El director de Los delincuentes, el audaz film que representará a la Argentina en los Oscar, analiza las múltiples lecturas que propone lo que en principio es sólo el robo de un banco. ¿Tiene sentido trabajar toda la vida para apenas sobrevivir?
En el origen de Los delincuentes hay otra película argentina, un clásico de 1949 dirigido por Hugo Fregonese titulado Apenas un delincuente. Pero más que una remake, lo que ha hecho el director de El custodio es una adaptación libre y personal que toma un similar punto de partida pero luego se mueve hacia otros territorios. Acá, Morán (Daniel Elías) roba ni más ni menos que la cantidad de dólares que ganaría de seguir trabajando en ese banco hasta jubilarse. Su cálculo es sencillo: si esconde el dinero y se entrega a la policía le darán como máximo seis años de condena y, con buena conducta, puede salir en tres. ¿No es mejor pasar tres años en cana y vivir libremente el resto de su vida que 25 años marcando tarjeta en una oficina? ¿No es esa una prisión mucho más breve que la otra? Para eso, al menos en esta versión, necesita un socio que esconda el dinero durante su ausencia. Y ese es Román (Esteban Bigliardi), otro empleado del mismo banco que se topa con el hecho consumado y es chantajeado para tener que aceptarlo. Él también tendrá su premio: exactamente la misma suma de dinero. Es así que, mientras comen pizza en el Imperio de Chacarita, con un bolso lleno de plata bajo el mostrador, se dan cuenta que la vida de ambos ya no será la misma.
Los delincuentes es el cuarto largo de ficción en solitario de Moreno, en el que muchas de sus obsesiones presentes en los anteriores (Un mundo misterioso y Reimon trataban temas ligados a la rutina del trabajo, el uso del tiempo y el dinero) se presentan en el marco del cine de género. Pero los que esperan una película de robos convencional se toparán con una sorpresa, ya que la trama no sigue los lineamientos tradicionales. «La película te ofrece una trama de género con gestos del cine clásico y después tiene una ruptura muy grande», dice el director, que llegó justo para ir a votar luego de una gira que lo llevó de San Sebastián a Hamburgo, de Zurich a Londres y de Nueva York a Chicago, recorriendo festivales que invitaron a la película tras su exitoso paso por Cannes. «La lectura que han hecho muchos afuera tiene que ver con replantearse la forma de trabajar, la posibilidad de escapar a la rutina. Hay algo de eso que en el primer mundo pesa más que acá, porque acá nuestros trabajos son más inestables.».
–Acá es raro, para nuestra generación al menos, que la gente no busque un trabajo estable que dure para siempre…
–Yo tengo un amigo arquitecto que vive en Barcelona hace 20 años y siempre tuvo el mismo sueldo. Y en algún momento se le debe desfigurar el cerebro. Esa sensación es la que me devuelven afuera tras las proyecciones. Yo la película la escribí muchos años atrás y la empecé a filmar en 2018, pero mucha gente la ve y la piensa en relación a lo que dejó la pandemia, a la alienación del trabajo y al quiebre que eso produjo en la vida. El mundo se volvió peor después de la pandemia: guerras, agresiones, discursos de odio. Y creo que todos quedamos medio mal. Y eso se siente en el cine también, que cada vez es más cruel. Pero la película se pone en otro lugar respecto a eso, ofrece otro tipo de luminosidad, es más amable. Y creo que esa combinación hace que esté funcionando. Pero no fue algo premeditado.
–Los que no saben que empezaste antes con el proyecto o no vieron tus películas previas pueden pensar que Los delincuentes nació a partir un replanteo tuyo de vida hecho en pandemia. ¿Cambió la película por eso?
