.
No sé qué fue de todos ellos. Al fin y al cabo, estas memorias son los pocos rastros que quedan de esos destinos; apenas unas siluetas que se tragan el tiempo y la muerte.
EL CARNICERO DE BAVIO
–Buenas tardes, tiene que venirse volando para acá.
El llamado era de la Comisaría 5a: habían detenido al “carnicero de Bavio” y yo tenía que verlo antes de que lo entrevistara el fiscal. La escena que me encontré era dantesca. X, de 16 años, todo manchado de sangre seca, estaba sentado en el banco de cemento de la celda del fondo.
Con la cabeza gacha, los ojos clavados en el piso mugriento y los brazos tirantes hacia atrás por las esposas, murmuraba en silencio, como si rezara.
Ni se mosqueó con mi presencia. Me abrieron la celda y me senté a su lado. Pedí a la guardia que se retirara no sin antes quitarle las esposas. El trabajo de un defensor penal de pobres y ausentes de menores de edad se basa en la construcción de confianza: acompañarlo en las audiencias, explicarles a los padres cómo se suceden las cosas, tratar de dilucidar qué es lo que lleva a un niño-adolescente a cometer un delito, desentrañar su pasado y sus fricciones, entender sus miedos y traducirle el expediente escrito de una manera endiabladamente complicada.
Los diarios locales hablaban, desde la tarde anterior, del extraño suceso. El dueño de un campo de la zona de Bavio había encontrado por la mañana a 100 terneros y 43 vacas de su propiedad degollados. A pocos metros del lugar estaba X sentado entre los pastizales con un facón y el cuerpo bañado en sangre. El propietario presentó la denuncia y reclamó que alguien en la intendencia se hiciera cargo de tremenda masacre, ya que el chico y su madre vivían en un ranchito dentro de su campo y no tenían cómo pagar semejante daño.
A X lo bautizaron periodísticamente como “el carnicero de Bavio”. Los comentarios de los lectores pedían, enfurecidos, escuadrones de la muerte que terminaran con la lacra de menores delincuentes y chorros, y reclamaban un sacrificio para este menor como si fuera uno más de los terneros degollados. Era de lo único que se hablaba ese día en los medios de la zona. Algunos inventaban teorías y conjeturaban que X estaba poseído por algún demonio, ya que solo así se podía explicar la cantidad de animales asesinados por ese chico de 16 años. Otros, más benignos con la situación de X, sostenían que era obra de un plato volador que había bajado durante la noche para llevarse muestras de seres vivos, tal como había ocurrido en otros parajes. Hasta se mencionaban supuestos avistamientos de ovnis denunciados por los vecinos.
Con las paredes cargadas de marcas de un pasado terrible, la Comisaría 5ª siempre había sido un lugar siniestro. Yo sabía muy bien que, por esas celdas, durante la dictadura cívico-militar, podrían haber pasado mis padres, como pasaron por allí cientos de personas que fueron asesinadas o continúan todavía desaparecidas. Varios años después, ese lugar se iba a transformar en Museo de la Memoria, pero por entonces todo seguía igual y, por mi función, me tocaba seguir transitando por esos abominables túneles del tiempo como si nada de aquello inhumano hubiera sucedido.
La cuestión es que, esa tarde, en la comisaría tenía a X frente a mí. Yo le había tocado como defensor de pobres y ausentes porque la madre –una humilde campesina de la zona a la que no le habían dejado ver aún a su hijo– no tenía ni un peso para pagar un abogado. Le dije que sería su abogado, que se quedara tranquilo, pero no logré interrumpir su murmullo constante. Entonces le pregunté en voz alta qué había pasado.
Hizo un silencio, pero no levantó la cabeza ni dejó de mirar fijamente el piso mugriento.
De repente, X salió de su ensimismamiento y me miró. Alcancé a percibir que entendía –al fin– que estaba a su lado, y que no se trataba de una sombra acechante similar a los guardias que lo insultaban y maltrataban. Que yo era alguien amigable, que de pronto podía ayudarlo.
