En cada uno de los últimos partidos le pedí a las diosas que ganáramos para experimentar una vez más ese palpitar hermoso camino a la cita. Cuando el subte de quienes volvemos a casa corriendo para ver el partido se llena de camisetas celeste y blancas, y en cada metro de vereda hay niñes que llevan la del 10 de Messi y las mejillas pintadas con banderitas, de la mano de adultxs apuradxs.
Las banderas donde nunca antes las viste. Las adolescentes con sus remeras de la Selección, las uñas pintadas a tono. Las largas filas de quienes se arriman a última hora a comprar facturas, a riesgo de perderse el momento del himno. Los bares de Buenos Aires con sus televisores a todo volumen. Las transmisiones desde Qatar en las radios de los autos a los que les temo porque van apurados, pero oh milagro, hoy nos ceden el paso. Ese frenesí de la fiesta popular, con sus rituales y cábalas, que cuando empieza el partido se transforma en silencio expectante.
Nuestra cita más irracional y festiva de los últimos años: el amor colectivo por la Selección. Si tenemos suerte, el encuentro será bendecido por el beso de los goles. Si no, mejor ni pensar, todxs alguna vez hemos estado ahí.
Pasamos estos días muy enamoradxs. Queremos hablar de este amor todo el tiempo, repasar una y otra vez las imágenes, sus flashbacks recorriendo el cuerpo. Seguir mirando videos, compartir memes, hablar todo el día de Messi, del Dibu, del gol de Julián Álvarez, de la abuela la la la la que al final no era abuela pero es abuela; de los novios que se besaban en el semáforo y (“Me mira como si fuese mi novio. Lo conocí en el semáforo”); del Tik tok del modo mundial marica al grito de “¡Antonella Antonella!”, o del video de lxs que se bajaron del micro para ver los penales contra Países Bajos. Un partido tan argentino que dolía cada músculo del cuerpo. ¡¡¡¿Por quéé?!! Dos horas de sufrimiento y al fin cinco segundos de felicidad. Los necesitamos, los queremos estirar para siempre. Por un rato ignoramos todo lo que se derrumba alrededor.
Hace varios años, cuando mi hijo era un niño (ahora es un adolescente que me cuenta que el combo “MegaDibu” arrasa), en la clase de fútbol o en los cumpleaños en canchitas, impresionaba que casi no había remeras de argentina, los nenes todos con las remeras del Barca y de equipos europeos. El otro día en el cumple de mi sobrino Pedrito, en una cancha bajo la autopista, el 95% tenía camisetas de la Selección, en su mayoría de Messi.
Como en cada cumpleaños familiar desde que empezó 2022, alguno de mis tres hermanos, antes de soplar las velitas, le recordó: “acordate de un deseo para el Mundial, te lo pido por favor”.
Veo a tantxs chicxs fascinadxs y le agradezco a la Selección por su esfuerzo y su corazón, por los gestos entre ellos, la emoción entre varones, la ternura, las lágrimas. A Messi, además, por la magia y por no dejarse avasallar, tan querido, en Bangladesh o en Paraguay (donde vi el primer partido y me aclaraban que hinchaban “por Argentina y por Messi”).
El fútbol, qué herramienta poderosa da un poco de miedo esa fuerza arrolladora, capaz de desplegarse en los pequeños gestos.
Como cuando Cristiano Ronaldo en conferencia de prensa corrió de la mesa las botellitas de Coca-cola, patrocinador de la Eurocopa, y dijo: ¡Tomen agua! Ese impacto fue mucho más que los 4000 millones de dólares que la empresa perdió en la bolsa ese día.
Son todos millonarios. Sí, qué novedad. Pero fantaseo con algún gesto de la selección en la final, un guiño, (Qatar es uno de los 68 países donde ser homosexual está penado por ley), un mensaje por la igualdad. En estos días también espero que las redes sociales la corten con los chistes sobre Mbappe y las personas trans. Y me pregunto qué puede hacer esa potencia, si tan poco, sobre el futbolista iraní Amor Nasr-Azadani, condenado a muerte por apoyar las protestas por los derechos de las mujeres.
Entre los rituales que aparecieron en estos días, Ignacio Montoya Carlotto, músico, –el nieto de Estela y el 114 recuperado por Abuelas–, encaró un ejercicio: sube a sus redes sociales los mejores goles de la Selección en Qatar, a los que les pone una melodía que compone especialmente.
Él, que nació en otro Mundial, en cautiverio con su madre Laura secuestrada, asesinada semanas después de parir a este hijo que tuvo con Walmir Montoya, también músico, y asesinado por el terrorismo de Estado. Las mujeres que compartieron el centro clandestino La Cacha con Laura contaron que empezó con contracciones un día del Mundial 78, que los guardias escuchaban los partidos en la radio a todo volumen y se demoraban en trasladarla. Hasta hoy no se sabe con certeza dónde nació Ignacio. Pasaron 36 años hasta que se reencontró con sus abuelas Estela y Tenchi Ardura, en 2014, semanas después de otra Copa Mundial (Brasil). Aquel día en que Abuelas de Plaza de Mayo confirmó la noticia también quedó grabado en la fiesta colectiva de otros días felices.
Salvando las distancias, son esos días, tan diferentes entre sí, los que cada tanto nos dan fuerza para seguir. Los que se construyen colectivamente y tocan algo en el corazón de la identidad. Los que nos expresan, como los grandes amores, algo acerca de nosotrxs mismxs, y nos alegran en el hallazgo de lo que nos une. O nos revelan que con algunos sectores no nos une ni nos unirá nada, nunca.
Nos volvimos a ilusionar, dice la banda de sonido de este diciembre atípico, con la banda ancha cerebral tomada por la emoción que nos provoca el Mundial pero también la idea, tan argenta, de salir a las calles con lxs otrxs cuando se juega algo que importa.
“Quiero que Messi le dé la alegría a sus pibes y a todos los chicos del planeta. Los niños lo aman”, dice mi hermano Mariano, que espera cada mundial con el mismo entusiasmo que cuando era chico. Quizá muchxs nos volvemos a ilusionar como niñxs. Me pregunto qué efectos colaterales tendrán todos estos días de juego y de ilusión, de amor mundial a la selección, de encuentro con un núcleo duro de nuestra identidad, diversa y compleja, desperdigada en camisetas acá y allá, en tantos rincones del mundo.
Cómo se imprimirán en la memoria colectiva de las nuevas generaciones de argentinxs, en mi hijo, en mis sobrinxs, qué cableados se activarán en este amor, qué niveles de conciencia, así como en mi infancia la tristeza del Mundial 78 en Terrorismo de Estado o en mi adolescencia el inolvidable gol del Diego a los ingleses. Porque como escribió Ignacio cuando posteó la banda de sonido del gol: El fútbol no es solo fútbol.
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