El gran Homero Alsina Thevenet solía ubicar cada uno sus críticas en el espacio tiempo en el que se había producido y desarrollaba la película en cuestión: vicio de la Modernidad que todo lo explicaba, aún no se percibía el horizonte en el que la subjetividad que ya había empezado a explotar con ahínco el capitalismo, terminaría en una explosión de diversidad imposible de contener en cualquier mente humana, acaso en cualquier mente orgánica, artificial o de la materia que sea.
Las diferentes perspectivas, las identidades, el valor de la subjetividad y hasta las disociaciones entre lo que se entiende como lo material objetivo y cómo eso se percibe, pasaron a ser tema recurrente de (casi) todas y cada una de las producciones cinematográficas, en especial las que tienen cierta autonomía de Hollywood. Pocos como Charlie Kaufman hicieron de ese conjunto prácticamente el objeto total de su cine. Luego de varios años escribiendo para televisión, saltó al cine y a la popularidad mundial de la mano de Spike Jones con ¿Quieres ser John Malkovich? (1999). En el cambio de siglo, meterse en la cabeza de otro (no importaba tanto quién sino qué representara para cada uno) fue parte de un deseo casi multitudinario: los individuos iban perdiendo capacidad de comprensión mutuo y fantaseaban que la posibilidad de meterse en la cabeza del otro daría solución a todos su problemas, en especial los afectivos.
El próximo hito sería Eterno resplandor de una mente sin recuerdos. Un edulcorado Michel Gondry sería la dupla ideal para consumar una de las películas más demoledoras en términos de las coordenadas de espacio tiempo a las que acostumbraba Thevenet: un mundo demacrado, dejaba lugar para el dolor de lo inentendible: cómo puede doler tanto eso que tanto se quiere. Seres dispuestos a borrar todos sus recuerdos (incluidos los lindos) con tal de no sufrir más, daban vuelta la máxima de que se podía soportar la distancia y hasta la traición, pero jamás el olvido. Kaufman era dios: con precisión de cirujano desentrañaba el mal del momento y, peor, sentenciaba la imposibilidad de resolución. Trágico. El mundo post 11/09/01 allá y post 2001 acá era irresolublemente trágico.
Claro que como ya lo sabían los griegos, poco le importa a la vida que nosotros los humanos no le encontremos la vuelta. “Otros animales viven en el presente. Los humanos no pueden. Entonces inventaron la esperanza”, dice la impecable Jessie Buckley de Pienso en el final, que acaba de estrenar Netflix. Guía del film, ella conduce las innumerables disquisiciones del actual Kaufman, quien luego de pasar exitosamente por reflexiones más prosaicas en Synecdoche, New York – Todas las vidas, mi vida (2008) y Anomalisa (2015), vuelve a la ambiciosa tarea de desentrañar la existencia toda.
Entonces, el viaje en auto que emprenden la joven mujer (o Ivone o Lucy u otro de los nombres de Buckley en el film) y su novio de seis semanas Jack (Jesse Plemons) para conocer a los padres de él, se convierte en una catarata de verdades que valen por la contundencia de su revelación, sin importar cuánto se contradigan, amplíen, complementen o anulen entre sí. La primera no está dicha, y de ahí su elocuencia: la vida humana adquirió una velocidad en la que es imposible la intimidad, y con ella, la posibilidad de sus más nobles expresiones sensibles. Eso es el viaje en auto. Y hoy importa el traslado, la velocidad y exactitud con la que se realiza, pero no el viaje. Esa experiencia se abandonó en pos de la eficiencia: lo más que se pueda en el menor tiempo posible. “Nada de lo que hace es memorable, porque hace demasiado”, refiere ella a un personaje literario. La intimidad carece de velocidad, es quieta, un estar, prácticamente obra de un solo acta. Memorable.
En esa noche nevada, la pareja expone una cantidad de hipótesis más o menos certeras sobre el estado de indefensión a la que se ha llegado. “Nada es más extraño en el hombre que un acto propio. La mayoría de las personas son otras. Sus pensamientos, las opiniones de otros. Sus vidas, un remedo; sus pasiones, una cita”, cita ella a Oscar Wilde, epítome de la Modernidad más gloriosa, la que creyó honestamente en el progreso sin límites, en la posibilidad del libre albedrío, en la consumación del amor romántico, de ese “hay alguien para cada persona”, que dice Jack como una de las tantas verdades que creímos con más o menos credulidad. Nada de eso es verdad, y probablemente nunca lo haya sido, sentencia Kaufman, otro prohombre del siglo XX. Sin embargo esta vez no hay sino trágico. Y no tiene que ver con el final del film. Kaufman realmente está pensando un final. Pero el de una era que hizo girar al mundo al ritmo de las utopías, cada una de ellas atravesada por la utopía del amor romántico. “Me gustaría señalar que muchos de los llamados sueños utópicos ya se han hecho realidad. Sin embargo, en la medida en que estos sueños se realizaron, operan como si se hubiese olvidado lo mejor que tenían: no nos dan felicidad”, dijo Theodoro Adorno. No, no está en el film. Pero Kaufman nos permite volver a viajar en auto. Una forma de recuperar la intimidad perdida.