–¿Dónde está mi mamá?– preguntó clavándome sus ojos oscuros desorbitadamente abiertos.
–Está afuera, esperándote. Te va acompañar a la fiscalía dónde vas a tener que prestar una declaración. Es el procedimiento.
Seguía mirándome, pero con desconfianza, como si la idea de alguien que pudiera defenderlo fuera, para esas circunstancias, un invento de comprensión imposible.
Entonces comenzó a llorar. Lenta, intensamente. En silencio; como se llora de verdad cuando nada ni nadie puede remediar la pena. Traté de calmarlo, pero no hubo caso. Esperé unos diez minutos, hasta que en el medio del llanto insistí con la pregunta. Qué pasó. Recién entonces volvió a hablar.
–Fue el patrón. El patrón que golpeaba a mamá todas las tardes. El patrón, el dueño de las vacas y del campo, el que nos prohibía ordeñar.
Usaba la fusta a veces…
X se levantó la remera y me mostró la espalda.
–¿Él te hizo eso?– pregunté anonadado por la cantidad de heridas que surcaban su espalda.
–Sí, él, y a mamá le hizo otras marcas que no se ven fácilmente, y que ella te va a negar que tiene. Cuando me harté de los golpes, yo juré que a esos animales a los que quería como a mi vida los iba a faenar. Los hinqué esa noche, uno, dos, tres, diez, perdí la cuenta cuando lo hacía, el cuchillo entraba y salía. Entraba y salía, entraba y salía. Después, me dormí al lado del árbol.
–¿Y tu papá?
–No sé quién es. Mi mamá dice que se mandó a mudar antes de que yo naciera…
–Bueno, me parece que por el momento es preferible que no declares. Total, lo vas a poder hacer un poco más adelante. Lo importante es que denunciemos la violencia que ejerció el patrón contra ustedes y después veamos…
–Nooo, mamá dice que nos va a echar del campo, que nos va a voltear el rancho con la topadora…
Seguimos conversando aquella tarde antes que X declarara ante el fiscal. Estaba claro que el llamado “carnicero de Bavio” no era más que un simple adolescente atormentado; y que la terrible mezcla de algún posible trastorno de base, pobreza extrema, ignorancia y violencia contenida, fue lo que desencadenó la decisión de sacrificar a los animales.
No se había atrevido a levantar la mano contra el patrón, quien se aprovechaba de su situación de vulnerabilidad. Defender a su madre y a sí mismo habría significado atentar contra su medio de vida. Yo debía esperar el informe del perfil psicológico para poder avanzar en esa argumentación. De lo contrario, no podría convencer tan fácilmente al juez.
X declaró ante el fiscal y logró la libertad. El delito de daño es excarcelable, por lo que se evaluó un seguimiento psicológico y alguna forma de contención. También se denunció al dueño de la finca por abuso.
Al día siguiente de la excarcelación, todos los medios zonales criticaban a la justicia por liberar al joven. Los comentarios de los lectores al pie de las notas, enfebrecidos, decían que ahora el “carnicero” iba a probar con humanos, ya no con animales. Que estos pequeños delincuentes siempre entran por una puerta y salen por la otra…
El autor
Julián Axat nació en La Plata en 1976. Es poeta, abogado y militante por los Derechos Humanos. Como poeta publicó «Peso formidable» (2003), «Servarios» (2005); «Si Hamlet duda, le daremos muerte» (2010); «Rimbaud en la CGT» (2014); «La Plata spoon river (2014); «Perros del cosmos» (2020); «Interestelaria y antología de poesía y ciencia ficción» (2022), entre otros. Como funcionario en la Justicia fue defensor penal juvenil en la provincia de Buenos Aires (2008-2025). Actualmente es director en el Ministerio Público fiscal de la Nación.
Alberto Fortunato
18 February 2023 - 18:26
Extraordinaria nota.