«Llegando los monos»: el legado incandescente de Sumo no tiene fecha de vencimiento

Por: Ignacio Del Pizzo

Hace 35 años la banda liderada por Luca Prodan lanzó una de las grandes obras del rock local. El sexteto aplastaba toda etiqueta con una frescura y audacia sorprendente.

Sumo es -así, en un presente que nunca termina- una de las bandas más particulares de la historia de nuestro país. Si bien es considerada una de las máximas exponentes del rock argentino, dicho lugar común resulta insuficiente por dos razones: la primera, porque la nomenclatura “rock” no alcanza para describir la cantidad de géneros musicales que revisitó, abarcando un arco conceptual tan amplio que incluyó desde el post punk hasta el reggae. El segundo motivo, por su parte, es aún más rotundo: Sumo es mucho más que un grupo de música. La bohemia local no sería lo mismo sin ellos; tampoco el teatro, el arte callejero, la producción de performances y la lista sigue. En fin, la década del ’80 habría sido distinta sin Sumo: mucho, pero mucho peor.

El 22 de mayo de 1986 Sumo publicó Llegando los monos, que se ubica justo en la mitad de su producción discográfica: antes, la agrupación había lanzado el demo Corpiños en la madrugada (1983) y el considerado disco debut Divididos por la felicidad (1985); después, su tercer y último álbum, After chabón (1987), y el póstumo Fiebre (1989) tras la disolución del grupo a causa de la muerte del cantante Luca Prodan. En Llegando los monos, al frontman italiano lo secundaron Roberto Pettinato (saxo), Ricardo Mollo (guitarra), Diego Arnedo (bajo), Germán Daffunchio (guitarra) y Alberto Troglio (batería, incluso Alejandro Sokol fue de la partida, tocando dicho instrumento en la canción “Heroína”).

El disco cuenta con doce canciones distribuidas en menos de 43 minutos y se constituye como una obra clave de la música argentina, cuya popularidad creció con el paso del tiempo. La placa abre con el tema homónimo, una pieza lisérgica de poco más de medio minuto en la que Luca exhala al micrófono sobre una base de silbidos, cuerdas estiradas y pulsos electrónicos, que son interrumpidos por un chasquido de palillos y una secuencia de golpes al redoblante inconfundible: “El ojo blindado” irrumpe sin pedir permiso e inaugura la catarata de clásicos del larga duración, en la que una pregunta nos retumba sin cesar como si de luces calientes que atraviesan la mente se tratase: “¿Y dónde estás vos" layout="responsive" width="1" height="1">

El quinto track, por su parte, se titula “Nextweek” y es el responsable de que no podamos tomar una inocente chocolatada sin pensar en el saxo desenfrenado de Pettinato y las frenéticas guitarras de Mollo y Daffunchio. Luego es el turno de “Cinco magníficos”, una extraña pieza electrónica noise; “Rollando”, un reggae hecho y derecho que hasta se refiere a “Babylon” y al “survival time”; y “Los viejos vinagres”, el mayor hit del álbum, que constituye una de las clásicas diatribas del grupo contra ese enemigo tan generalizado pero que pocas veces fue atacado con tanta altura: el caretaje. La novena pieza es la hermosa “No good”, un dub atrapante.

“Heroína” es un tema tan desolador como el vínculo que Luca tenía con ella: se hizo adicto en Europa, donde su hermana se suicidó bajo los efectos de dicha sustancia, y en Argentina se “refugió” en el alcohol para mitigar la dependencia: imposible que un cuerpo -y, especialmente, un alma- aguante. Y si de dolor se trata, la siguiente canción es un pedido tan directo como paradójicamente irónico: “Que me pisen”. La placa cierra con “Llegando los monos (reprise)”, una continuación del primer y extraño tema.

Llegando los monos fue, es y será, en suma, la prueba fehaciente de que para producir una genialidad artística no sólo hay que evitar las reglas: principalmente, hay que saber esquivar cualquier tipo de etiqueta.

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