El quinto álbum del cantante y compositor impuso una ruptura en su carrera y en la cultura rock. Grandes canciones, un álter ego invencible y fetichismo galáctico.
Lanzado hace medio siglo, el 16 de junio de 1972, The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars (“Auge y caída de Ziggy Stardust y las arañas de Marte”) es por derecho propio uno de los álbumes más atractivos del pop británico. No solo por su factura musical, por la cuidada exuberancia post-beatle (algo así como una evolución intergaláctica del Sgt. Pepper) que profesa, sino también por la dramaturgia de un personaje desafiante, enigmático, bisexual y decadentista que David Bowie enfrentó con valentía al puritanismo victoriano: el extraño Ziggy -tal como narra el tema “Moonage Daydream”- “un lagarto, una mamá-papi, un invasor del espacio, una puta del rock”.
La fecundidad conceptual con que Bowie iba a urdir su quinto disco de estudio trazaba una parábola perfecta con su único hit hasta entonces, “Space Oddity” (1969). La sublimación lo coronaría como referencia del art pop y el glam anglo. Ziggy estaba inspirado en Vince Taylor, cantante inglés que, LSD mediante, pasó del cuero a la túnica diciendo que era Jesucristo, y en otros personajes como el frenético The Legendary Stardust Cowboy. Pero lo de Bowie era otra cosa. Una cóctel surreal, un collage viviente: kabuki, futurismo, pop wharholiano, mimo y expresionismo a lo Anita Berber con diseños de Kansai Yamamoto. Y todo condensado en una soberbia colección de canciones en las que el alter ego de Bowie anuncia el fin del mundo y goza de las mieles del estrellato, viéndose desbordado poratavismos egóticos que terminan por aniquilarlo.
El disco fue registrado en los estudios Trident de Londres y desde su estreno conmovió la piel de una generación ávida de libertad. La aparición de la banda en el programa de TV Top of the Pops, en julio del 72, cristalizó el impacto. Maquillado hasta el tuétano, y con una cuidada estética andrógina, Bowie transformó el rock en un hecho narrativo, teatral, retomando por otros medios la impronta escénica de su admirado Jacques Brel (de quien grabó una versión de Amsterdam, al final no incluida en el disco). La voz de Bowie reposaba sobre una sólida base instrumental, los Spiders from Mars, con Mick Ronson al frente, Ronno, notable guitarrista y cerebro de los arreglos orquestales del disco, más Trevor Bolder al bajo y Mick Woodmansey en la batería. En la emisión tocaron “Starman”. Fue una sesión histórica que no estuvo exenta de guiños eróticos entre los músicos.
Si utilizamos el concepto del poeta T. S. Eliot, Ziggy Stardust habría sido el eje de un “correlato objetivo”: un personaje que concentra la “fórmula de una emoción concreta”, en este caso el desasosiego ante la vida contemporánea. La voluptuosidad de Ziggy, ícono proto-punk, recorre las canciones con momentos de gran intensidad, brillo, confusión y sufrimiento: mientras “Starman” plantea un mensaje de esperanza, “Rock and Roll Suicide” recubre su pop sinfónico con el drama del padecimiento individual. Es evidente que la figura de Ziggy era también el reflejo hiperbólico de las carencias de una juventud huérfana, sin utopías claras, secuestrada de la creatividad y el deseo tras el ocaso del flower power, lo cual convirtió a Bowie en la imagen posible de una imaginación liberada, de vanguardia.
De ahí que un sinfín de bandas punk y postpunk como Sex Pistols, Joy Division, Japan, Bauhaus, The Smiths o Depeche Mode, entre muchas otras, nacieran a su sombra. En la película Control (2007), Anton Corbijn retrata la fascinación de un adolescente Ian Curtis por Bowie, cuya versión de “My Death”, de Brel, era una inspiración permanente junto con la letra de “All The Young Dudes”, que adoptó como credo personal en versión de Mott the Hoople. Las maneras inapelables de Ziggy contribuyeron también a que Boy George y grupos como Soft Cell, Bronski Beat o Frankie Goes to Hollywood se animaran a explicitar su tendencia sexual en un contexto muy hostil. Solo hay que ver el videoclip de “Smalltown Boy”, de Bronski Beat, para el medir su alcance.
Las influencias, por otra parte, circulan en la superficie. Se dejan oír en voz de Bowie, en los arreglos y la escena: el Lennon confesional de God, la adrenalina de Iggy Pop, el Exploding Plastic Inevitable de The Velvet Underground, la elegancia de Marc Bolan o la altivez poética de Dylan fueron territorio fértil para sembrar provocación y extrañamiento. El marco instrumental, entre minimalista y barroco, completa la odisea: Ken Scott, coproductor del disco con el propio Bowie, destaca en sus memorias de qué modo eliminaron los platillos de la batería e incluyeron una guitarra acústica de 12 cuerdas como entidad percusiva en la totalidad de las canciones. Un retorno a la simpleza. Referencia a Elvis y Bill Haley, dirá Scott, o a Jerry Lee Lewis en el repetitivo piano de “Star”, instrumento constante que tiene su peak en la magnífica “Lady Stardust”, canción queer cantada entre Lennon y Elton John con una melodía propia del mejor Paul McCartney.
Aquel “gato japonés que podía lamerte con una sonrisa”, tal como lo describe el tema Ziggy Stardust, tuvo su trip hasta que el 3 de julio de 1973 un Bowie enfundado en su túnica dorada, botas rojas y pelo naranja solar decidió terminar con él. Una constante en la vida de David Robert Jones. Reinventarse, ser otro con la misma convicción camaleónica para traficar personalidades. Dejar atrás a Ziggy Stardust en un Hammersmith Odeon perplejo fue un gran acierto, y le brindó a un personaje fundado sobre posturas existenciales de elevado riesgo un carácter tan irrepetible como veraz. Calcular ahora la nómina de músicos y artistas influidos por David Bowie desde principios de los 70 sería del todo inviable. No así la intensidad con que expandió su desafío a las costumbres y su permanente ideal transformativo, que fueron enormes, y siguen siendo claves de cara a una continua renovación la música y las artes en estos tiempos de anomia cultural.
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