Memoria & balance: diez discos que marcaron el 2021

Por: Eugenia Tavano / Sebastián Feijoo

En otro año condicionado por la pandemia, un puñado de álbums funcionó como refugio e inspiración. Elegí tus favoritos.

Ca7riel

El disko

Desde hace rato, Ca7riel es uno de los animadores más creativos de la escena de música urbana local. Sus lanzamientos solistas, su proyecto con Paco Amoroso, su encuentro con Duki y su participación en la banda de Wos ya habían dado cuenta de su carisma y talento. Pero más allá de que la industria y los consumos culturales casi no lo necesitan, un álbum sólido es un bien tan intangible como necesario. El disko cumple esa premisa con creces, a lo largo de poco más de 30 minutos y once canciones. En ese contexto se destacan el aire cool de “Muy bien” (con fragmentos de “Lucy in the Sky with Diamonds”, de The Beatles, y “Luna de miel”, de Virus), el ritmo arrasador de “U.U.”, el fervor casi industrial de “Keyhole”, el groove trepidante de “Bad Bitch”, el himno de humo dulce “Chanel Maconha” y la balada “Souvenir”. Con audacias pero sin sacar los pies del plato, Ca7riel construyó uno de los mejores discos de música urbana argentina del año.

Palo Pandolfo

Siervo

Se entiende por álbum póstumo aquel que es editado en forma posterior a la disolución de una banda o –en términos más estrictos– de la muerte de un solista. El uso y abuso del recurso por parte de la industria musical redundó en pilas y pilas de discos con escasas o nulas novedades, material no terminado que los propios artistas jamás hubieran querido editar y otros rejuntes de escaso valor artístico y relativo aporte testimonial. Siervo es todo lo contrario. Se trata de un disco pensado, grabado y terminado por Palo Pandolfo antes de su inesperada y trágica muerte, y lanzado poco después de esta. Un álbum excepcional en casi todas las acepciones de la palabra. La todavía difícil de aceptar partida del cantante y compositor de 56 años resulta imposible de ignorar y provee a la experiencia de la escucha de nuevos significados. Pero Siervo ya era uno de los mejores discos de Pandolfo antes de las ineludibles implicancias emocionales y casi metafísicas que hoy lo completan. Con el determinante aporte de Juan Belvis en la producción –que va mucho más allá del sonido y cierto concepto general del disco–, las once composiciones desarrollan una suerte de síntesis entre la canción rock y el folklore, con letras de tono confesional y por momentos dramático que retratan rupturas, búsquedas, desesperanza y dolor. Ninguna de ellas tiene desperdicio, pero acaso resulte particularmente difícil no mencionar la hondura cósmica y reflexiva de “Doble corazón” (“Buscaré en el cielo la luna nueva/ El frío cielo esperando el ¡gong!”), el frenesí andino de “Párpados” (“Sueño con los párpados abiertos/ Manos dolidas, almas sin consuelo”) y la más confesional y telúrica “El alma partida” (“Estoy llorando el alma partida/ estoy llorando sin esperanza”). Un disco y un testimonio imposibles de pasar por alto.


Florencia Ruiz

Aullido

Aullido fue grabado en plena pandemia. Se trata de once canciones grabadas enteramente por Florencia Ruiz, que alternan guitarras eléctricas y acústicas, su voz, teclados y alguna percusión casi incidental. Expresan historias personales, dolores colectivos, reflexiones existenciales, derivas cotidianas, declaraciones de amor y bastante más. Y se desarrollan a partir de una Florencia más abismal que nunca: recuperando el espíritu todavía más experimental de sus primeros discos, pero con un lenguaje personal consolidado y muchos más recursos artísticos. No es sencillo etiquetar su música y ese es otro de los aspectos que la hacen más atractiva. Se pueden detectar rastros de Adrian Belew, Juana Molina, Luis Alberto Spinetta y/o PJ Harvey, por ejemplo. Pero se trata de sedimentos o insinuaciones. Florencia hace canciones, sí, pero que no dudan en ignorar estribillos si la música así lo pide y pueden abrazar aproximaciones más impresionistas y/o etéreas del sonido, las palabras y hasta sus significados. Aullido es un disco exigente y desafiante. No apuesta al amor a primera oída, pero se potencia escucha a escucha. Abre con “Alguien que no”, casi una suite que se alimenta de arpegios, teclados ominosos, cambios de climas, percusión, voces fantasmales, aullidos y silencios abismales.  “En los ojos del sol hay un día que no volvería a vos…, vos sos alguien que no”, canta. Es un retrato angustiante de una historia cercana de violencia de género. “Sombras en las canciones”, se sostiene en los rasgueos más amigables de una guitarra acústica, oficia de crónica cotidiana y reflexiona sobre la “días de confusiones y sombras en las canciones”. “Pena que me hizo bien” funciona casi como un exorcismo con la voz de Florencia pendiendo casi de un hilo, casi a modo de plegaria y/o búsqueda de redención. “Canción de amor de Flor” –otra vez acústica– le hace justicia al título y se desarrolla con un tono que parece conjugar angustia, confesión y celebración. El recorrido armónico y la voz de Florencia en “Bienvenide a irte” parecen evocar al Spinetta más concreto y confesional, entre arpegios que caen como cascadas. Pero los momentos cautivantes de Aullido –afortunadamente– van mucho más allá que un puñado de canciones seleccionadas y lo transforman en uno de los discos del año.


