Honoria Aguilera tenía alrededor de 80 años y era una autoridad espiritual de la comunidad mapuche tehuelche de Vuelta del Río (Chubut). Vivía sola, en un paraje de difícil acceso, así que se movía a caballo, siempre munida de su bastón, y las familias de la comunidad la visitaban para llevarle alimentos. A principios de noviembre de 2003, quienes fueron hasta su casa encontraron la puerta abierta, el caballo sin ensillar y el bastón de Honoria junto a la cama. La comunidad la buscó intensamente esos días, mientras Gendarmería se sumaba y la policía decía que no había huellas.
Tres semanas después, un poblador que recorría la zona con sus animales la halló despedazada en una mata, en un sector que ya había sido rastrillado, a una legua de su hogar. No era posible que hubiera ido caminando. “La comunidad cree que vio algo que no debía. Era pelontufe, esto significa autoridad espiritual. Su desaparición y muerte nunca fue investigada”, le contó la weychafe (guerrera) mapuche Moira Millán a la periodista Adriana Meyer.
La historia de Honoria no llegó a los medios ni a la Justicia. Es una de las menos conocidas de un listado amargo y por donde aún supuran heridas del pasado reciente, que Meyer convirtió en libro: las víctimas de desaparición en Argentina desde 1983 hasta hoy. Desaparecer en democracia, que editorial Marea publicará en octubre, pone el foco en un tema del que el periodismo en general se ocupa poco.
Los organismos de derechos humanos vienen denunciando una lista de más de 200 desapariciones forzadas en democracia. El listado de víctimas que armó Meyer, a falta de uno oficial, parte del de CORREPI (Coordinadora contra la Represión Policial e Institucional) para encarar una investigación que crece y se profundiza. Es la primera vez que semejante cantidad y cruce de información se sistematiza en libro y arma una base de datos, acompañada con los registros fotográficos de cada una de las víctimas.
El libro repasa qué es lo que se sabe, qué es lo que se probó, qué es lo que se intentó ocultar, sino quiénes eran y qué hacían quienes fueron víctimas de desaparición forzada en democracia. Se dibuja así un patrón de inequidades y violencias por parte del Estado y sus poderes, una cartografía de cómo intervienen las fuerzas de seguridad y las complicidades de la Justicia.
Meyer contabiliza 218 víctimas entre 1983 y 2021. Gran parte de ellas son jóvenes pobres, muchos de los cuales ya habían sido hostigados por las fuerzas de seguridad. Y están las mujeres, en cuyos cuerpos violentados de múltiples maneras también se divisa un patrón, porque la mayoría sufrió también delitos sexuales. Lo dice María del Carmen Verdú en el prólogo, “igual que ocurre con los femicidios de uniforme, queda expuesto cómo se potencian, cuando se intersectan, la violencia machista y patriarcal con la represión estatal”.
Leyendo estas historias, una tras otra, es imposible pasar por alto tramas y circuitos que parecen calcados. Meyer los resume en el “manual del represor reciclado y sus amigos judiciales”, un repertorio de prácticas anti-protocolo que se reiteran para ocultar las desapariciones y ensuciar a las víctimas. Arranca con “en las comisarías no toman la denuncia a los familiares del desaparecido”, y termina con “cuando aparecen los cuerpos, casi siempre son hallados en lugares que habían sido rastrillados”.
Cada una de las historias estremece. Imposible no mencionar la de la víctima más pequeña: Alejandro Flores, un niño de cinco años. Un patrullero lo atropelló en una calle de Río Cuarto (Córdoba) en 1991. En vez de llevarlo al hospital, los policías lo dejaron morir y lo enterraron en un descampado. Sus restos fueron encontrados por azar en 2009. En todos esos años la Justicia no cesó de maltratar a su madre, Rosa: “Ni cuando encontraron los huesitos me avisaron. Yo estaba planchando, trabajando en casa de familia, y una vecina me avisó porque lo escuchó por radio”.
En el registro hay dos personas trans/travestis: Araceli Linares, desaparecida en 1998 en Comodoro Rivadavia, Chubut; y Mara Navarro, una joven que había sido abusada por la policía, y desapareció en octubre de 2004 en Olavarría. Fragmentos de su cuerpo -dieciocho costillas, ocho vértebras y una parte del pie- fueron encontrados 40 días después.
Desaparecidxs originarixs
A las 218 víctimas de desaparición forzada, se suman 25 desaparecidxs de pueblos originarios, que Meyer incorpora en un capítulo aparte. Uno de los más visibles es el de Iván Torres, joven mapuche de 25 años desaparecido en 2003 (mismo año y provincia que Honoria, Chubut). Trabajaba en un corralón y la policía lo había hostigado, como a Luciano Arruga. Pero cobró notoriedad cuando la madre de Iván, María Villacura, y su abogada llevaron el caso a la Corte Interamericana de Derechos Humanos que en 2011 condenó al estado argentino. Después, Iván obtuvo la primera condena por desaparición forzada en democracia.
Macrismo con pico de violencia policial e institucional
El libro ubica el pico de violencia policial e institucional en el gobierno de Macri. “Durante el macrismo hubo una muerte cada 19 horas, que incluye a las víctimas del denominado gatillo fácil. Fue la cifra por violencia policial e institucional más alta desde 1983, en cuatro años se produjo casi el 26 por ciento de los casos registrados de ese tipo de homicidios entre 1983 y 2019”, dice Meyer y cita el informe de Correpi.
