Chernobyl argentino: más de 5000 escuelas rurales fumigadas

Por: Gastón Rodríguez

La muerte de la docente Ana Zabaloy, afectada de cáncer y fundadora de la Red Federal de Docentes por la Vida, desnuda un panorama desolador: según el Encuentro Regional de Pueblos y Ciudades Fumigadas, 700 mil alumnos estudian con glifosato en el aire.

A veces hay un alambrado, pero la mayoría de las veces ni eso. El patio termina y empieza el campo, con sus cultivos transgénicos –soja más que ninguna otra cosa– y la consecuente aplicación de plaguicidas, el eufemismo con el que nombran al veneno que mata.

Las escuelas rurales asediadas por los agrotóxicos son más de 5000 en sólo cuatro provincias. Según los últimos datos de AMGER, el sindicato docente de Entre Ríos, en esa provincia las escuelas en riesgo son 1023, de las cuales el 80% han sido directamente rociadas con glifosato. En Santa Fe se registraron otras 800; en Córdoba, más de 500; y en la provincia de Buenos Aires, donde hay 3059 establecimientos rurales, sólo en el partido de Coronel Suárez el municipio local identificó 23 escuelas contaminadas con herbicidas. En noviembre del año pasado, el 1° Encuentro Regional de Pueblos y Ciudades Fumigadas calculó que unos 700 mil niños, niñas y adolescentes «son fumigados en horarios de clase mientras ejercen su derecho a la educación en las escuelas rurales del país».

«Las docentes rurales somos testigos directos del costo humano de este sistema basado en transgénicos y venenos», había avisado Ana Zabaloy, docente, una víctima más –la última– de la voracidad del agronegocio.

«En los últimos 20 años se expandió el cultivo transgénico y las escuelas rurales quedaron encerradas en ese modelo. En Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos, por nombrar sólo las provincias más afectadas, hay establecimientos literalmente rodeados de campos que son fumigados en horario escolar; y esto no perjudica sólo a los niños y docentes que se encuentran en esos momentos en la escuela, sino que los venenos permanecen en el aire, en el agua, en los juegos, en los suelos, destruyendo la salud y el medio ambiente en general», explica Yamila Vega, de la Red Federal de Docentes por la Vida, la organización que fundó Zabaloy.

Según Vega, los problemas más visibles entre los alumnos rurales son las alergias en la piel –ronchas, forúnculos– y los problemas respiratorios. «Los pueblos fumigados han demostrado que superan la media nacional en casos de cáncer, hipotiroidismo, abortos espontáneos, bebés con malformaciones. Con el problema adicional de que en los pueblos pequeños todos se conocen y algunas maestras, aunque ellas también estén enfermas, no se animan a denunciar a los productores».

Los objetivos de la Red son, por un lado, informar y concientizar acerca de los graves problemas de salud y para el ambiente que acarrea este modo de producir «alimentos», y fomentar la agroecología; por otro lado, crear lazos entre los docentes de todo el país para vencer el temor de la acusación aislada. Para ello crearon un «protocolo de actuación y denuncia ante casos de fumigación con agrotóxicos en las adyacencias de una escuela rural en el ámbito de la provincia de Buenos Aires», con herramientas concretas para saber cómo deben las autoridades resguardar las pruebas y documentar el caso debidamente «con vistas a visibilizar una problemática que es ignorada por el Estado, o bien formular una presentación administrativa o judicial».

«Las escuelas rurales están desprotegidas y quedan sujetas a la suerte de cada municipio, es decir, si saca o no una ordenanza de distancia de protección», afirma Fernando Cabaleiro, abogado e integrante del colectivo Naturaleza de Derechos.

Cabaleiro intervino en el primer caso en el que una escuela rural, la «Martín Fierro», en el paraje El Relincho, partido de Coronel Suárez, planteó judicialmente una protección frente a las fumigaciones con agrotóxicos en los campos aledaños.

«Presentamos muestras tomadas en varias escuelas rurales de Coronel Suárez y en el 75% se halló la presencia de agrotóxicos. Además, se destacó la irresponsabilidad del productor agropecuario que fumigaba en un lugar con vientos de hasta 40 kilómetros por hora, con lo cual la deriva (el desplazamiento de la aspersión de un plaguicida por transporte de masas de aire o por falta de adherencia) fue significativa. Los chicos pasaban los recreos adentro del edificio», remarca Cabaleiro.

