La serie documental de Netflix ofrece un retrato que, con múltiples recursos, explora diferentes facetas del icónico artista. También funciona como una efectiva crónica de la atmósfera social de New York desde la explosión sexual y anfetamínica de fines de los ’70 hasta los sombríos tiempos de la llegada del sida.
Por estos motivos, el proyecto de llevar a imágenes el producto literario más personal de Andy Warhol suponen un desafío mayor del que sus creadores salen más que airosos. En efecto, en la miniserie de seis episodios de aproximadamente una hora cada uno, el productor Ryan Murphy y el director Andrew Rossi no solo logran brindar un retrato atractivo y afectivo de Warhol sino también una verdadera crónica de tres décadas de historia norteamericana.
En este último sentido, la advertencia del documental de que “cada uno recuerda las cosas a su modo” y que por eso se trata de la versión de Andy del tiempo que le tocó vivir no resulta del todo veraz. Es decir, las experiencias no suelen ser solipsistas y por eso cualquier testimonio logra captar algo del aire de una época. En este caso del retrato de momentos muy potentes del New York gay: el de la explosión sexual de la década del sesenta post Stonewall, el de los barbudos con camisa leñadora y pantalones de cuero ajustados en las discotecas, los años excesivos y glamorosos de Studio ´54, el desborde sexual y de las drogas de los setenta y los ochenta y el doloroso sentimiento de apocalipsis de una comunidad que supuso los años más duros de la epidemia del SIDA. Cabe recordar que muchos de los amigos, las beldades que sirvieron de modelo para su arte y los amantes de Warhol murieron por la enfermedad.
A su vez, en la selección de extractos del diario conjugadas con extraordinarias e inéditas imágenes de archivo, Los diarios de Andy Warhol, la miniserie, le hace verdadera justicia literaria al texto original. Demuestran que, visto en retrospectiva, es en la captación de lo fugaz del cotidiano, en la descripción de la banalidad de la farándula donde Andy logra belleza similar a la de sus pinturas o serigrafías.
Valiéndose de recursos tales como las entrevistas personales a colegas, amigos, testigos de época y con apelación a breves biografías de personajes circundantes -como la del gigoló Víctor Hugo, devenido célebre amante del diseñador Halston-, el documental -por momentos docuficción- resulta pedagógico en el bueno sentido. Así, a la vez que se recrea en la personalidad de Warhol, recorre su original obra que mixturó la baja y la alta cultura y elevó a la categoría de arte el mundo de la publicidad, de los mass media y del mainstream. Así se ven desfilar las afamadas pinturas de las sopas Campbell y la silla eléctrica, de las tapas de periódicos de catástrofes, suicidios, asesinatos o accidentes aéreos y las icónicas serigrafías de Marilyn, Elvis, Liz Taylor y Jackie retratados como santos seculares estadounidenses (no en vano la infancia de Warhol estuvo signada por la religión e imágenes del cristianismo de las iglesias bizantinas de su Pittsburg natal) o ejemplares de una novedosa versión de la realeza. También, por supuesto, encuentra su lugar, la particular idea de familia extendida que encontró en los artistas de The Factory de los años sesenta y los subversivos filmes, cortos y productos artísticos que siempre merecen ser revisitados: entre ellos, Blow job (Warhol, 1964) donde representa una felatio tan solo con las expresiones de goce del rostro de su beneficiario- o la escandalosa Bad (Jed Johnson, 1977) donde una madre harta del persistente llanto de su bebé resuelve tirarlo por la ventana.
También se da cuenta de que en sus diarios Warhol fue casi tan celoso de su intimidad como lo fue en la esfera pública. Como en el resto de su arte y en la cuidadosa construcción de su personalidad notoria, freak y estrafalaria -quizás como respuesta a los insultos sufridos por marica o a su autopercibida fealdad- se sirvió de una máscara y decidió que no se supiera casi nada que pusiera al desnudo sus vulnerabilidades o sus amores. Sin embargo, por primera vez, sus particulares relaciones de pareja con los adorables Jed Johnson y el ejecutivo de Paramount Jon Gould -curiosamente ambos con hermanos gemelos sobrevivientes como paradójico reflejo de la serigrafía warholiana-, así como su fascinación rayando en el enamoramiento por el genial artista Jean-Michel Basquiat son expuestas de manera sincera y respetuosa.
Warhol comenzó a dictarle sus diarios a su editora Pat Hackett tras el atentado a su vida que sufrió en 1967 cuando Valerie Solanas una actriz de The Factory le disparó tres veces. Ese también es el punto de partida de la miniserie, pero eso no impide retroceder a los años de Pittsburgh, al insulto callejero de los machos de pueblo y recorrer el camino de metamorfosis que lo instituyó en personaje popular, creador y un verdadero dictador de los cánones artísticos de su tiempo.
Los diarios de Andy Warhol constituyen una oportunidad para volver sobre y revalorizar la obra de un artista inigualable de notable contemporaneidad. Basta señalar que Warhol profetizó el tiempo de la fama de quince minutos que el futuro le tenía reservadas a todas las personas y seguramente estaría fascinado con el auge actual de redes sociales como Instagram o twitter. También fue pionero en combinar género y sexualizar a los varones en las gloriosas producciones cinematográficas hijas de su dupla con el director Paul Morrisey y protagonizadas por el fetiche sexual Joe D´Alessandro: “Lonesome Cowboys” (1968) -un Brokeback Mountain avant la lettre– o las gore y eróticas versiones de los monstruos decimonónicos “Flesh for Frankenstein” (1973) o “Blood for Drácula” (1974), entre tantas otras. Para los no iniciados es la ocasión entretenida -y por momentos risueña y conmovedora- para acercarse a la figura perdurable del creador del arte pop por antonomasia del siglo XX.
Los diarios de Andy Warhol
Disponible en Netflix.
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