Rock, literatura, deporte, cine, filosofía, política, todo eso y mucho más. Como aquellas historias de un hombre común, Fabián Casas no deja del todo la creación poética y se zambulle en columnas de carácter periodístico que vinculan a la gente entre sí y con la cultura de su tiempo. Todo compilado en Papel para envolver verdura (Emecé). Tres de esos trabajos, en estas páginas.
De la misma manera que en el Corán no hay camellos y que uno no necesita estar con la camiseta de su club de fútbol todo el tiempo para ser más sincero en su fanatismo ni tatuarse el escudo en el pecho o el nombre de su mujer, de la misma manera me parece tautológico que la gente se llame para saludarse o encontrarse en el día del amigo.
¿No hay algo de poco cierto en esos carteles que se cuelgan en la calle reafirmando el amor o pidiendo perdón? El amor y el cariño verdadero deberían ser algo casi privado y telepático.
Pero este 20 de julio los bares hacen su día y su noche con los amigos que salen de todos lados para brindar, comer y festejar el día de la amistad. Algo que debería ser un sentimiento libre y espontáneo se vuelve estereotipado y repetitivo, como la maldita navidad. La amistad, un sentimiento que los argentinos decimos celebrar, es un tema que inquietaba, en sus diferentes variantes, a Michel de Montaigne allá por el 1580 del mediodía francés: «A nada parece habernos encaminado más la naturaleza que a la sociedad.
Y dice Aristóteles que los buenos legisladores se han preocupado más de la amistad que de la justicia. Ahora bien, este es el punto culminante de su perfección. Porque en general, aquellas que forja y nutre el placer o el provecho, la necesidad pública o privada, son menos bellas y nobles, menos amistades, en la medida que hacen intervenir otra causa, fin y fruto en la amistad que ella misma». Montaigne dice que entre padres e hijos no hay amistad, sino respeto. Y pone el ejemplo extremo de Aristipo a quien le insistieron en cierta ocasión sobre el afecto que debía sentir sobre sus hijos porque habían surgido de él y este se puso a escupir y dijo que también eso había salido de él y que engendraba igualmente piojos y gusanos. Hoy en día, en el sujeto neoliberal no existen relaciones que no tengan un fin ganancial.
Montaigne ve la amistad como otra cosa: «En la amistad no existe otro asunto o negocio que ella misma». Cuando habla de un amigo íntimo, dice: «Nuestras almas han tirado juntas del carro de una manera tan acompasada, se han estimado con un sentimiento tan ardiente, y se han descubierto, con el mismo sentimiento, tan íntimamente la una a la otra, que no solo yo conocía la suya como si fuese la mía, sino que ciertamente, con respecto a mí, habría preferido fiarme de él a hacerlo de mí mismo». Este concepto final es letal. Para Montaigne, en la verdadera amistad, «me entrego a mi amigo más de lo que me entrego a mí. No solo prefiero beneficiarlo a que me beneficie él. Además, prefiero que se beneficie a sí mismo, antes que a mí. Es entonces, al beneficiarse a sí mismo, cuando más me beneficia a mí». Me pregunto cuánta gente que levanta el fono o manda mensajes en el día del amigo está dispuesta a ese amor incondicional puesto en servicio al otro total.
Hay cierto concepto «mafioso» de la amistad. Soy tu amigo y te ayudo pero después por ahí te voy a hacer una propuesta, como decía Michael Corleone, que no vas a poder rechazar.
Eso no es amistad, es coacción. Franco Gastaldi tenía 22 años y murió en un accidente de moto. Era hincha de San Lorenzo y sus amigos, que no quieren olvidarlo, abrieron un sitio web para juntar plata para que Franco tenga su metro cuadrado en el estadio que, de salir todo bien, se va a construir de nuevo en Boedo. Piero y Alejo, sus amigos, decidieron convertir el dolor en aventura y quisieron ayudarlo para que la muerte no impida que él también sea «socio fundador».
«Decir amigo es decir juego, escuela, calle y niñez», escribió en una hermosa canción Joan Manuel Serrat.
Y Spinetta: «Para saber cómo es la soledad, habrás de ver que un amigo no está». Y Roberto Carlos: «Tu eres mi hermano del alma realmente el amigo, que en todo camino y por nada estás siempre conmigo». Michel de Montaigne, desde el fondo de la historia, opina sobre la vuelta a Boedo de Franco Gastaldi: «Quienes han merecido mi amistad y mi reconocimiento no los han perdido nunca por el hecho de no estar ya».
Serrat de nuevo: «Dios y mi canto saben a quién nombro tanto».
Cómo cantar en argentino
Cuando tenía veinte años me inició en los deleites y afanes de la poesía de Ezra Pound, Jorge Fondebrider, un poeta y querido amigo. Sé de memoria sus versos cortos, las reescrituras dantescas, los intentos con el haiku tratando de captar la potencia de las caras que salen del subte después de la hora pico y que él convierte en pétalos húmedos sobre una rama negra. Ahora la aparición de una traducción nueva al español por un argentino con un nombre «stone» es un verdadero acontecimiento. Jan de Jager acaba de publicar una extraordinaria versión de los Cantos en Ediciones Sexto Piso.
