Federico Delgado, el fiscal anómalo

Por: Ariel Pennisi

Temo una brutal revolución pasiva, para decirlo en términos gramscianos, por la capacidad que tiene el establishment neoliberal de rearticularse, de apropiarse de algunas demandas que circulan de manera inarticulada… Temo no estar a la altura como ciudadano, como integrante de esta gran polis, para no quedar afuera otra vez del nuevo diseño y de la nueva implementación de instituciones que estén a favor de la vida en sentido amplio, y no que estén solamente destinadas a garantizar un aspecto de nuestra vida, la económica…” Federico Delgado, 2020

Uno de los nuestros en un lugar que nunca sentimos nuestro. Tal vez, el lugar que llegó a ocupar como fiscal federal fue la forma más importante en que se manifestó una apuesta más amplia. Entre otras cosas, hacer que sintiéramos como algo más cercano, más propio, ese ámbito kafkiano o, mejor, que nos permitiéramos formas de desacralizarlo. La imagen del hombre común llegando a su trabajo en bicicleta, genuina forma de vida de Federico, funciona también como un teatro político, como una interpelación y hasta una invitación a apropiarnos de instituciones fundadas en el mito retratado por la locución latina, homo homini lupus (hombre lobo del hombre), para disputar también ese sentido. Se ubicó en la tensión entre la capacidad de la sociedad de instituir sus propias mediaciones para decidir sobre lo común, y lo instituido refractario a una acción popular capaz de rebalsarlas y “sedimentar otro tipo de institucionalidad a favor de la lógica de mandar obedeciendo y de instituir con la acción colectiva el Estado.” En su ideario hizo resonar la Revolución Francesa con la consigna zapatista: “El día que murió la constitución de 1793, de la Revolución Francesa, se congeló lo que tiene que ver con la apuesta republicana, es decir, en vez de obedecer porque obedecemos circularmente, la propuesta de mandar obedeciendo”. Insistió, citando a Robespierre, en el “derecho a la existencia” y los medios para conservarla como algo irrenunciable; de ahí su interés en un ingreso básico universal.

Su relación con la institución fue deseante, imaginativa. En ese sentido, es un modelo vital disponible para cualquiera que sienta la distancia y hasta incompatibilidad de las instituciones, siempre asertivas, paranoicas, prepotentes –aun en su momento de irreversible deslegitimación–, con las vidas que, frágiles, titubeantes, felizmente negligentes o infelizmente individualistas, alimentan un cuerpo social desatento a la vida colectiva. En un ámbito de crápulas, de animales ostentosos, de hipócritas que esputan la palabra “República” entre sombra y sombra, Federico aparecía como un espíritu jovial, un republicano de verdad, tal vez, el único republicano posible: aquel capaz de cuestionar unas veces las fijezas, otras los dobleces de su propia institución. Y quedó claro el rencor de la “casta” judicial, esa a la que un libertario de pacotilla propone entregarle nada menos que el Ministerio de Justicia. Una fusión que eliminaría el contrapeso, ciertamente endeble, previsto en la Constitución.

El fiscal Delgado, como se lo conoce, deja ver en la estela de su recorrido, como una máquina sartreana que vuelve a elegir dramáticamente una y otra vez su destino, la necesidad de un afuera que, en su caso, no dejó de coincidir con el estudio, el pensamiento, la escritura. Porque ese “afuera” no es el hobby, ni una actividad paralela, sino la relación agujereada con la propia elección, esa perseverancia que lo ubicó siempre dentro y contra la institución. Y esa distancia que supo construir no la vivió cínicamente, por el contrario, la habitó creyendo en la posibilidad de hechos de justicia. No jugo el juego de los outsiders, no se presentó como un justiciero antisistema, tal vez, porque entrevió el rostro autodestructivo de esa posibilidad en una sociedad dominada por pasiones bajas. Como buen lector de la tradición, finalmente un moderno, comprendió la importancia de la institucionalidad como mediación mental y política, y como espacio de construcción de criterios comunes. De esa cuerda tiramos quienes imaginamos nuevas instituciones, contando siempre con su aporte y su crítica generosa.

Hace aproximadamente un año, en una nota proponía como ejercicio un caso hipotético con personajes y todo, que aprovechaba para mostrar procedimientos y comportamientos del funcionamiento judicial a la mirada común. Porque, entre otras cosas, sus intervenciones públicas tenían el sentido de horadar opacidades “para que la gran mayoría de los ciudadanos tome en sus manos ‘el problema judicial’”. Ahí deja ver hasta qué punto, la ausencia de un sólido horizonte de sentido compartido se ve reflejada en la proliferación de la indiferencia, en el desapego y desapasionamiento de los funcionarios y agentes institucionales y en el bajo nivel de colaboración. Pero, al mismo tiempo, los personajes ficticios del caso que narra, junto a otros tantos, suplen las dificultades con esfuerzo y creatividad propios, a los que define con originalidad como “subsidios invisibles” que las trabajadoras y trabajadores del sistema judicial le dan con su actividad no reconocida al servicio público. Concluye, entonces: “el sistema judicial funciona. Pero funciona gracias al subsidio invisible de muchos empleados y empleadas que se sobreponen a un campo de problemas a los que las élites políticas se muestran indiferentes. (…) Mientras tanto las élites con capacidad para tomar decisiones permanecen indiferentes.”