Vicentico

El pozo brillante

Gabriel Fernández Capello construyó a Vicentico durante casi 40 años. Los sucesivos hits de Los Fabulosos Cadillacs y los de su carrera solista le dieron a ese personaje entre lúdico, simpático, osco y extraviado –casi siempre al mismo tiempo– una cotidianeidad que puede hacer perder de vista su carácter singular. Pero lo fue armando con un registro inconfundible –suerte de salsero zigzagueante de múltiples caras– y su vocación de saltar entre mil y un géneros, casi como un niño jugando en una casa de disfraces. En ese recorrido también se fue consolidando como un compositor camaleónico y eficaz. El pozo brillante despliega todo eso junto y más. En tiempos donde editar simples parece ser norma y ley, un disco con múltiples caras, pero también con una coherencia que las une, resuena casi como un desborde equivalente a la edición quíntuple de El salmón (Andrés Calamaro, 2000). En ese marco aparece el Vicentico clown entrañable (“FREAK”), el introspectivo existencialista (“No tengo”, versión en castellano de “Ain’t Got No, I Got Life”, popularizada por Nina Simone), el festivalero (“¿Quién sabe?”), el intimista (“Cuando salga”), el juguetón (“Tengo miedo”) y el irónico circense (“Chau estrella”), entre otros. Puede que al gran público cada vez le importe menos que los artistas piensen, compongan y graben un disco, pero el peso específico de trabajos como El pozo brillante sigue siendo mucho más que el de una colección de canciones.


Camionero

Club camionero 

El destino es el suburbio, la ciudad hostil y los personajes desencajados: la banda de sonido del periplo no puede ser otra que el blues y el rock más primitivo y acelerado. Club Camionero es el primer larga duración de Camionero, el dúo infernal de bata y guitarra formado por Santiago Luis y Joan Manuel Pardo. Siete canciones furiosas, altamente pegadizas o tal vez mejor -permiso, Neruda- seis canciones de rocanrol y una balada desesperada (la triste y dulce “Trabajando para el Capital”). Después de una par de EPs, Club… es definitivamente ese trabajo que vence. ¿El ingrediente secreto (si acaso lo hubiera)? La participacion de Dylan Lerner en la producción (Juanse y Louta). En esa difícil tarea de hacer de lo simple y conocido algo rico y nuevo, Camionero se juega lo propio y sale más que airoso: en el medio de una tradición musical vasta y frondosa (de acá y de allá), ellos ya pusieron su mojón.    


Saint Vincent

Daddy’s Home  

Si siempre es bueno volver a casa, St. Vincent demuestra de manera siniestramente gozosa que la historia indefectiblemente regresa como farsa. Pasadas por el tamiz de recursos más actuales, las canciones de Daddy’s Home remiten al rock, el funk y el R&B setentoso, con melodías sinuosas, arreglos de vientos, cuerdas y coros, coros y más coros. Pero -ya lo advertimos- la celebración de esa época gloriosa de la música no es un homenaje altivo, hecho y derecho, sino más bien una interpretación cabaretera,  filtrada por la bruma del recuerdo y esos yeites filosos y tan personales que Annie Clarke pone a su guitarra y a su voz. Vale sobradamente la pena seguirla, aunque nada garantice qué puede llegar a pasar en el camino. 


Foo Fighters

Medicine at Midnight

Dave Grohl ocupa un lugar singular en la industria del rock. Porta las credenciales indelebles de haber sido parte de Nirvana –quizás el último gran shock de rock/pop en carne viva– y después de haber construido con Foo Fighters una de las grandes y últimas bandas de rock de estadios. El cantante, guitarrista y baterista supo darle vida a una entidad lo suficientemente potente –con melodías adhesivas incluidas– para seducir a los fanes del género y ostentar cierta “buena onda” capaz de convencer a los más incautos. La sonrisa indeleble de Grohl se transformó en una marca registrada, pero también su energía y generosidad para reivindicar a figuras previas a la explosión grunge. Así las cosas, Foo Fighters se transformó en una garantía de buenas canciones, rock y algunas letras que raspan, pero no tanto. Medicine at Midnight fue promocionado como el disco más “festivo” o luminoso de la banda de Grohl, y algo de eso hay. Decididamente, es un álbum para afuera que se permite arreglos y/o formas rítmicas que hubieran sido intolerables para el grunge –para hacer una contraposición estridente, Foo Fighters saltó de ese subgénero muy rápidamente–. Entonces, “Making a Fire” atrapa con un riff que no para de empujar y coros góspel –cortesía de la hija adolescente de Grohl–, “Shame Shame” casi parece recordar al Bowie de “Fame”, “Waiting on a War” ofrece una balada acústica de ocasión, “Medicine at Midnight” quizás sea el tema más pop y movedizo, “No Son of Mine” propone a un Metallica para toda la familia y “Love Dies Young” coquetea entre las guitarras y los arreglos bailables. Todo con una producción exacta que suena en presente sin desdibujar la naturaleza del grupo. El décimo disco de Foo Fighters, entonces, ofrece 37 minutos con algún paso en falso, pero en el que triunfan la energía, las buenas melodías, algunos arreglos osados y la efectividad de siempre. Nada para despreciar hoy en día. Por otro lado, quizás hace más visible que nunca que Foo Fighters funciona como un refugio en el rock mainstream y, al mismo tiempo, una receta a la medida de fanes que le dedican a la música el tiempo libre entre los problemas de sus hijos, las prepagas, el mecánico y la humedad en las paredes.