–No, todo lo tenía ya de antes. En pandemia filmamos y edité mucho. La película fue cambiando de estructura, pero la idea central siempre fue la misma. Una vez le di el guión a un amigo y me dijo «es un refrito de todas tus películas». Y algo de eso hay. Yo sabía muy bien donde se ubicaba la película en relación a las ideas con las que vengo trabajando. Cuando tenía que explicarle el proyecto a alguien les decía: es como una película de robos más Una fiesta campestre, de Jean Renoir. ¿Por qué esa película? Bueno, porque en un momento Los delincuentes deja de sostenerse por su trama policial y el relato avanza a través del goce de los personajes en el espacio en el que son filmados. Algo que parece medio imposible de combinar. Pero ese era, para mí, el desafío. En un momento me trabé respecto a la estructura, pero al final le encontré la vuelta. Eso sí, duraba cinco horas y hubo que dejarla en tres.
–La película parece más realista al principio y de a poco te das cuenta que tiene algo de fábula. La transición se hace de un modo amable para que el espectador pueda ir entrando en ella, ¿no?
–Tenía que contar un robo absurdo para el mundo contemporáneo, entonces debía crear una noción no del todo realista, que dialogara más con otras películas y con el lenguaje del cine y no tanto con la verosimilitud. Y al soltar eso empieza a aparecer cierta libertad, que es lo que sienten los personajes también. Siempre fui consciente de que tenía que generar un tono para que se acepte que un tipo que está en un banco abra una caja fuerte, meta dólares en una mochila y se vaya como quien sale de una panadería. Es un robo en el mundo material que se relaciona con películas como El dinero, de Robert Bresson, o Historia de un policía, de Jean-Pierre Melville.
–Hay algo curioso de la película. Podría suceder ahora pero también en los ’70, ya que la estética y la forma permiten ambas interpretaciones. ¿Fue algo buscado?
–Yo no quería hacer un robo informatizado ni con celulares. Quería que los personajes toquen los billetes, esa relación táctil con la materia. Entonces ahí la tuve que despegar un poco del presente. Pero a la vez no quería encapsularla y que me quede en una burbuja. Quería sacar la cámara a la calle y filmar en Buenos Aires, en medio del microcentro, en la hora pico, con los actores metidos ahí o en la pizzería Imperio, con la cámara oculta. Fue un ejercicio muy lindo.
–¿En Imperio filmaste de «colado»?
–Sí, hablamos con el encargado y le dijimos: «¿dónde no molestamos?» Nos dijo acá y acá. Le dejamos libre el paso a los mozos y filmamos desde lejos, con un teleobjetivo. Era una escena medular de la película y fue hermoso hacerla así. Yo quiero filmar así siempre. Fue gracioso porque estábamos filmando y entra en cuadro Hugo Orlando Gatti que justo había ido a comprar pizza. Nos cagó la toma y tuvimos que hacerla de vuelta… Los planos del centro, con la música, también parecen un poco atemporales. El banco parece sacado de La tregua, pero a la vez pasa gente con barbijos.
–Todo va anticipando un poco la movida que hace la película…
–Quería llevar la trama a la forma. Y viceversa. Sería una gran contradicción contar una historia en la que el protagonista tiene un discurso sobre la libertad usando un montaje cuadrado, marcial. Yo sabía que en un momento la película tenía que deshilacharse, ir hacia una zona más libre. La diferencia con mis otras películas es que acá, como decía Alfred Hitchcock, tenés un McGuffin (Nota: un elemento narrativo que hace avanzar la trama), que es el botín de dinero. Si bien la segunda parte es en Córdoba y es la más libre, a la vez la investigación sobre el robo, que conduce el personaje de (Laura) «Chachi» Paredes, avanza.
