Con la originalidad que lo distingue, en un tiempo en el que la materialidad parece marcar el paso de cada decisión inmediata y mediata que se toma, Luis Machín decidió en base al deseo. “A veces estoy más impedido por una cuestión económica y eso es innegable: tengo que pagar las cuentas -dice sobre este regreso de La última sesión de Freud, que protagoniza junto a Javier Lorenzo-. Pero no fue este el caso, aquí las temperaturas están más vinculadas al deseo.” Esta versión (“cada función es distinta en teatro, eso es parte de su vitalidad”, recuerda), no sólo difiere de aquella que hizo en 2012 con Jorge Suárez, sino que también es distinta en los roles: ahora Machín es Freud, papel que ocupaba Suárez hace una década.
“Fue un regreso muy masticado -cuenta el actor con lista de participaciones interminable, y siempre garantía de calidad en teatro, cine o televisión-. Tratamos de encontrar la mejor forma con Suárez, que es muy amigo, pero tal vez porque para él la obra se agotó o por otras circunstancias, no estaba para seguir. Pero decidimos repetir el mismo encuadre, los mismos operadores de luces, el mismo iluminador, la misma diseñadora de vestuario y de hecho tenemos los mismos trajes que usamos en aquella versión con Suárez. También tiene la adaptación de Daniel Veronese, y seguramente quien vuelva a ver la obra una década después va a rememorar cosas, pero verá otra obra y hará asociaciones distintas”.
Y también será distinta, y acaso, sobre todo, porque tanto el mismo Machín como el tiempo en el que se muestra la obra son distintos. “A medida que pasan los años uno va cambiando en los puntos de vista, reflexiona de otra manera; en lo personal sentís que te vas poniendo más grande y que la evidencia del final se acentúa. Cuando uno es más joven -hablo de generalidades-, no tenés tan presente que tu vida se va a apagar en algún momento: estás más heroico, más fuerte. Empezás a mirar a alrededor, te vas dando cuenta de que eso rápidamente se desintegra -ríe- y que nosotros también nos vamos a desintegrar. Por eso, tal vez el querer aferrarse más a lo que uno conoce te lleva a escuchar los textos y vivirlos desde otro lugar”. Algo que no incluye sólo las obras que protagoniza ni las acciones propias que emprende, sino que también abarca la visión del arte, que ejemplifica con la que, sin manifestarlo abiertamente, acaso sea su obra cinematográfica favorita: “Uno mira El padrino a través de la vida y no es la misma. Yo la vi por primera vez cuando era muy jovencito, la volví a ver a los veintitantos, en los treinta y tantos y hace poco en pandemia, y siempre tuvo cosas diferentes”.
Así, este Freud que se encuentra con Lewis, un ferviente creyente de que el destino de la humanidad está establecido por Dios, justo el día que Inglaterra le declara la guerra a Alemania porque unos días antes Alemania había invadido Polonia, no es el mismo Freud de hace diez años. Y tampoco el que la cultura ha establecido en el imaginario. “Freud le dice a Lewis que ‘ese pequeño monaguillo que va a misa todos los domingos -refiriéndose a Hitler- estaría de acuerdo con usted, pero yo no puedo’, en relación a todo lo que era el conocimiento de la ciencia y de una dictadura de la razón. Pero ya él creía que la fe en algo, la religión también, funcionaba como un amparo ante la guerra”.
Ese Freud, a su manera también está a contramano de los tiempos en cuanto a la relación que en la actualidad se establece con el dolor físico. “Es un Freud que hacía 16 años que sufría de cáncer. Y es algo que en la obra está muy presente. Porque habría sido un factor determinante haberse sometido a algún tratamiento para que se atempere el dolor, aunque sí decide someterse a operaciones: tuvo 33 operaciones en total -con lo que significarían las cirugías en los años 30-, y en el momento que transcurre la obra tenía una reconstrucción del maxilar superior y del paladar y su forma de hablar estaba muy modificada. A pesar de eso, sólo toma aspirinas contra el dolor, más allá de que en algún momento había acudido a la cocaína, que la dejó cuando vio que era nocivo. Pero no quería otro tratamiento porque decía que quería seguir pensando y escribiendo, y para eso necesitaba estar lúcido. Hasta que arregla con su doctor para darse muerte.”
“La sensación que tuve hace diez años es que nos quedábamos cortos haciendo la obra un año y dos meses”, comenta casi aleatoriamente sin estar buscando más explicaciones a este regreso, que seguirá hasta abril y luego tendrá un parate, porque Machín hará Rey Lear con dirección de Ricardo Bartís en el Cervantes. “Sentí que quedaba todavía mucha gente que quería verla. Incluso ahora la vuelve a ver mucha gente que ya la vio hace años. Y estimo que ese volver a verla es también una necesidad del público. Nuestro país y nuestra ciudad en particular son muy proclives al psicoanálisis, tenemos una gran cantidad de psicoanalistas y de psicoanalizados. Y es una temática muy convocante, que produce mucha curiosidad: que en una de sus últimas sesiones -está documentada, aunque el autor no especifica con quién es-, Freud intenta llevar a alguien que sostiene que Dios es quien comanda todos los actos de los seres humanos a lo contrario, y él, en su omnipotencia, se erige como el Dios laico”. Sin dudas ese cruce tiene mucho para decirnos sobre los días que corren.
La última sesión de Freud
Una obra de de Mark St. Germain. Con Luis Machín y Javie Lorenzo, y dirección de Daniel Veronese. Funciones; viernes 3 y sábado 4 de febrero a la 20; domingo 5 de febrero a las 19. Desde el 6 de febrero, funciones los jueves a las 20, viernes a las 22; sábados a las 20 y domingos a las 19. En Teatro Picadero, Pasaje Enrique S. Discépolo 1857.