“Matilde dice que su corazón de madre le avisó. Por eso le insistía –le rogaba– a la abogada que averiguara sobre los cupos en los penales. «Él trataba de ocultarme lo que estaba sufriendo –recuerda–, pero yo me daba cuenta de que las condiciones eran terribles. Si hasta el trato con las visitas era malo. A las mujeres nos hacían pasar de a tres o cuatro a un baño. Nos obligaban a sacarnos toda la ropa y después saltar y toser, saltar y toser, era como un juego para ellos. Se divertían viéndonos hacer eso. Todo lo que nosotros llevábamos, los policías se lo quedaban. Desde un paquete de galletitas hasta un detergente. Nos rompían las cosas, nos revoleaban los tupper con comida al piso. Hice todo lo posible por sacarlo de ahí, pero siempre nos respondían que no se lo podía trasladar porque en las cárceles no había lugar».
Sin darse cuenta, apenas contando la crueldad de algunos funcionarios del Estado, Matilde expone el colapso del sistema penitenciario bonaerense. El horror ocurrió en Esteban Echeverría, pero muchas comisarías de la provincia de Buenos Aires son una trampa mortal. Según el último relevamiento de la Comisión Provincial por la Memoria (CPM), hay 4042 personas detenidas en dependencias policiales –en 2011 había 900–, pero la capacidad es, apenas, para mil. Tres de cada cuatro detenidos duermen en el piso o en camas improvisadas con frazadas, papel de diario, la misma ropa de los presos o lo que se tenga a mano; unos 200 calabozos, sobre 400, están clausurados por resoluciones judiciales o administrativas, pero eso no impide que el 80% siga funcionando, es decir, hacinando personas.
«Los policías –se queja Matilde– dicen que hubo un intento de fuga, que dos de los chicos estaban limando la reja de la celda y que al ser descubiertos prendieron fuego los colchones, pero cualquiera que haya ido a esa comisaría sabe que era imposible escaparse por ahí; hubieran salido a un pasillo, donde hay otra reja, y si también lograban pasarla, iban a tener que atravesar la puerta en donde estaban todos los policías. Esa versión es una barbaridad».
Madrugada del jueves 15 de noviembre. Doce detenidos –algunos muy jóvenes, otros con expectativa de penas bajas, todos sin riesgo de fuga ni posibilidad de obstaculizar a la Justicia– en una celda de tres por tres. Poco más de un metro cuadrado disponible por cabeza. Durmiendo por turnos en el piso. El hartazgo, la protesta, el incendio de dos colchones –camas no había–, la inacción o la reacción demasiado tarde, nueve muertos y un décimo que todavía agoniza en un hospital.
Así, la Comisaría 3ª de Transradio se convirtió en sede de la peor masacre ocurrida alguna vez en un destacamento policial de la Argentina.
Elías Soto, el hijo de Matilde, murió esa misma tarde en el Hospital Santamarina, de Monte Grande. Tenía 20 años y una condena por robo calificado. Hacía dos meses que estaba ilegalmente detenido en una comisaría clausurada por orden del Juzgado de Garantías N° 2 de Lomas de Zamora. En esa misma resolución, la Justicia le exigió al Ministerio de Seguridad bonaerense que desalojara de manera urgente los calabozos y trasladara a los detenidos. También se notificó a la gobernadora María Eugenia Vidal, al ministro de Justicia Gustavo Ferrari y a la Corte Provincial. Ninguno dio una respuesta.
«Los tenían como animales –dice Juana Fernández– y nosotros, como familiares de presos, también teníamos que pasar por un montón de cosas. Si estabas indispuesta te hacían sacar la toallita, todo con la puerta abierta para que los policías te miraran y se cagaran de la risa. Les gustaba humillar así».
Juana es hermana de Juan Carlos Fernández, apodado «Chirola», quien murió con el 80% del cuerpo quemado el domingo 18, tres días después de Soto. Tenía 31 años y una adicción a las drogas que comenzó cuando le quitaron la tenencia de sus tres hijos.