En su libro República de la impunidad se ocupa, como buen descarriado, de la “familia judicial”. Justamente, su propósito no fue otro que desanudar la endogámica familiaridad, apostando a una comunidad abierta y diversa en capacidad de “reapropiarse” de sus instituciones y de todo instrumento que le permitiera crear para sí mejores condiciones de convivencia. “Nuestro sistema judicial prácticamente no enjuicia a grandes evasores tributarios, lavadores de dinero, hechos de corrupción administrativa, etc. El ejercicio del poder político en nuestro país exige una cuota de impunidad y el aparato judicial garantiza esa dosis que varía con el tiempo, pero que inexorablemente está presente. De esto deriva que las élites políticas y económicas consiguen cierta impunidad a cambio de la inmunidad que el dispositivo judicial obtiene para sí.” Planteos de este tipo dejaba por sentados en el debate público. 

La “democracia revolucionaria fraterna”, tal como la entendía el pensador y militante antifranquista Antoni Domènech, de quien Federico era agudo lector, se afirma contra el despotismo de un Estado separado de la ciudadanía; contra el despotismo de una patronal incontrolable “por los trabajadores, por los consumidores y por el conjunto de la ciudadanía; contra el despotismo doméstico patriarcal y autoritario; y contra la formación de poderes económicos monopólicos y oligopólicos propios “de una economía tiránica alimentada por grandes poderes privados substraídos al orden civil común de los libres e iguales”.  Su trabajo estuvo, en la medida de las posibilidades con las que contó –y sabemos que no se ahorró ningún mojón en ese sentido–, orientado por esa apuesta de fondo que le reconocemos.

Desde las investigaciones por delitos de lesa humanidad cometidos por la dictadura de la desaparición de personas, hasta las causas de corrupción sin importar el “bando” del que se tratase, pasando por su aporte a la Comisión de Investigación de la deuda externa en el Congreso de la Nación, hasta la presentación de una denuncia penal para que se investigaran los aumentos de precios de los alimentos durante el aislamiento obligatorio en plena pandemia. Su investigación contribuyó a determinar responsabilidades empresarias y estatales en la masacre de Once; impulsó la indagatoria por los Panamá Papers, el escándalo de corrupción que involucró a un Macri ganador de las elecciones en 2015; llevó adelante la causa por enriquecimiento ilícito de José López (durante el último gobierno del Frente para la Victoria); no tuvo reparos en investigar a un director de servicios de inteligencia como Arribas (durante el gobierno de Cambiemos), y se levantó como siempre cuando sospechosamente un auto lo atropelló en condiciones nunca esclarecidas; no dudó en expresar su mirada crítica hacia la Corte Suprema por los extensos plazos de sus fallos, entre otras cosas; se mostró favorable a la tributación de ganancias por parte de jueces y fiscales; escuchó a seiscientos ex conscriptos y empleado de El Palomar, para exigirle al juez de la causa que considerara probados los vuelos de la muerte originados en esa base; además,  le encomendó “someter esta investigación al escrutinio de la sociedad civil”.

En una conversación en el programa “Pensando la cosa”, a mediados de abril de 2020, manifestó dos temores que esta coyuntura anuda de manera preocupante: la emergencia de un personaje carismático ligado a la descreencia en lo público y una salida de la crisis que se diera “en base al paradigma de la eficiencia; que el paradigma de la eficiencia anclado en lo que nos pueden suministrar las nuevas tecnologías, termine obturando toda esta historia del sujeto como actor instituyente del sentido social”. Federico no confiaba la antropología negativa de los hombres lobo, se mantuvo más cerca de Spinoza, “de la composición de las múltiples potencias” para la creación de “cuerpos políticos radicalmente democráticos”; sin desconocer, sino todo lo contrario, la voluntad de poder de personas y grupos, tanto como las desigualdades históricas en el contexto histórico del capitalismo.

Siempre preocupado por lo que llamaba “expropiación institucional” para definir a los “intereses de las élites que se apropiaron de un sector del Estado”, en el fondo, la expropiación de las “instancias comunes”. Desde nuestro punto de vista crítico del Estado realmente existente, las instituciones surgidas en la modernidad alimentan, como forma postiza de lo común, la posibilidad estructural de esa expropiación por parte de las élites. Desde un punto de vista como el de Federico, republicano border –y, por eso mismo, verdadero republicano–, las instituciones modernas mantienen una cara abierta, cuya suerte depende de las prácticas concretas de quienes las habitan y del grado de activismo de la mayor parte posible de la sociedad. Esa fue su apuesta, por ello peleó, bregó con el ejemplo, suplementó lo esperable con un esfuerzo de pensamiento que debemos tomar como una verdadera donación. La generosidad es escasa entre corredores judiciales y políticos, es una rareza amenazada y, tal vez, el último tesoro alrededor del cual volver a pensar lo común. 

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