En los buenos viejos tiempos había menos regulación legal del trabajo y se podía emprender y crear riqueza en libertad. La clave supuestamente no está en imponer restricciones sino en que los privados resuelvan libremente a su conveniencia. Al menos eso es de lo que nos quieren convencer algunas personas que, queremos creer, nunca escucharon la verdadera historia de Alicia Hamilton y los sombrereros locos.
Otros, sin embargo, cuentan una historia diferente.
El oficio familiar de sombrerero era común en Inglaterra y en 1829 podemos encontrar el primer registro del dicho de que quienes lo ejercían estaban “locos”. Esto coincidió con que, en esa época, los sombreros se comenzaron a elaborar con fieltro, un tipo de material textil que no se teje sino que se obtiene “apilando” con vapor y presión varias capas de fibras de lana o pelo de animales gracias a la capacidad que tienen de adherirse entre sí. Para separar el pelo de la piel de conejo o castor, los sombrereros utilizaban nitrato de mercurio. Durante este proceso, los gases liberados hacían que la piel se encogiera, facilitando su remoción.
Pero los talleres eran pequeños y tenían poca ventilación. Los trabajadores inhalaban los vapores de mercurio y, al cabo de un tiempo, empezaban a mostrar síntomas de intoxicación: temblores, inestabilidad mental, alucinaciones, afecciones en la vista, riñones, pulmones, y más etcéteras. A esto se lo denominó “Enfermedad del Sombrerero Loco”. Hoy la conocemos como hidrargirismo, y si bien ya no la sufren los sombrereros, suele ocurrir por consumo de agua o pescados con altos niveles de mercurio.
La explicación de estas consecuencias devastadoras está dada por la química. Nuestras proteínas están formadas por aminoácidos, algunos de los cuales contienen azufre. El mercurio, a su vez, se une fácilmente al azufre, y eso altera la estructura de las proteínas y hace que no puedan cumplir su función.
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Pero volvamos a los sombrereros. En particular los de la ciudad de Danbury, en Estados Unidos, que se hizo conocida como la “capital mundial del sombrero”. Sus fábricas producían 5 millones de sombreros al año, y hasta el día de hoy muchos de sus equipos deportivos se llaman “Danbury Hatters”.
Los sombrereros de Danbury se enfermaban todo el tiempo, hasta que en 1851, formaron un sindicato para luchar por sus reivindicaciones, que incluían condiciones laborales más seguras. Sin embargo, los empleadores minimizaron las quejas: dijeron que los síntomas se debían a que vivían borrachos y consumían tabaco.
Para peor, el Sindicato de Sombrereros no la tenía fácil: en 1901 se declaró en huelga contra la fábrica Loewe & Co. y boicoteó sus ventas, por lo queLoewe demandó a la Federación Estadounidense del Trabajo (AFL), al Sindicato y a 250 miembros. El caso llegó dos veces hasta la Corte Suprema, que falló a favor del empresario. El marco legal era, curiosamente, una ley antimonopólica, pero al no “hacer distinciones entre clases”, no se limitaba a cuestionar el accionar de las empresas y permitía atacar a los sindicatos en defensa del “flujo libre del comercio”. Mientras la Corte Suprema imponía una multa impagable al sindicato y a los trabajadores –y Loewe seguía llenando sus bolsillos–, la intoxicación con mercurio continuaba y nadie escuchaba a los sombrereros.
Hasta que llegó Alicia.
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Alice Hamilton se graduó como médica en 1893 en la Universidad de Michigan y luego se especializó en bacteriología y patología. Toda su vida fue una activista por la reforma social. Interesada por las libertades civiles, el pacifismo, el control de la natalidad y la legislación laboral femenina, la llamaron «radical» y «subversiva».
En 1919 aceptó un puesto como profesora ayudante en el Departamento de Medicina Industrial de Harvard. Eso convirtió a Alice en la primera mujer profesora de esta universidad.
Cuando 22 años antes se mudó a Chicago, se convirtió en miembro y residente activa de Hull House, un asentamiento en el que se recibía a inmigrantes que necesitaban hogar y educación.
Allí empezó a notar cómo los trabajadores de ciertos oficios tenían graves problemas de salud. En ese momento, la legislación para la protección de los trabajadores era, para decirlo suavemente, limitada. Por tomar un ejemplo de otra rama: si bien en 1895 el Estado de Nueva York había aprobado una ley que limitaba el trabajo de los panaderos a “solo” 10 horas diarias o 60 horas semanales, pocos años después la Corte Suprema (sí, de nuevo) decidió que semejante restricción afectaba la “libertad” en los contratos de trabajo y era en consecuencia inconstitucional.
Fue en este contexto no precisamente favorable a las protecciones legales a los trabajadores que, cada vez más interesada en la medicina laboral, Alice logró que en 1908 el gobernador de Illinois la nombrara revisora médica en la Comisión de Enfermedades Ocupacionales. Como líder de la Comisión, y gracias a sus investigaciones, logró establecer las primeras leyes de compensación a trabajadores y normas sobre enfermedades ocupacionales que obligaron a los empresarios a tomar medidas de seguridad laboral. Interesada por el caso de Danbury, Alice investigó el envenenamiento de los sombrereros. En 1922 publicó que los síntomas no eran el resultado del consumo de alcohol y tabaco sino de la exposición al mercurio. Sin embargo, recién en 1937, el Servicio de Salud Pública de EE.UU. emprendió un estudio sobre la intoxicación con mercurio. Finalmente, el 1 de diciembre de 1941 prohibió el uso de mercurio en la industria del fieltro. Demasiado tarde: ya casi no quedaban fábricas de sombreros.
La tristemente oculta realidad era que la prohibición no fue por los riesgos que traía a la salud de los trabajadores sino porque se necesitaban los compuestos de mercurio para armar detonadores durante la II Guerra Mundial.
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Alice murió de un infarto el 22 de septiembre de 1970 a los 101 años. Tres meses después, el Congreso estadounidense aprobó la ley de seguridad ocupacional y salud para mejorar la seguridad laboral. Literalmente: tarde pero seguro.
Irónicamente, aunque la industria del sombrero desapareció de Danbury, el mercurio no lo hizo. Hace pocos años se detectaron niveles preocupantes de este metal en el río Still y en ejemplares de un pez que, por ser alimento de las truchas, representa un riesgo de intoxicar con mercurio a quienes se las coman. Eso sí, afortunadamente la libertad de la empresa de dañar el ambiente y la salud de los trabajadores no se vio afectada. Un final feliz.
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