La lista de víctimas se completa con Miguel Ángel Sánchez, Jeremías Rodríguez, Jorge Ramírez, Eduardo Ocampo, Juan Lavarda, Walter Barrios y Carlos Ariel Corvera. Este último tenía 25 años y estaba preso por intentar robar una cortadora de césped. La excarcelación le llegó cuando todavía luchaba por su vida en una cama de terapia intensiva.
«Esta nueva masacre, como la de Magdalena, la de la Comisaría 1ª de Quilmes o la de Pergamino, por mencionar sólo algunas, es el resultado de la política de seguridad de persecución y encierro de los sectores más desprotegidos. Seguimos verificando que el encierro, como en el caso de Transradio, se da en condiciones inhumanas y en calabozos clausurados por orden judicial para alojar personas», opina Margarita Jarque, directora de Litigio Estratégico de la CPM.
El organismo presentó el jueves, previo a la marcha hasta la puerta de la comisaría en reclamo de justicia, un escrito donde expresa su preocupación por la «prematura» calificación legal del fiscal Fernando Semisa, quien investiga el hecho como «incendio, explosión o inundación seguida de muerte», y pide contextualizarlo en una «evidente vulneración de derechos humanos por parte del Estado».
También se deberá dilucidar cómo fue el accionar de los bomberos del Destacamento 1° «9 de abril», lindero a la comisaría, que no alcanzaron a controlar el fuego y rescatar a las víctimas.
«Lo más triste –concluye Juana– es que el fiscal quiere cerrar el caso rápido. La policía inició el fuego y después acomodó todo. En lugar de socorrerlo, ellos le sacaron fotos a mi hermano y las viralizaron. ¿Cómo podía estar sentado en un colchón que no está quemado? ¿Tan tranquilo se quedó? ¿Quién va a querer morir quemado?». En esa imagen, Juan Carlos aún estaba vivo. Los policías también fotografiaron a Elías Soto, que agonizaba. Estaba esposado. «
En Pergamino, siete víctimas y seis policías a juicio
El 2 de marzo de 2017, los agentes de la Policía de la provincia de Buenos Aires Sergio Rodas, Brian Carrizo, Alexis Eva, Matías Giulietti y Carolina Guevara y el comisario Sergio Donza, de acuerdo a la causa investigada por el fiscal Nelson Mastorchio y ya elevada a juicio, decidieron encerrar a los internos en las celdas 1, 2, 3, 6 y de contraventores, en la Comisaría 1° de Pergamino, “adoptando una medida que agravaba aún más las condiciones de aislamiento y hacinamiento extremo que padecían los detenidos”.
Los policías no hicieron nada para prevenir el fuego que se inició en las celdas, desoyeron los pedidos de auxilio, no abrieron ninguna de las puertas de los calabozos o del patio trasero del destacamento, no llamaron de inmediato a los bomberos y obstaculizaron su accionar, a pesar de su deber de garantizar la integridad física de las personas encerradas bajo su custodia.
Sergio Filiberto, de 27 años; Federico Perrota, de 22; Alan Córdoba, de 18; Franco Pizzarro, de 27; John Mario Chillito Claros, de 25 y de nacionalidad colombiana; Juan Carlos Cabrera, de 23; y Fernando Emanuel Latorre, de 24, murieron debido a la inhalación de monóxido de carbono y sofocación.
Cristina Gramajo, madre de Filiberto, y Silvia Rosito y Ludmila Díaz, madre y prima de Latorre, respectivamente, escribieron un texto que fue publicado por la Agencia para la Libertad (APL). Allí contaron que los familiares de Pergamino viajaron a Esteban Echeverría para acompañar y solidarizarse, al mismo tiempo que advirtieron que las similitudes de ambos casos “son escalofriantes”.
“Revivimos, nuevamente, las emociones y sensaciones de aquel 2 de marzo del 2017 –expresaron–. La muerte, nuevamente, acarició nuestras almas, y era una necesidad humana reunirnos con los familiares de Esteban Echeverría y demostrarles que, a pesar del dolor diario y la lucha constante, se puede sobrevivir y que, hoy, ellos son quienes representan la voz de sus seres queridos”.
Por último, responsabilizaron al Estado por todas las muertes, mientras que denunciaron que “nuevamente, una gran cantidad de derechos fueron ultrajados”.