Fue cantante, actriz, influencer antes de los influencer y es una figura ineludible de nuestra cultura popular. A dos décadas de su muerte, un repaso por su vida, obra y legado.
Cada país tiene la artista paradigmática que se merece. Y aunque la Merello renegaría toda su existencia de motes estelares, se puede afirmar que, si Estados Unidos tiene su diva rubia, glamorosa y risueña, es coherente que la Argentina tenga su contrapartida morena, arrabalera y malhumorada: La Morocha del Abasto. Con Marilyn Monroe la une un destino de infancia trágica signada por la ausencia del padre (Santiago Merello, murió de tuberculosis cuando Tita tenía pocos meses de vida), por las carencias económicas (“tuve una infancia muy breve. La infancia del pobre es más corta que la del rico”) y por ser tempranamente internada en un orfanato. Asimismo, como la Monroe, Merello conquistó y gozó desde su juventud de una libertad sexual inusual para su época. Afortunadamente, al contrario de Marilyn, tuvo una larga vida y una de las marcas de identidad de Tita Merello fue la de ser orgullosamente morocha. La otra fueron sus orígenes más que humildes de los que, lejos de renegar, siempre se vanaglorió y sobre los cuales cimentó su imagen y su carrera artística. Esa operación de transformar el insulto que suponía ser “cabecita negra” (estereotipo con el cual cierto clasismo identificaba despectivamente a las y los trabajadores que emigraron de las provincias a la “Capital” en los ’30) en reivindicación de esos atributos raciales y de una cultura y estilos supuestamente caracterizados por la falta de gustos y modales más tarde la hermanará con una identidad política: el peronismo.
En efecto, así como Eva Perón popularizó el término “mis grasitas” para referirse afectivamente a los pobres, Tita solía decir sobre sí misma: “Soy una grasa”, “Nací canyengue. Nací donde termina el asfalto y comienza el barro” (esta frase de su cosecha fue puesta en boca del personaje principal en su versión fílmica de Filomena Marturano). Frecuentemente, tanto en sus personajes de ficción como en sus declaraciones públicas, Tita responde con insolencia e insumisión al recelo social de las clases privilegiadas. Así, sin máscaras y sin dobleces, diciendo siempre lo que le viniera en gana supo reflejar un sentido de orgullo del pobrerío que la vinculan al mensaje peronista y que la metamorfosearon en heroína e ídolo popular.
En plena adolescencia, su madre, Ana Gianelli, la rescata del asilo adonde la había internado por necesidades económicas, para llevarla a trabajar a una estancia. “Me levantaba al alba. Encendía el fuego y preparaba el mate. Después pisaba la mazmorra, hacía girar la desnatadora y salía a arrancar cardos. Casa y comida, y de vez en cuando, un vestido usado”, recordó alguna vez Tita. Años después, la hija y la madre casada en segundas nupcias se trasladaron nuevamente a Buenos Aires a una precaria casa sobre la calle Corrientes. Es entonces cuando el destino de Tita prefigura el camino de tantas migrantes pobres de piel oscura -y de una mujer en particular: Evita- que van del campo a la ciudad en busca de supervivencia.
En efecto, de manera análoga a Eva Duarte, Tita buscó en el mundo artístico la utopía para escapar de la miseria. Durante los ’20, fue cantante de tangos y vedette en teatros de renombre como el Avenida y en clubes nocturnos eróticos. Tras sufrir diversos tipos de postergaciones y maltratos, logró hacerse un lugar en el mundo de la canción en varias orquestas prestigiosas.
En los ’30 el melodrama tanguero y la noche arrabalera eran el escenario privilegiado de las ficciones de la pantalla grande. Como señala el mítico productor cinematográfico Atilio Mentasti, se trataba de una época en la que “se agarraba un tango y se hacía una película sin argumento”. Eso le dio a Tita la oportunidad de obtener un rol secundario en Tango (1933) donde se cruzaría con otro actor de reparto: Luis Sandrini, aquel que sería su pareja durante los ’40 y cuyas infidelidades y separación habrían causado en Tita un dolor perdurable. Con él coprotagonizó Don Juan Tenorio. En la escena final, ya ancianos, él vuelve a los abrazos de su amada. La ficción resultó redentora de una realidad más amarga: Sandrini nunca volvió, sino que se casó con Malvina Pastorino.
Más tarde, en La fuga (Saslavsky, 1937) Tita encarna a una inolvidable corista que utiliza las canciones de tango para mandarle mensajes cifrados a su amante evadido de la justicia. Sin embargo, sus roles consagratorios y sus mejores años en materia profesional coincidirán con el auge del peronismo: el primero de ellos, la encantadora prostituta Filomena Marturano (Mottura, 1950). Un año después, el que probablemente sea el papel de su vida: La Carancha de Los isleros (Demare, 1951), una mujer aparentemente indomable, que tras su fiereza esconde un buen corazón. Y finalmente, aquellas películas que terminaron de nominalizar a la Merello: Arrabalera (Demichelli, 1950) o La Morocha (Pappier, 1955). Lo notable de la carrera cinematográfica de Tita es que los papeles que interpreta parecen hechos a la medida de su personalidad. Así Felisa Roverano, su personaje en Arrabalera canta: “Mi casa fue un corralón / De arrabal, bien proletario / Papel de diario el pañal / Del cajón, en que me crié…”. En Para vestir santos (Torres Nilson, 1955) encarna a una mujer que luego de un desengaño amoroso se refugia en la lealtad de los perros (su Corbata de la vida real casi adquirió estatus de estrella del espectáculo). Y el clímax llega con aquella escena de Mercado de Abasto (Demare, 1955), cuando con gracia inefable y con la juventud y sensualidad increíbles baila, canta y eterniza la milonga “Se dice de mí”.
Tras la caída del peronismo fue perseguida. Quizás por ello, el papel acorde con ese tiempo fue el de una mujer dejada de lado que lucha por ser escuchada en Amorina (Hugo del Carril, 1961). Ya convertida en mito viviente, interpretó a la santa popular Madre María (Demare, 1974). Por entonces, sus apariciones se tornaron más o menos esporádicas en programas de televisión ómnibus tales como Sábados circulares (con Pipo Mancera), Sábados de todos (con Leonardo Simmons) y Badía y compañía, entre otros. Desde esos espacios daba opiniones políticas contradictorias, brindaba consejos sentimentales y sobre todo de salud a las mujeres popularizando la frase “Muchacha, hacete el Papanicolau”.
Una mañana de 1998, con la salud quebrantada tomó la decisión de internarse en la Fundación Favaloro, en ese contexto denunció la responsabilidad de todas y todos en el suicidio del mismísimo Favaloro. Allí la encontró la muerte, el 24 de diciembre de 2002. Tenía 98 años. Antes le pidió a Horace Lannes, su amigo y vestuarista de películas, que el día de su velorio la maquillara, pero que no le pusiera pestañas postizas. Finalmente, Tita Merello no tuvo velorio. Pasó esa noche en la morgue de la Fundación y al día siguiente tuvo una misa de cuerpo presente en la Iglesia de San Telmo, donde la habían bautizado. Como siempre, volvió a sus orígenes. Su leyenda recién comenzaba, el amor popular nunca olvida. «
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Interesante la nota.