Un líder popular como Diego Maradona, que excedió largamente el ámbito deportivo, no podría haber nacido en un país en que no existiera ese “hecho maldito” que fue y continúa siendo el peronismo. Si llegó a ser un exquisito artista del fútbol fue porque sus pies fueron alcanzados por el agua bendita de la fuente donde, en el 45, las multitudes metieron las patas, pila bautismal de los pobres que horrorizó a la gente de “buen gusto”.
Si Evita repartió máquinas de coser, juguetes, y promovió la construcción de viviendas sociales que no eran cuchas de cemento, sino dignos chalecitos de estilo californiano, Diego repartió la alegría de los goles. Y si algo los unió, además, fue lo que las clases dominantes condenan por excesivo: las pieles, la ropa de marca, las joyas que solo deben ser privilegio de los ricos. ¿Pero cómo se atreven esos negros de mierda? ¿Cómo se atreve esa cualquiera a plantarse ante las damas bien de la Sociedad de Beneficencia? ¿Y cómo se atreve ese don nadie salido de la villa a plantarse ante el poder que fuera llamando a las cosas por su nombre: al pan, pan y al robo, robo?
Como en la novela Santa Evita de Tomás Eloy Martínez, también a Diego le levantan altares populares en todos los puntos del país y su figura se multiplica en todas las barriadas como dicen que Cristo multiplicó los panes y los peces. Ella fue santa y él fue dios, menudas changas para dos mortales, dos cargos celestiales que, según parece, no pueden ejercerse sin generar y repartir la abundancia, sin esperar los efectos de ningún derrame. De arriba nunca llueve nada, los dos lo sabían bien. Ambos fueron quienes fueron no sólo por el amor de las mayorías, sino también por el odio de las minorías. También los enemigos los definieron. A veces, basta con conocerlos para saber para qué arco hay que patear.
Debe ser muy difícil volar tan alto porque cuando alguien es ostensiblemente distinto, cuando muestra un don admirable, cualquiera sea, le exigen la perfección. Bocón, fanfa, compadrito, omnipotente, machista, Diego fue la encarnación misma de la incorrección política. Estacionó un camión en un country, le regaló a Fidel una tapa de inodoro con la foto de Bush, hizo fiesta de casamiento en el Luna Park y no se privó de ningún escándalo. ¿Pero qué querían que fuera? Quizá tuvo que morirse para demostrar que también él era tenía una zona de sombra y era imperfecto como el que más.
Ahora le tocará sentarse a la diestra de sí mismo y, por fin, le dará utilidad a los dos relojes. En uno mirará la hora de la eternidad y en el otro, la hora de Villa Fiorito.