Es muy difícil pensar cómo hubiera clasificado el botánico Carlos Linneo los árboles metálicos y plásticos que el jefe de gobierno porteño plantó en la plaza Echeverría de Villa Urquiza. ¿En qué taxonomía botánica entrarán los árboles no vegetales? ¿Y en cuál se ubicará el follaje de plástico enredado en las rejas que hay en algunas esquinas para impedir el cruce indebido de los peatones?
Apenas una tormentita de juguete bastó para derribar o torcer los árboles truchos, lo que revela que, además de ser contra natura, estaban mal hechos.
De haber surgido esta flora pseudo vegetal por iniciativa de un mandatario peronista, es indudable que antes de pensar en el dislate que supone plantar árboles artificiales en una ciudad que necesita más espacios verdes con árboles verdaderos, la oposición hubiera aludido al mal gusto proverbial de los pobres que, además de ser feos, sucios y malos, decoran sus casas precarias colocando un florero de cristal dudoso con flores de plástico sobre el mantel de hule. «El mantel de hule», precisamente, iba a llamarse la película que Leonardo Favio no pudo terminar y que aludía a la pobreza de su infancia en Mendoza, tal es la fuerza icónica de algunos objetos. Si la abanderada de los humildes hubiera diseñado la bandera del país en que estaba empeñada en llevar a cabo una “redistribución del destino” para que los desposeídos no tuvieran que cargar necesariamente con su pobreza de origen (las palabras entrecomilladas son del artista plástico Daniel Santoro y las dijo en el programa de Rep en la TV Pública), seguramente habría puesto en el centro no un sol guerrero, sino un mantel de hule y una rosa de plástico, como las que crecen en las tumbas pobres y se llenan de polvo en el centro de las mesa o arriba del televisor.
Claro que en manos de ciertos funcionarios, los materiales más denostados por ellos mismos adquieren título de nobleza. Es así que los árboles de chapa, las frondas de plástico y las plazas de cemento hoy están a la orden del día en la ciudad. El único verde auténtico que seduce a los promotores de esta botánica aberrante es el de los dólares, y el único azul hacia el que levantan sus ojos es el del dólar blue, alto en el cielo.
Lo que no se entiende es por qué los funcionarios que dicen querer convertir a Buenos Aires en una ciudad verde, devastan los árboles verdaderos con la poda indiscriminada y “plantan” en su lugar otros que parecen comprados en el outlet latinoamericano de Disneylandia.
Es posible que esos escenográficos arbolitos sean una fijación infantil del jefe de gobierno porteño de cuando dibujaba en la salita verde del jardín de infantes. O quizá tengan algún encanto particular que los ciudadanos de a pie no logramos entender y que no consista, precisamente, en la purificación del aire ni en la sombra que proyecten, sino en algunas otras razones que se manejan a la sombra, sí, pero de otros árboles. O tal vez, solo un árbol les parezca importante, su árbol genealógico, que hace de la devastación de la ciudad un derecho incuestionable heredado por vía genética del mismo modo que resulta incuestionable la riqueza cuando está en el ADN.
A lo mejor, es que Larreta tiene una forma muy particular de entender la ecología y la función de los espacios públicos. Basta con recordar que en 2018 inauguró la temporada estival con una falsa pileta de natación ubicada en el Parque de los Niños. En realidad, se trataba de una alfombra sintética celeste con la que hizo una contribución fundamental a la ecología.
En efecto, la piscina trucha disminuía considerablemente el gasto de agua, ya que los chicos podían practicar natación bajo las salpicaduras de las duchas ubicadas dentro del contorno de la alfombra. Después de todo, si según cierta leyenda los bárbaros levantaron el piso de parquet de las casas que les entregó el peronismo para hacer asado, por qué quienes utilizan los espacios públicos no podrían ducharse sobre un soberbio piso alfombrado.
Si “la transformación no para” como afirma el gobierno porteño en inmensos plotters, ni más ni menos que carteles impresos sobre telas plásticas que le salen a la Ciudad, es decir, a sus habitantes, una millonada de pesos diaria, es coherente preguntarse si no será hora de modernizarse y reemplazar nuestros perros de carne y hueso por perros de plástico acordes con los arbolitos escenográficos derrumbados. Eso mantendría la ciudad limpia sin tener que educar a los habitantes en la necesidad de recoger los excrementos de un perro tradicional con una bolsita de plástico y también libre de ladridos, libre de paseadores, libre de niños trepadores, en fin, libre de vida. Siempre lo que está vivo resulta tan incómodo.
Lo que seguiría siendo difícil de anular sería la nostalgia de los bosques africanos, hábitat por antonomasia del gorila. Aunque hay que reconocer que sobreviven muy bien en el asfalto citadino y, siempre que se pueda elegir, es mucho mejor reemplazar lo natural por lo artificial hasta convertir Buenos Aires en una ciudad Playmobil. Fuentes confiables aseguran que hasta Milei ha depuesto el salvajismo, por lo menos el salvajismo capilar, y ha encargado una peluca bien tiesa e indespeinable como la de los rígidos muñequitos de esa marca.
Nada mejor que remplazar los materiales vivos. Por eso la derecha tiene la ética de plastilina, el corazón de piedra y la cara de amianto. «