Lana del Rey

Chemtrails Over The Country Club 

Bañada en ese halo de anacronía primorosa, Lana Del Rey abrió y cerró el segundo año de pandemia con dos álbumes distintos, y desde luego hermanados en sus obesiones y el poder dramático con el que fascina. En Chemtrails over the country club, el primero, hay algo más de desenfreno. En Blue banisters el tempo se ralenta y la introspección se profundiza, pero en los dos, siempre, laten el amor y el deseo, inevitablemente acechados por el desencuentro y el fracaso. Con su voz profunda y performática (nadie podría negar que Lana es sobre todo una actriz), ahí están las etéreas baladas al piano, los ecos misteriosos y su manera única de entender el folk, el country y un poprock extrañado que a veces es ligero, otras, inquietante. Hay vientos, arreglos sutiles y una producción impecable. Sólo por su variedad, Chemtrails… sería la primera elección del legado de la cantante en este 2021.         


Arlo Parks

Collapsed In Submeams

Arlo Parks es cantautora, poeta, inglesa de ascendencia africana y la novedad de este año. La juventud es uno de sus divinos tesoros; los otros, una voz suave que deja fluir con naturalidad sobre unas bases que abrevan en el soul, el funk y el rhythm’n’blues, esos géneros que calaron tan hondo en la cultura musical británica. Las letras sutiles y emotivas pintan todos los claroscuros que implica tener 20 años a esta hora del mundo. Collapsed In Sunbeams arranca con un recitado (“todos estamos aprendiendo a hacer las paces con nuestras propias distorsiones/ no deberías tener miedo de llorar frente a mí”), y de los temas que siguen, uno de los más bellos (y promocionados) es “Black Dog”, una canción de amor y rescate para una amiga sumida en la oscuridad de su cuarto. El primer disco de Arlo Parks arranca así, angelado por una sensibilidad conmovedora y la buena suerte. La promesa está hecha.


Iron Maiden

Senjutsu

La revolución permanente es una utopía difícil de alcanzar, incluso en el plano artístico. Existen artistas más curiosos, sí, más dispuestos a tomar riesgos o buscar contrastes notorios. Pero tampoco garantizan hallazgos estéticos, e incluso, esos supuestos cambios drásticos muchas veces ofrecen nuevos sonidos y pocos o nulos cambios estructurales. Iron Maiden suele ser acusado de innovar poco disco a disco. Se trata de una apreciación con puntos de contacto con la realidad y –a la vez– algo superficial. Steve Harris y compañía crearon un lenguaje único dentro del rock y el metal. Y lo fueron desarrollando y enriqueciendo a lo largo de los años hasta construir una obra inconfundible. Dicho todo esto, puede decirse que Senjutsu expresa una continuidad lógica en relación con los discos de la Doncella de Hierro de la etapa que inauguró Brave New World y consolidó al grupo como sexteto. Pero con algunas diferencias no menores. Mientras el universo streaming sigue instalando los simples como la nueva gramática de edición musical, Maiden se despacha con un álbum doble, con tres temas que incluso superan los diez minutos. Así las cosas, Senjutsu oficia como un disco de Maiden hecho y derecho, que encuentra matices acústicos, más teclados –a cargo de Harris–, mayores desarrollos progresivos, un trabajo más profundo entre las tres guitarras y tonos por momentos melancólicos y oscuros entre las mil y una cabalgatas. Bruce Dickinson, por su parte, sigue desafiando al almanaque con su voz y tejiendo relatos de guerras, historia y ciencia ficción. En ese marco es donde se destacan las extensas, poderosas y repletas de matices “Death of the Celts”, “The Parchment” y “Hell on Earth”, pero también las más concisas “Days of Future Past” y “Darkest Hour”. Senjutsu es otro disco poderoso y repleto de detalles de Iron Maiden que despliega la contundencia de la convicción, sin importar modas o tendencias.

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