–Hablando del cine de autor, Billy Wilder decía que los estadounidenses son impacientes y que cuando ven el plano de una nube esperan que pase un avión, que algo vaya de un lado a otro, causa y consecuencia. Y eso no siempre pasa acá…
–Lo que la película no tiene, y eso es lo que a muchos sorprende y en general atrae, es una estructura como la de las series. Hay un agotamiento con el relato de las series y esta película toma otras formas. Cuando empezó la moda de las series todos decíamos «¡Qué bueno, parecen películas!». Y ahora las películas parecen series. El truquito de mantenerte siempre atento para que veas el siguiente episodio se está agotando. No sé si para todos, pero a mí como cineasta me cansa. Y siento la responsabilidad de tratar de recuperar el lenguaje cinematográfico. Casi todas las películas de hoy tienen la misma fotografía, el mismo tipo de sonido y música. Y hay un agotamiento con eso.
–Todas tus películas hablan del tema del tiempo, el trabajo, el dinero. ¿Cómo te llevás con esas cosas?
–En todas mis películas siempre me las ingenio consciente o inconscientemente para hablar de mí. Pero en lugar de hacer documentales en primera persona busco metáforas para disimularlo. A mí me pasa un poco eso en relación al trabajo y el dinero. Están asociadas a mi dificultad en general con las rutinas y con ciertas reglas. Siento que siempre necesito desobedecer algo. Siempre estoy incómodo en la industria y hago películas enmarcadas en la industria. A mí me interesa que la gente a la que convoco pueda ganar un salario bueno, pero los formatos que impone la industria argentina para generar eso me son muy difíciles de tolerar. Siempre tengo problemas. Entonces es un modo de narrar esa disconformidad también. Hace poco tuve reuniones en Los Ángeles con productoras y ahí te tantean. Te dicen «¿a vos te interesaría hacer tal o cuál cosa?». Y, por un lado, no querés perder la oportunidad: pero por otro, yo ya soy grande y prefiero ir con la mía. Para hacer lo que vieron y les gustó, yo necesito el campo libre. Si me van a poner un tipo que me está corrigiendo cada cosa, tal vez yo no funcione.
–Después de esta experiencia, ¿cómo imaginás el futuro?
–Lo que quiero es asegurarme la producción para una película próxima. A mí me costó mucho esta carrera, no la hice cómodo. Más allá de que El custodio, en su momento, hizo ruido y todo, lo que hice después no tuvo repercusión. Digo, en la lista de las mejores 100 películas argentinas ni figuro. Esas yo me las morfé siempre. Y yo decía, bueno, está bien, es así. Ahora, por primera vez en 30 años siento la posibilidad real, concreta, de que puedo conseguir el dinero para mi próxima película. Y lo que disfruto es eso. El reconocimiento es buenísimo, pero a mí lo que más me gusta es filmar. «
Dirección y guión: Rodrigo Moreno. Elenco: Daniel Elias, Esteban Bigliardi, Margarita Molfino, German De Silva y Laura Paredes. En cines.
Sin hablar de política de un modo directo, por su planteo temático Los delincuentes resulta una película muy política. Y el realizador ha demostrado –a lo largo de su carrera y también mediante sus redes sociales– ser una persona preocupada por la situación del país. A tal punto que se preocupó especialmente por regresar a tiempo para votar. “Obviamente no soy inocente en qué momento se está estrenando una película que habla sobre la libertad –dice–. Y es genial también cómo las películas van encontrando su propia personalidad y su ropaje en función también de los contextos en los que son exhibidas. Y en un momento donde hay unos energúmenos que están con una motosierra diciendo ‘¡La libertad, carajo!’ me parece buenísimo que haya una película argentina que esté poniendo en su lugar no sólo la palabra libertad, sino el concepto de liberación, de soltar las cadenas. Que habla de la libertad de verdad, que no es la libertad del mercado o que las compañías puedan arrasar con los derechos de los trabajadores. La libertad no es poder echar a cien trabajadores y no tener que rendirle cuentas a nadie. Menos libertad que eso no hay. Y encima es un candidato a presidente que dice que fueron excesos los cometidos por la dictadura. Entonces, pongamos las cosas en su lugar. Hay que reclamar esa palabra ya. Eso no es libertad.”
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