La Justicia en aquel momento dispuso una medida cautelar inédita, que prohibió las fumigaciones aéreas y terrestres con agrotóxicos, a menos de dos kilómetros y mil metros, respectivamente, de una escuela. El fallo, aún hoy, se encuentra en análisis en la Cámara de Apelación en lo Contencioso Administrativo de Mar del Plata, luego de las reiteradas apelaciones de los dueños de los campos.

«El que fumigó –concluye Cabaleiro– era el presidente de la cooperadora de esa escuela y tomó represalias. La escuela quedó muy aislada y dejó de recibir donaciones. Esa es una parte importante del problema de los que viven en zonas rurales». «

“Ya no hablo por mí, sólo pido que no rocíen más a los gurises”

«Lo de Ana me movilizó mucho, hace que uno se replantee adónde está parado», reconoce Estela Lemes, la docente rural de Entre Ríos que se volvió un emblema de la resistencia en esa provincia contra las fumigaciones con agrotóxicos. «Pero enseguida –aclara– pienso en ella y en Fabián Tomasi (el trabajador que contrajo una polineuropatía tóxica metabólica severa como consecuencia del contacto con los venenos y que el fotógrafo Pablo Piovano convirtió en imagen del “costo humano de los agrotóxicos”), que pusieron el cuerpo, que lucharon hasta el final. Nosotros tenemos una obligación moral con ellos.»

Estela también empeñó su vida en esta lucha desigual contra las multinacionales de los agroquímicos y los productores que los utilizan. Como directora de la Escuela Nº66 «Bartolito Mitre», de Costa Uruguay Sur, en las afueras de Gualeguaychú, se acostumbró a escuchar el motor de las avionetas y a padecer los efectos de los plaguicidas: dolores y problemas musculares, al principio, y caídas y pérdidas abruptas de conocimiento, después. En 2014, durante un Congreso de la Red de Médicos de Pueblos Fumigados, adonde la habían convocado para que diera su testimonio, Estela se realizó un análisis de sangre voluntario que confirmó la presencia de clorpirifós etil, un insecticida que se usa para el control de plagas. Dos años después, una nueva extracción de sangre informó una fuerte presencia de glifosato en su cuerpo.

«No quiero hablar de mí –dice Estela– porque se puede malinterpretar. Yo no busco un beneficio personal. Lo que me importa es que a los gurises del campo no los rocíen más con agroquímicos, que tengan las mismas posibilidades que los chicos de la ciudad.»

«Son biocidas, matan todo»

Todo empezó en 2012 –cuenta Carla Savarese, 45 años, enferma por las pulverizaciones en los campos–, cuando ocupó el cargo de maestra en una escuela ubicada cerca de la estación de tren Fair, en el partido bonaerense de Ayacucho, a unos 20 kilómetros del casco urbano. «Al año siguiente empecé a tomar licencias porque no me sentía bien –continúa–, tenía muchos mareos, de pronto me perdía y no sabía dónde estaba, tenía una anemia muy  grande y creía que era por eso».

A Carla los médicos de Ayacucho la atiborraron de vitaminas, de hierro, de ácido fólico, pero la anemia seguía en los mismos valores. Decidió viajar a Mar del Plata, donde un médico no dudó en practicarle una punción de médula ósea que provocó el primer diagnóstico correcto: mielodisplasia con alteración en las tres series. «Mi médula –explica Carla– no fabricaba glóbulos rojos, blancos ni plaquetas; tomaba medicamentos para la anemia, pero al estar envenenada era como si nada. Es como si mi cuerpo estuviera inmunodeprimido. Ahora recibo un tratamiento oncológico paliativo».

Todas las semanas, Carla debe aplicarse una inyección de eritropoyetina de 20 mil unidades y otra de filgrastim de 300. Eso le provoca fiebre y dolores en la cabeza, los huesos y las articulaciones.

«Siendo docente inicial y profesora de Geografía –reconoce Carla–, antes de lo mío no sabía del tema y eso es porque nos ocultan la realidad. Existe una desinformación bien organizada. No hay que hablar más de agrotóxicos o agroquímicos, son biocidas porque matan todo lo que tiene vida».

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