YO NO SABÍA
Un sábado bien temprano salimos de Concepción del Uruguay (ellos le dicen Uruguay) Javier, profesor de Historia, Mirta, médica, y yo a visitar una comunidad indígena que está en el pueblo de Maciá, a una hora y cuarenta minutos de viaje. Ese pueblo tendrá unos 8 000 habitantes, su calle principal asfaltada con uno o dos restaurantes. Tres cuadras hacia adentro las calles son de tierra y con la guía de Mirta, que conoce el terreno, llegamos a la casa de la cacica María Celia. Ella duerme porque cuidó toda la noche a una señora de la comunidad, muy enferma. Vista de afuera, la casa es amplia, nueva y recién pintada. Entonces vamos a la casa de la hija de María Celia, Luján. Luján trabajó como agente sanitaria en el hospital de Concepción del Uruguay y la médica Mirta quiere hacer presión para que la reincorporen; Luján no quiere volver a trabajar a ese lugar. “Me discriminaron”, dice, “me mandaban hacer trabajos a la calle a mí sola, a los otros, no. Y lo que más me dolió es que me cesantearon porque dijeron que me había insubordinado ante un superior ¡¿Desde cuándo yo?!”
Aquí, una aclaración importante. Ni se insubordinan ni se insubordinaron. Hubo grandes matanzas para quitarles las tierras en el siglo XIX, la última fue en 1914. En ese entonces no sabían escribir, debían dejar una marca con el dedo accediendo a la cesión de tierras; al que se negaba, lo mataban. Pero Luján no sólo sabe firmar, sino que terminó el secundario y tiene su terciario hecho como paramédica. Ella tiene unos treinta años, tuvo su primer hijo a los dieciséis años, es bonita y sensata. Dice: “Cuando yo iba a la escuela veía que todos eran de origen italiano o español, le pregunté a mamá de dónde veníamos nosotros y no me quería decir, hasta que cuando tuve uso de razón me dijo que éramos de ascendencia indígena, y me quedé tranquila porque si no me quedaba algo inconcluso, pero es que mi abuela había obligado a mi mamá a no decir que éramos de origen indígena por las matanzas que habían hecho”. Y añade: “Yo he visto que en la mayoría de los libros de historia se dice que Colón descubrió América, si ya estaba América”.
Mientras hablamos, su marido actual Roberto Palomeque, callado y sonriente, está sentado en el suelo puliendo ollas que están muy tiznadas; las está dejando relucientes. “Hay que recuperarlas”, dice. Le pregunto si estudió y me dice que no, pero Luján dice: “Lee todo lo que cae en sus manos, los manuales del colegio de los chicos y una enciclopedia, eso sí, no le gusta el fútbol”. Luján tiene una beba en brazos y le da la teta, mientras juegan alrededor tres chicos entre los cuatro y los nueve años. Yo llevé varios libritos y le di al mayor Cuentos de la selva, de Horacio Quiroga, el Andersen latinoamericano. Los Cuentos de la selva les gustan a los chicos de cinco a doce años, de cualquier sector social que provengan. Le digo al mayor:
–Decile a tu papá que te lo lea.
–No es mi papá, es mi padrastro.
Cuando ya nos íbamos viene en bicicleta el hijo mayor de Luján, de unos quince años, está en secundario. Es un poco gordito, un poco indiferente. Tiene una cara de buen alumno que mata. Le digo a Luján:
–¿Es bueno en la escuela?
–Sí, es bueno –dice sin énfasis.
Roberto, el lector, toma a la beba (su hija) con gran cariño y le digo a Luján:
–¿Y él, de dónde proviene?
–Él no sabe de dónde viene, viene de los montes.
Y se ríen, Roberto que es rubión acepta con toda naturalidad su origen incierto.
La casa de ellos está hecha de plástico, es como una especie de iglú en azul y gris perla. Mientras Luján nos acompaña a la casa de su mamá le pregunto por qué la casa de su mamá es confortable y la de ella precaria. Me contestó:
–Le dejé la casa de material a mi marido anterior porque no quería que los chicos se criaran en un ambiente de peleas y tensión por la casa, acá están tranquilos y pronto nos van a dar una nueva.
