Una vez más David Simon y HBO lo hicieron. Esta vez para contar cómo fue el origen de la industria pornográfica en la Nueva York de principios y mediados de los 70. La dupla que ya demostró alta eficacia en productos como The Wire y Show Me a Hero, se volvió a unir para respetarse y confiar mutuamente en las habilidades de las partes para entregar un producto de gran jerarquía.

Quien haya visto alguna de las nombradas o Treme, sabe que el estilo Simon es un auténtico sello, una marca registrada en la que no hay casi nada de lo que la mayoría de las series actuales hace gala: comienzo de capítulo impactante, final intrigante, sexo porque tiene que haber, violencia porque al público le gusta y algunas cosillas más que cualquier consumidor más o menos asiduo reconoce de inmediato. Lo que hay en las series de Simon (casi una filmografía) es un transcurrir, el relato de una cotidianidad a la manera de una crónica (su origen en la escritura viene del periodismo policial en su Baltimore natal, la ciudad de The Wire) que se detiene en algunos detalles y en muchos diálogos que revelan tanto por lo que dicen por lo que ocultan; pero también dicen mucho, aunque de manera más dosificada, con gestos y miradas, esa parte de la comunicación imprescindible cuando las palabras no pueden decir.

Por eso en sus series la descripción está sobre las condiciones de posibilidad que propician un hecho; sea un crimen, como en el caso de The Wire, una iniciativa política, como en Show Me a Hero, el nacimiento de una industria, como ahora en The Deuce. En esa Nueva York de inicio de los 70 hay mucha decadencia, por lo tanto muchas prostitutas y cafishos y una juventud totalmente desencantada del Flower Power pero no dispuesta al sacrificio para levantar ese desánimo generalizado, como les exigen sus padres: si algo le reprochan, además de querer digitarle la vida, es esa moral ramplona sobre la que construyeron su prestigio y su fortuna.

Simon hace cruzar a sus personajes y así sus circunstancias con la magia que sucede lo social, ese espacio en el que confluyen tantas muchas intenciones como intereses, y provoca que donde uno ve un obstáculo, el otro un agujero para fugar; donde uno la concreción de su ambición, otro el mejor lugar para resistir.

Así las cosas se acomodan y desacomodan permanentemente, algo que no impide que tomen una tendencia y la conviertan en una realidad, como fue la industria del porno. Entonces hay una madre de clase media que ejerce la prostitución y busca alguna salida de ese trabajo, mucho cafisho que cree que siempre tendrá la vaca atada (sin darse cuenta que así la rebelión está siempre a la vuelta de la esquina), varias chicas negras que encuentran ahí su mejor forma de ascenso social (al menos en lo económico), alguna universitaria que, además, tiene la belleza premiada socialmente, y entonces puede ser más rebelde que la media, y un tipo bien pero bien convencional (una fija en las historias de Simon), que en realidad son dos: James Franco (además productor de la serie y director en algunos episodios) hace anverso y reverso del mismo tipo común (hermanos gemelos): el bueno y el canchero (que no son sólo lo uno o lo otro, sino que tienen sus mezclas).

Lo que resta entonces es tomar un poquito de la realidad histórica (Nueva York tiene que recuperar su pulcritud, algo que no sólo implica sacar la prostitución de las calles sino también purgar un poco la policía), otro de cambios tecnológicos y hacer que los personajes se vayan acomodando a las nuevas circunstancias que sus propias acciones como los cambios institucionales imponen cotidianamente. Y producir una joya no muy llamativa pero que luce como pocas, porque su presencia sirve para entender mejor cómo funciona el mundo.