Artículo de opinión.
Hoy la inmovilidad (quedarse en casa) es salud. Pero la inmovilidad de muchos se sostiene con la movilidad de algunos. Los Juanes y las Juanas que llevan y traen cosas son hoy los piolines invisibles que tejen una parte de la red que sujeta los lacitos de nuestra vida cotidiana en cuarentena: transportan comida, insumos farmacéuticos y hasta cigarrillos. En esa red son invisibles, anónimos, imperceptibles.
Se ha dicho que una de las características de la infraestructura, soportes de nuestra vida urbana, es su invisibilidad. Aunque algunas son inmensos artefactos icónicos como puentes, puertos o autopistas, muchas permanecen ocultas bajo tierra y otras son pasadas por alto porque se han transformado en paisaje cotidiano. Las infraestructuras son ensamblajes entre artefactos y humanos, organizaciones socio-tecnológicas, no meras obras materiales. Muchas veces, aunque mediadas por tecnologías, las personas y sus actividades actúan de infraestructura, como es el caso de la mensajería y el delivery para el comercio, las finanzas, la alimentación, entre otros. Las disrupciones en el funcionamiento general de una infraestructura son eventos que ponen de relieve su importancia y dejan a la intemperie la importancia de la actividad que articulan. Es esta una habitualidad que damos por sentado. Nuestro evento más reciente fue el gran apagón en junio de 2019 con el cual supimos de la red de generación y transporte de energía. Hoy, una pandemia pone en el foco del debate público el sistema sanitario. Pero no solo eso.
El coronavirus y la medida de cuarentena ponen de relieve, también, un tipo de infraestructura urbana sostenida por cuerpos y rodados (como bicicletas y motos), aplicaciones y celulares, que media en nuestra forma de (sobre)vivir en la ciudad: alimentarnos, abastecernos. En estos momentos, junto a la salud, la seguridad y otras actividades, el delivery forma parte de la infraestructura de la cuarentena. Y en muchos casos una parte crucial. Para ellos no hay aplausos. Tal vez sean alcanzados por medidas fiscales en cuanto monotributistas. Pero, ¿no merecen acaso otro tipo de reconocimiento?
Si la inmovilidad es salud, la movilidad en estos momentos es riesgo. Y a sus ya condiciones de riesgo laboral (sin seguros, circular sin luces, a mucha velocidad para poder satisfacer la demanda del servicio: comida rápida) se suma el riesgo de contagio. Lejos de la suspensión de este servicio, es momento de su reivindicación como trabajadores comerciales pero también como un sector importante de la infraestructura de la cuarentena. Las docenas de viajes de un solo delivery sustituyen a docenas de personas circulando en la calle. ¿Quién reconoce económicamente esa tarea de cuidado? ¿Basta con las propinas? Y además, si los Juanes y las Juanas que sostienen la inmovilidad de muchos no están sanitariamente protegidos, ¿no deberían esas condiciones materiales incluir medidas (trajes especiales, dispensers de alcohol en gel, testeos cotidianos, etcétera) que los preserven y preserven a los vecinos de un virus que azota a todes?
Hay quienes sostienen que no deberíamos solicitar sus servicios porque son precarizados, mientras que para estos trabajadores del día a día sin ingresos no hay modo de “quedarse en casa”. Destruir su (precaria) economía tampoco es una solución. Siendo de los pocos exceptuados de la inmovilidad ¿no es un momento propicio para actuar sobre ese sector y jerarquizarlo, mejorar sus condiciones materiales? Antes de una reacción de repliegue, ¿no es posible dar el necesario salto hacia adelante?
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