La cacica María Celia
María Celia se despertó y nos recibe en una cocina comedor amplia, tiene un armario de madera de pino y frente a una mesa grande un mapa donde están ubicadas todas las etnias indígenas del país. Debajo del mapa, un pizarrón y un puntero. Ella nos dice: “El cacique se encarga de organizar a la comunidad, el vocero, de informarla. Todos los problemas se resuelven en la asamblea, pero cuando hay controversia en ella, se va al consejo de ancianos”.
Vendría a ser como un tribunal de primera instancia. Y añade: “Un conflicto se dio porque unos hermanos no querían ser censados, vinieron sociólogos y antropólogos para asegurarse de que eran indígenas, ellos alegaban que eran preexistentes, para qué los iban a censar. Ahora tenemos ochenta y seis familias censadas, estamos peleando por catorce lotes, somos trece clanes que se han ido relacionando, nos conocemos todos.
”Mi abuela Victorina vivió la guerra del 14, la de Europa y la de nosotros, recién en ese tiempo hay registro escrito. Mi abuela que me crio nos prohibía decir que procedíamos de indígenas, decía que nos iban a matar con la palabra y la discriminación. Y tenía razón, porque estamos más o menos igual, trabajo hay poco, acá las mujeres limpian las calles de Maciá y los hombres viven de changas. Mi abuela y mi bisabuela trabajaban por un plato de comida. Mi abuela Victorina era tan buena, nos contaba el cuento de la solapa, que es mujer y águila, que se roba a los chicos a la hora de la siesta. Nos llevaba a todos los gurises al monte, al río a pescar. Yo trabajé en el monte de hachera, cuando faltaba algo ella decía ‘Ya vendrá la providencia’ o ‘El universo proveerá’”. Y añade: “El monte siempre dio de comer, frutos, huevos, pero ahora no tenemos más monte, si te ponés a pescar en un arroyo te bajan a tiros. Ahora no existe más el sendero del cazador, todo está alambrado. Teníamos perros especializados en mulitas y otros en nutrias. Vos te parabas y veías el monte tupido, parado, monte tupido, sentado, veías al enemigo. Ahora hay un proyecto de huerta comunitaria y de plantas medicinales, pero no es lo mismo, no mandan fondos”.
Me cuenta las costumbres de antes: “Los varones tenían perros, porque ellos iban a cazar, ningún perro entra a la casa, y si querés que el perro no se vaya por ahí le cortás un pedacito de oreja y lo enterrás frente a la casa, y también se entierra el ombligo, para que el hijo no se vaya de la casa. La madre podía pegar a los hijos, el padre, no. Las mujeres hacían el parto sentadas, y amarradas a un árbol. Todavía se sigue haciendo la ceremonia del primer encuentro de pareja en el río. Las primeras caricias, pero son de los pies a la cabeza, se empieza por los pies, que están en contacto con la tierra, donde está la fuerza”. Y agrega: “Mi clan se salvó porque en una degolliación mataron a todos, menos a un chico enfermo que se escondió, de ahí venimos todos nosotros”. Sigue: “Yo fui al secundario y después al bachillerato de adultos, quise estudiar administración de empresas pero no pude, me gustaba mucho estudiar, me gustaban todas las materias menos inglés. Preparé profesoras para primario y secundario”.
La cacica María Celia lleva un colgante con las cuatro etapas que han pasado (aclara que el 4 es sagrado). La primera etapa es la de antes de la conquista, cuando los aborígenes poblaban la tierra; la segunda, la conquista; la tercera, la de las matanzas del siglo XIX, y la cuarta, la del equilibrio de la naturaleza, y del hombre, la que está por venir.
Dice: “Yo represento a la Argentina en encuentros con pueblos originarios y estamos en contacto con nuestros hermanos uruguayos; cuando estaban amenazados de muerte en Uruguay, les ayudamos a cruzar el río, ellos vinieron para acá”. Y añade: “Nosotros no somos una comunidad, somos una nación dentro de una nación más grande. Su nombre es Pueblo Nación Charrúa”.
Luego María Celia va al pizarrón y desarrolla los principios de la nación charrúa: 1) Igualdad; 2) Valor de la palabra empeñada; 3) Solidaridad.