Y mientras lo leía, me salió una pregunta. ¿Cuándo se jodió la vanguardia política? ¿Cuándo se separó de la vanguardia estética? Tanto que ahora la muestra de un ilusionista en el Malba nos parece una genialidad. El libro tiene un prólogo de Giorgio Agamben que sobrevuela este tema: «La transposición en términos estéticos mercantiles de la crisis epocal que se habría expresado en las vanguardias es, por ello, una de las páginas más vergonzosas de la historia de Occidente, de la que los museos de arte contemporáneo representan hoy la más extrema e indolente propagación.
Aquello en donde estaba en juego la posibilidad misma de poiesis y, por tanto, la supervivencia del ser humano como ser espiritual, se redujo a un fenómeno de moda y fue liquidado de una vez por todas bajo la forma de producción de nuevas mercancías». Para Agamben, los Cantos de Pound no transmiten tanto un sentido sino que son la experiencia de la incapacidad de reflejarlo. Retazos, pedazos sueltos, algo que explotó con las guerras y que ahora hay que armar y donde faltan piezas que quedaron bajo los escombros de los bombardeos.
Ezra Pound escribió estos poemas a lo largo de la mitad de su vida. Los escribió mentalmente mientras escapaba movilizado por la campiña italiana, bajo las estrellas, en una jaula que le armó el ejército americano cuando lo acusaron de traición a la patria y en el sanatorio para enfermos mentales donde finalmente recaló. Es difícil escribir buena poesía sin ser un traidor a la patria. Para Pound, los problemas de la sociedad estaban en la usura, y para curarla había que drenar la economía. ¿Les suena esto? Por eso los Cantos siguen siendo tan actuales como el capitalismo.
Leerlos es como escuchar el soliloquio interminable de un loco: por momentos, habla muchas lenguas (como Max Cady), hay ideogramas chinos, japoneses, textos en inglés antiguo y provenzal, de golpe irrumpen momentos de poderosa belleza y sentido… y rápidamente el monólogo maníaco de la erudición. Esta versión tiene un apéndice con las versiones de los cantos italianos traducidos por el superpoeta Jorge Aulicino. Ahí Pound la rompe: «La voluntad es antigua, pero la mano es nueva. / ¡Atiende! Atiéndeme, antes de que regrese / A la noche. // Donde la calavera canta, /volverán los infantes, volverán las banderas».
— [20210207 Fabián Casas – Tapa libro -] not exists. —
El tiempo y el espacio
Iba en el auto con un amigo y cuando pasamos frente a las barrancas de Belgrano, mi amigo me dijo que ese lugar lo hacía recordar a su padre, ya que cuando este se separó de su madre lo llevaba ahí para jugar.
También me dijo que, no bien se separó, el padre no pudo alquilar un lugar propio y tuvo que irse a vivir con su madre —es decir, la abuela de mi amigo—. Me dijo que de esa época recordaba cómo se ponían por las noches a ver televisión con todas las luces de la casa apagadas. Lo único que iluminaba la escena era la luz del televisor blanco y negro.
«Me parece que ahora ya nadie ve televisión con todas las luces de la casa apagada, ¿no?» Le dije que no estaba seguro. De lo que estaba seguro —le dije— es de que las familias se acortaron: ya hay muy pocas familias tribus, de esas en las que conviven muchos en casas largas y viejas.
Dimos un par de vueltas con el auto, buscábamos una clínica donde estaba otro amigo en común que acababa de tener un infarto y se había salvado de casualidad.
Me acordé de que la puerta de calle de mi casa paterna se cerraba a determinada hora de la noche pero nunca con llave, y que para llegar a la puerta de mi casa había que atravesar un largo pasillo. Esa puerta tampoco llevaba llave. ¿Qué raro, no? Con mi amigo íbamos cruzando la ciudad en mi auto, bajo una persistente llovizna. Los días anteriores habían sido de una humedad pesada y pegajosa y después un frente frío había traído una lluvia que ya llevaba dos días enteros. Cuando pase el tiempo, me pregunté, ¿cómo quedará condensada esta deriva que nos lleva por la ciudad mojada? ¿La recordaremos de manera precisa o se mezclará en nuestra mente con las miles de veces que recorrimos la ciudad sin ton ni son? En un momento le dije que uno podía estar seguro de los lugares donde le sucedieron las cosas, pero nunca de manera exacta del tiempo en el que ocurrieron. Por ejemplo, le pregunté, ¿te acordás qué edad tenías cuando venías a la barrancas con tu papa? Él pensó un rato y me dijo que no estaba seguro, que era chico, que ese tiempo era justo antes de que su padre se fuera a vivir fuera del país, pero que no podía asegurar su edad ni la fecha. Tendría que ponerse a investigar, buscar datos, esas cosas. En cambio, le dije, no hay duda de que el lugar era este, las barrancas de Belgrano. Las cosas —dije— suceden en el espacio. Eso es de lo único que estamos seguros. El tiempo, en cambio, es una fábula que se cuentan los hombres. Una fábula que a veces nos vuelve esclavos. Por eso Juan José Saer inicia de esta manera Glosa, su novela capital: «Es si se quiere, octubre, octubre o noviembre, del sesenta o del sesenta y uno, octubre tal vez, el catorce o el dieciséis, o el veintidós o el veintitrés tal vez, el veintitrés de octubre de mil novecientos sesenta y uno pongamos, qué más da».
Celeste López y Mariano Gorini serían los nombres de los agresores.
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