Entre los casos más resonantes del macrismo, aborda con profusión de datos y fuentes el de Santiago Maldonado, y escucha las voces menos citadas por los medios más masivos, que ensuciaron la cancha con sus operaciones disfrazadas de noticias falsas. Entre esas voces está la de Soraya Maicoño. La werken de la Lof en Resistencia de Cushamen analiza el antes, durante y después. Dice que parte del problema en el abordaje de la justicia y de la construcción del caso de Santiago Maldonado fue la falta de un enfoque intercultural. Ante el choque de cosmovisiones entre mapuches y winkas, “faltó alguien que tuviera una oreja en cada mundo, pero no encontramos quién”, dice Maicoño.
¿Por qué hablar de desaparecidxs si muchxs de ellxs, como Santiago, ya no lo están? Es una pregunta que suelen hacerle a Meyer, que hace años sigue estos temas en sus notas de Página/12 y otros medios, conoce el peregrinar de familiares y organizaciones. La respuesta está en la definición de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas (“el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad que sea obra de agentes del Estado, o por personas o grupos de personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Estado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de la libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley”). El libro profundiza en el concepto, debate terminologías (¿violencia institucional, represión estatal?) y se complementa con muy buenas entrevistas a fuentes que conocen las entrañas de las dependencias e instituciones vinculadas a la problemática, compartida con otros países de América Latina. Estas fuentes proponen estrategias y resaltan cómo es posible que a esta altura no exista un registro federal y unificado capaz de cruzar datos entre desapariciones y personas NN.
Más del 30% sin hallar
“Más del 30% de los cuerpos de estas víctimas nunca fueron encontrados”, destaca la periodista. En ese porcentaje están, entre tantxs, Julio López y Miguel Bru. Y están también las redes que se tejieron entre familias, sobrevivientes y amigues en el desasosiego de la búsqueda.
En la última vigilia por la desaparición de Miguel, convocada cada 17 de agosto por la Asociación Miguel Bru (AMB) en la comisaría novena de La Plata, donde lo torturaron hasta matarlo, estuvieron muchas de las personas que forman parte de esa red de la que nadie quisiera formar parte. Estaba Rubén López, hijo de Julio, desaparecido dos veces (y la semana pasada Jorge Jaunarena, de la AMB, fue uno de los conductores del homenaje a Julio por los 15 años de su desaparición). Y estaban las Madres en lucha contra la violencia institucional. La mamá de Miguel, Rosa Bru, lleva años caminando con ellas, los carteles de sus hijos asesinados por la policía colgando del pecho. A 28 años de la desaparición de Miguel, Rosa recordó que en sus primeras charlas con Estela de Carlotto, al escucharla hablar sobre la búsqueda de su hija Laura, sintió mucha identificación. Y contó también cómo la sonrisa de Adelina Dematti de Alaye (Madres de Plaza de Mayo) le daba fuerzas cuando volvía desahuciada de los rastrillajes.
En esa vigilia estaban también el Secretario de DDHH Horacio Pietragalla (Nación), Matías Facundo Moreno (subsecretarío de DDHH de provincia de Buenos Aires), Lorena Battistiol (Sitios y Espacios de Memoria), Leonardo Fossati (Abuelas de Plaza de Mayo), todxs familiares de desaparecidxs. Tras la señalización de la comisaría como Espacio de Memoria -parte de una política pública para visibilizar la violencia institucional-, a Rosa se le quebró la voz y se largó a llorar. Inmediatamente las Madres en lucha se acercaron a ella y la abrazaron en ronda, mientras en la noche helada surgía el grito de Miguel Bru Presente. Entre ellas, Dolly Demonty, la mamá de Ezequiel (un joven al que la policía obligó a tirarse al Riachuelo), que un rato antes, frente al micrófono, había dicho: “Sin amor no podemos resistir el asesinato de nuestros hijos”.
De todo eso también está hecho este libro: de la poderosa red de resistencias y solidaridades de familiares, sobrevivientes y compañeres que se organizan para luchar. Del modo en que la ausencia de esos cuerpos violentados y ocultados motoriza la fuerza, porque no queda otra, pero también los lazos con quienes conocen ese desasosiego. Y en esas profundidades encuentran a veces algún destello, cierta conexión con algo de la vitalidad arrebatada a lxs hijxs.
“Esta nueva generación de madres -y también muchos padres- de víctimas de violencia institucional son un faro, así como lo fueron Madres y Abuelas. En su diversidad, y aunque los abordajes de cada unx son particulares, hay un denominador común en muchxs, que logran tender puentes y hacer un proceso con otrxs mapadres” reflexiona la autora de esta investigación. En palabras de Miriam Medina, madre de Sebastián Bordón: “Cuando te matan un hijo podés dedicarte a tener otros hijos, al alcoholismo, a la religiosidad, a la espiritualidad, o podés dedicarte a luchar. Y nosotras elegimos el camino de la lucha para que estas cosas no las sufra ningún joven, ni hombres, ni mujeres, ni travestis, ni trans en nuestro país”.