Cristina Pérez encabeza la Asociación Lhaka Honhat. Reclaman que con urgencia se avance en los trabajos que permitan el acceso al agua, y la delimitación de los territorios.
Las comunidades indígenas Wichí, Chorote, Toba, Tapiete y Chulupí del Chaco salteño, emplazadas en Santa Victoria Este, a pocos kilómetros de Bolivia y Paraguay, desde 1984 caminan juntas y desde 1991 lo hacen desde la Asociación Lhaka Honhat.
Desde que su derecho a los territorios ancestrales fue reconocido por la CIDH en 2020 han salido en las noticias para contar del fallo, de las demoras en su cumplimiento, de las extensas negociaciones que avanzan y retroceden con la provincia de Salta y la nación. Pero la coordinadora de Lhaka Honhat, Cristina Pérez, dice que tienen mucho más para decir sobre habitar los territorios que lo que dispone aquella sentencia.
“Nuestra cultura todavía está viva, no nos tengan como un pueblo que quedó en el pasado, hay muchos cambios, pero hay cosas que quedaron vivas: la lengua, nuestras propias organizaciones, el trabajo, las normas que existen, aunque no sean algo escrito”, dice a Tiempo Argentino Cristina Pérez en las oficinas del Centro de Estudios Legales y Sociales (Cels), organización que acompaña los reclamos de las comunidades desde 1998.
Dice que el castellano, para ellos, es la segunda lengua. Que cuando tenía 19 años presenció cómo discriminaban a una madre indígena y a su hijo en un hospital, que ese día decidió salir de la comunidad para aprender español, que le llevó un año de soledad, lecturas y diccionarios comenzar a hablarlo y escribirlo, que en la universidad de Tartagal no tenía compañeros ni docentes indígenas. “Si bien nos llega una educación occidental, lo importante es saber de dónde vinimos, de dónde somos, quiénes somos para poder mantener la cultura, que las nuevas generaciones la valoren, a pesar de los cambios que hay en nuestro mundo”, asegura.
Como representante de la Asociación, viajó a Buenos Aires para presentar trabajos en relación a la educación y a la necesidad de la interculturalidad genuina, sobre la artesanía -trabajo que en las comunidades identifica sobre todo a las mujeres-, a la construcción de las viviendas y a la alimentación. “Todo eso tiene que ver con el territorio, queremos que la gente de afuera vea por qué estamos peleando, todo lo que viene haciendo está muy relacionado con el territorio”, afirma.
Si busca en su memoria dice que el monte de Santa Victoria Este era verde, realmente verde. Que su niñez era comer frutas de los árboles, estudiar con un maestro bilingüe en casa junto a sus hermanos, jugar entre los pastos y tomar agua de las lagunas. Que, siendo más grande, en el secundario, para obtener el respeto de los criollos que imponían racismo y discriminación en el día a día, les ganaban en concursos de Matemáticas o Inglés. Cuando asumió como coordinadora de la Asociación, Cristina aceptó un legado familiar. Tiene 33 años y es la única de 10 hermanas y hermanos que eligió el camino de la política siguiendo la senda que marcó su padre, el cacique Francisco Pérez, fallecido en 2021.
“Nacimos en una familia luchadora y eso te hace madurar a muy temprana edad”, dice. A los 5 o 6 años participó de la toma del puente internacional y tiene memoria de haber estado en las reuniones políticas desde muy joven. Aprendió a hablar y escribir la lengua wichí para enseñarla y quizás su vida tendría menos sobresaltos si se hubiera quedado ahí, como una comunera más o hubiera elegido otros oficios que tuvieran que ver con el monte: la pesca o la artesanía, como lo hicieron sus hermanos.
“Pero me llegó ver que mi papá se entregó en la lucha, algo que era difícil, porque sabía que todo eso nos afectaba a todos, a nuestros abuelos y a los nietos que vienen”, asegura. Aunque también pudo ver que había otros momentos, esos en los que su padre quería dejar todo porque ya estaba grande y a veces las noticias son buenas y muchas veces, malas. “Me di cuenta de que si nosotros no defendíamos el territorio tampoco me servía estudiar o querer hablar el tema de la educación intercultural porque los criollos se sentían dueños de todo”, dice.
La Asociación, desde sus inicios, se vio como un espacio propio de varones, aunque las mujeres, dice Cristina, fueron centrales en lograr acuerdos para consolidar la paz social. Ella es la primera mujer indígena en ser elegida como coordinadora. “Para mí ha sido una nueva experiencia porque no es fácil estar al frente de una organización donde están las cinco etnias, que son más de 15 mil personas”, cuenta.
Tampoco es fácil sostener el diálogo y los acuerdos políticos con los criollos o los gobiernos. “Una de las cosas que siempre se vio es que soy muy joven -aunque no tan joven- y pude llegar a representar a las mujeres y a los jóvenes que ven que una mujer puede llevar adelante este proceso, que ven que hablo en frente de mucha gente y eso les da la fuerza para que puedan alzar sus voces y decir que esta también es su lucha”, expresa.
Dice que el título de las tierras fue la primera etapa que construyeron los abuelos y que ahora están en la siguiente, en la que se habla de gobernanza, educación y salud. “Buscamos trabajar fuertemente en la consulta previa porque es lo que le cuesta al gobierno tanto provincial como nacional, nunca somos parte de la toma de decisiones, entonces llegan, gastan millones en algo que no fue consultado y en vez de mejorar, la situación empeora”, advierte.
Las comunidades nucleadas en Lhaka Honhat enfrentan problemas específicos al vivir en territorios de frontera. No solo se han incrementado los casos de homicidios relacionados con el narcomenudeo, el tráfico de estupefacientes y la tala ilegal de árboles como el palo santo y el quebracho blanco. También proliferan los abusos sexuales en perjuicio de niñas, adolescentes y mujeres de las comunidades.
Las denuncias por violaciones en grupo por parte de criollos a niñas indígenas no han cesado. “Vinieron programas de la provincia y la nación, fueron al territorio e hicieron talleres, pero al final ¿qué hacemos nosotros cuando hay un caso de abuso sexual? Porque si las mujeres hacen la denuncia la dejan abandonada, sin acompañamiento, no se resuelven”, expresa Cristina. No solo eso, sino que a veces después de haber denunciado “el criollo negocia con la familia, siempre aprovechando la necesidad, para que quede todo tapado”.
El 2 de abril de 2020 la Corte Interamericana de Derechos Humanos hizo pública su sentencia en el caso “Comunidades indígenas miembros de la Asociación Lhaka Honhat (Nuestra Tierra) Vs. Argentina”.
Allí se reconoció que los pueblos Wichí, Chorote, Toba, Tapiete y Chulupí tienen derecho a la propiedad ancestral en el norte de Salta. También ordenó que el Estado argentino otorgue un título de propiedad comunitaria de 400 mil hectáreas y lo condenó por violar los derechos a un medio ambiente sano, a la alimentación, al agua, y a la identidad cultural. El fallo llegó tras más de 20 años de litigio, patrocinado por el CELS.
La implementación avanza lentamente. Si bien se creó una Unidad Ejecutora, aún no ha culminado el trabajo. Lhaka Honhat reclama que, con urgencia, se avance en los trabajos que permitan el acceso al agua (no poseen fuentes de agua segura, solo acceden a pozos ya que las lagunas están contaminadas), la delimitación y titulación de los territorios.
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