Alicia
Ni Luján ni María Celia hablaron de su vida íntima. María Celia es sumamente prudente debido a su rol de cacica. Por la ventana entreabierta se cuela una cabeza rotunda, luego, su dueña entra. Y dice: “Yo soy Alicia, cédula de identidad 3 425 678, tengo más garrotazos en mi cuerpo que palabras en mi mente. Yo soy hija de la ñata Cuello, y Los Andariegos hicieron un chamamé con la Ñata Cuello. Yo tuve quince hijos, Griselda, Esmeralda, Dolores, Amilcar, Paola, tengo hijas maestras. Mi mamá le puso a un hijo Juan Domingo y a otra María Eva y yo le puse a uno Alfonsino porque gracias a Alfonsín tenemos democracia. Yo me separé de mi marido José Dolores Díaz porque me hizo una gran ofensa, yo venía a Buenos Aires al Gutiérrez para curar a un hijo discapacitado (va a su casa y trae el retrato del hijo que es a color) y él me dijo que me iba a vaguear a Buenos Aires. Me ofendió y lo dejé, eso que era muy buen marido. Yo quise a mi primer novio, el Hugo Gutegal y lo voy a seguir queriendo, donde hubo fuego, cenizas quedan. ¿Qué cómo vivíamos? El pueblo me crio a mí. Vivíamos en rancho de techo de palma, después de techo de paja, estábamos en comunidad, nos cuidábamos unos a otros. Los vecinos también. Teníamos leña para vender, mi mamá me quería mandar a la escuela porque ella no sabía escribir y me mandaba casi desnuda y en patas pero a la escuela”.
Y añade: “Ahora voy a la iglesia católica y a la evangélica, yo no creo en el lobisón ni en la luz mala, sí creo en Cristo porque dio la vida por nuestra salú, nosotros somos sólo allegados, a mí dios se me representa sentado, con dos varillas, una para arriba y otra para abajo”.
Sentados con nosotras había dos nenes mirando unos libros con dibujos de conejos, cerdos y otros bichos. Alicia los miró y dijo:
–¡Ay! ¿Por qué se les ocurre pintar animales que los van a matar? A todos estos los van a comer, hay que pintar humanos.
Almuerzo
No pudimos visitar a un integrante del consejo de ancianos porque estaba durmiendo la siesta. Entonces Mirta, la médica, Javier, el profesor de Historia, la cacica María Celia y yo fuimos a comer a una parrilla. Por el camino María Celia viene contando que el día anterior se reunió la asamblea y se suspendió la sesión, un chico quería introducir la política en ella y la mayoría no quiso. Además él quería ser taita (cacique) y no lo aceptaron.
El local de la parrilla es oscuro y largo, está a cargo de una pareja de italianos, ella lleva la voz cantante y se sienta a nuestra mesa después de anunciar que no va a invadir. Se queda todo el tiempo de la comida y hace pública una pelea que mantiene viva ante nosotros con un funcionario de la Municipalidad de Maciá por un trámite administrativo. Es una diatriba cósmica, en realidad era como si estuviera hablando con el funcionario y nosotros nos hubiéramos borrado. Les dijo que se metieran los papeles allá lejos y después el funcionario le mandó catorce inspecciones a la parrilla.
La cacica comentó muy mesuradamente los lotes que reclamaban para las trece tribus y sólo añadió: “Para ser indios para el intendente, deberíamos vivir en tolderías y con plumas”.
Entonces la italiana le dijo vivamente:
–¡Vos tenés que luchar más!
Cuando terminamos de comer, la italiana le dio a la cacica la carne que sobraba; esta dijo:
–Esto para mí es muy humillante.
¿Lo habrá dicho porque, como contó, su abuela trabajaba sólo por la comida? Le explicamos que en Buenos Aires es costumbre que la gente se lleve a la casa la comida que sobra. Pero es posible que la cacica no acostumbrara a ir a la parrilla. Añadió:
–Ella pide por ella sola, yo no puedo endurecer la situación, no miro por mí misma, miro por la comunidad.
Y a mí ese espíritu prudente me hizo recordar un dicho criollo de la provincia de Buenos Aires, cuando le dice al contrincante que no tiene razón, pero de modo muy político: “No me parece Roldán que todas las vacas sean suyas”. ¿Algo de que la vehemencia excesiva no se condice con ser parte del universo? ¿Temor por haber sido oprimido, que el criollo trae del indio? No sé. Lo que sí sé, es que cuando llegamos a Concepción del Uruguay, les conté a cuatro personas distintas que en Maciá había una comunidad charrúa. Todas me dijeron lo mismo:
–Yo conozco el pueblo de Maciá, pero no sabía que allí hubiera una comunidad.