El Papa Francisco realizó esta semana un anuncio largamente esperado: eliminó el secreto pontificio para los casos de pederastia cometidos en el seno de la Iglesia, un paso fundamental para agilizar las causas judiciales y que este tipo de casos salga a la luz. Sin embargo, las víctimas y sus allegados ponen reparos y prefieren ser cautos.
La denominada «Instrucción sobre la confidencialidad de las causas» consta de cinco artículos que modifican el «secreto pontificio» implementado en 1974 por Pablo VI, principal argumento de las autoridades eclesiásticas a la hora de obstruir el camino hacia la verdad, encubriendo así a los pedófilos en sus filas.
El articulado estipula que el «secreto pontificio» ya no puede aplicarse en las denuncias, procesos y decisiones vinculadas a investigaciones sobre abusos y violaciones sexuales contra menores de edad, y aclara explícitamente que «la información se tratará de manera que se garantice la seguridad, integridad y confidencialidad (…) con el fin de proteger la buena reputación, la imagen y la privacidad de todas las personas involucradas». Dicho de otra forma: no cualquiera podrá acceder a los datos.
A su vez, la Iglesia se somete a «las obligaciones establecidas en cada lugar por la legislación estatal» y colaborará con este tipo de investigaciones, al tiempo que no podrá «imponerse ningún vínculo de silencio con respecto a los hechos encausados ni al denunciante, ni a la persona que afirma haber sido perjudicada ni a los testigos».
«Mis expectativas en torno al anuncio del Vaticano son bastante moderadas, dado que levantar el secreto en estos casos requeriría que el propio Vaticano denuncie el Concordato –firmado con Argentina entre otras jurisdicciones- que le asigna un fuero especial y secreto para juzgarse en cada uno de los países”, analiza el abogado Juan Pablo Gallego, especializado en causas de pedofilia.
Gallego tuvo a su cargo parte de las querellas en los casos Grassi y Lorenzo, dos de los episodios más graves de los últimos años. «La reacción real y concreta en los casos más resonantes no alimenta expectativas elevadas al respecto –advierte–. En relación a Julio Grassi, pese a haber obtenido su condena a 15 años de prisión confirmada en todas las instancias hasta la Corte Nacional, la Iglesia no tomó ninguna actitud sancionatoria hacia él, ni creo que vaya a tomarla».
La misma visión tiene Sebastián Cuattromo. Tiene 43 años. A los 13 fue abusado en el Colegio Marianista porteño por el entonces docente y hermano marianista Fernando Picciochi. «Tras haber pasado toda mi adolescencia en silencio, pude poner en palabras ese dolor y compartir lo que me había pasado con el fin de conseguir una reparación en la justicia», cuenta quien, luego de obtener la condena de su abusador, fundó la asociación Adultxs por los Derechos de la Infancia, que brinda contención a víctimas y a sus familiares, llevando adelante un importante trabajo de visibilización y concientización.
Cuattromo presentó su denuncia en el año 2000. Poco después, Picciochi fue procesado con prisión preventiva, pero recién cayó detenido en 2007, en Los Ángeles (EE UU), donde permanecía prófugo. Extraditado a la Argentina, fue condenado en 2012 a 12 años de prisión. La Corte dejó firme el fallo en 2016.
En paralelo, la víctima accionó civilmente contra el colegio. «Pretendía que actuaran de manera ejemplar, pero me propusieron un acuerdo económico privado, asumiendo su responsabilidad a cambio de que yo guardara silencio. Así que lo rechacé».
A mediados de 2002, Sebastián acudió al Arzobispado de la Ciudad de Buenos Aires en busca de Jorge Bergoglio, hoy Papa. Tras largos y frecuentes encuentros con diferentes autoridades, «me informaron que en nombre de la jerarquía, o sea Bergoglio, avalaban la actitud del colegio marianista de pretender tapar todo».
«Estoy convencido de que nuestros relatos, testimonios y la lucha de las víctimas construyeron un nuevo contexto, que generó que los más altos estamentos no tengan otro margen de acción que corresponder con este tipo de medidas, como la eliminación del secreto pontificio, pero estos gestos simbólicos deberán analizarse a la luz de los hechos concretos que se den más adelante», concluye Sebastián Cuattromo.
El suicidio de Lorenzo y la misa del arzobispo
El cura Eduardo Lorenzo, de 59 años, se mató de un balazo el lunes en la sede Cáritas en La Plata. Unas horas antes, la jueza Marcela Garmendia había pedido su detención luego de que las pericias establecieran que tenía una “estructura psicopática perversa de la personalidad”. Lorenzo estaba acusado de abuso sexual con acceso carnal agravado contra al menos cinco menores de edad, en distintos episodios cometidos durante los últimos 30 años. En su rol de excapellán del Servicio Penitenciario Bonaerense, había sido el confesor del cura Julio Grassi, condenado por pedofilia.
“Me sorprendió la actitud imprudente del arzobispo Víctor Manuel Fernández, quien en pleno conocimiento de la abrumadora prueba contra Lorenzo, desarrolló sin ninguna sutileza todas las acciones a su alcance para facilitarle eludir la investigación”, comenta Juan Pablo Gallego, uno de los abogados querellantes. Fernández ofreció una misa exequial y dijo: «El mismo Señor nos ayudará a comprender algo en medio de este misterio oscuro y nos enseñará algo, aún a través de este dolor».