Cuatro puntos claves para entender por qué el acuerdo con el FMI impide avanzar contra la desigualdad de género, y está lejos de tener una mirada feminista.
Argentina tiene una larga historia de endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional: desde que ingresamos al Fondo pasaron más de 66 años y estuvimos bajo programas del organismo más de 42 de ellos. Sobra la evidencia empírica para afirmar que las recetas económicas que nos impone el organismo no implicaron un desarrollo del país, sino que derivó en recurrentes ciclos de recesiones económicas, en los que la implementación de las recetas solicitadas por el FMI llevó a un empeoramiento de indicadores económicos.
En 2018, después de quince años sin acuerdos con el organismo, se firmó un acuerdo por 50 mil millones de dólares, ampliado a 57 mil millones de dólares 4 meses más tarde. Esta cifra significó un hito en la historia del FMI ya que fue el préstamo más alto de la entidad, excediendo un 1100% los montos asignados según la cuota aportada. A su vez, fue el primer acuerdo firmado que incluyó un apartado de género lo que nos obliga a cuestionarnos sobre la perspectiva que involucra el mismo.
En un análisis realizado por las economistas Corina Rodríguez Enríquez y Diane Elson sobre la perspectiva de género del FMI, se reflejan las diversas contradicciones que presenta el acuerdo firmado. En primer lugar, las autoras remarcan la perspectiva del Fondo de enfocarse casi exclusivamente en impulsar el aumento de la participación de las mujeres en el mercado laboral. Rodríguez Enríquez y Elson cuestionan que esta nota no advierte clara y concretamente cuáles serían las medidas para avanzar hacia una mayor igualdad de género.
En segundo lugar, las autoras critican que la entidad plantea la igualdad de género como algo instrumental y no como un fin en sí mismo, por lo que queda claro que el FMI sólo prioriza el crecimiento económico y la reducción del déficit fiscal, dejando a la igualdad de género en un segundo plano. A su vez, se mencionan únicamente los derechos comerciales de las mujeres, perdiendo la visión interseccional que tiene en cuenta la relación entre las desigualdades de género, socioeconómicas y étnico/raciales.
El FMI percibe a las mujeres como un grupo homogéneo, lo que está muy alejado de la realidad argentina donde encontramos una brecha promedio similar de participación en el mercado laboral (tasa de actividad) entre varones y mujeres y entre las mujeres que viven en hogares de mayores ingresos y las de menores ingresos, que se acerca a los 20 puntos porcentuales.
En tercer lugar, si bien el FMI dedica un capítulo de género en el acuerdo, el mismo es contradictorio con el resto del documento que condiciona el ajuste fiscal en pos de un déficit fiscal “sano” que contribuya al crecimiento económico que pueda “derramar” en el resto de los sectores económicos. El año pasado y el anterior creció el PBI argentino, pero esto no significó una redistribución de los ingresos y mucho menos un derrame que beneficie a las mayorías.
De esta manera, queda clara la contradicción con la implementación de políticas públicas sugeridas en dicho apartado. Implicaría que el Estado tenga que asignar recursos económicos y, por ende, redireccionar la inversión estatal en dichas medidas y no en mejorar infraestructuras que supongan una organización social del cuidado más justa, por ejemplo.
En cuarto lugar, el FMI reconoce la existencia de los trabajos domésticos no remunerados, pero los ve únicamente como un obstáculo para el crecimiento económico. A diferencia de la visión de la Economía Feminista, que remarca el rol sistémico de estas tareas, que son imprescindibles para la sostenibilidad de la vida y de nuestras economías, el FMI plantea que estos trabajos dificultan el crecimiento económico. De esta manera, se limita a sugerir intervenciones aisladas y acotadas que, además, pretende hacer compatibles con la austeridad fiscal. Esto es sumamente contradictorio debido a que las políticas de austeridad fiscal, por lo general, conllevan a una sobrecarga aún mayor estos trabajos sobre las mujeres.
Los estallidos y las crisis tienen un efecto negativo en la vida de las grandes mayorías y tiene sentido a priori querer subsanar eso primero. Sin embargo, no mirar lo que se esconde detrás de cada estallido y querer resolver repetidamente sólo una parte del problema, implica que las economías seguirán estallando y que la sostenibilidad de la vida quedará siempre en un plano invisible o subalterno.
Lo que, es más, crecer económicamente, como sucedió en 2021 y 2022 no conlleva necesariamente a que haya mejores condiciones de vida para la mayoría de la población.
Como venimos mencionando desde Ecofeminita, es necesario incorporar la perspectiva de género de manera transversal a la hora de pensar las crisis y las formas de superarlas. Las mujeres tenemos peores condiciones de vida que los varones y esto se debe principalmente a la sobrecarga de trabajos reproductivos que posibilitan nada más y nada que el funcionamiento de la sociedad en su conjunto.
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La nota es parte de la alianza entre Tiempo y Ecofeminita, una organización aliada que trabaja para visibilizar la desigualdad de género a través de la elaboración de contenidos claros y de calidad.
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