Existen varios refranes que remiten a una suerte de correspondencia ineludible, que suelen enunciarse desde lo problemático o la carencia: si a cada chancho le llega su San Martín, es por un castigo; si siempre hay un roto para un descosido, es debido a una supuesta imposibilidad de tener aspiraciones. Habría que inventar otro, más similar a cada maestro con su librito: a cada ricotero, su disco redondo. Y vaya que a La mosca y la sopa, lanzado el 27 de septiembre de 1991, le sobran méritos para ser la piedra fundamental de la colección de discos de cualquier fanático en particular y argentino en general, ya que constituye la banda de sonido de una generación.
Se trata de la quinta placa de la banda liderada por Carlos “Indio” Solari en voz y Eduardo “Skay” Beilinson en guitarra, acompañados en esta oportunidad por Daniel “Semilla” Bucciarelli en bajo, Sergio Dawi en saxo y Walter Sidotti en batería. Y la primera tras la muerte de Walter Bulacio, ocurrida luego de su privación ilegal de la libertad perpetrada por agentes de la Policía Federal al mando del comisario Miguel Ángel Espósito, durante la cual fue golpeado y recibió una tardía atención médica –Bulacio había sido detenido en la previa de un show de la banda en Obras–.
Con La mosca y la sopa Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota inauguraron la década de los ’90, que musicalizaron con los dos volúmenes de Lobo suelto, cordero atado (1993), Luzbelito (1996), Último bondi a Finisterre (1998) y Momo sampler (2000), hasta que ambos finales -del decenio y del grupo- prácticamente coincidieron. A partir de allí, el mito no hizo más que crecer y el disco que hoy cumple treinta años tuvo mucho que ver con dicho fenómeno.
El álbum dura casi 49 minutos y consta de diez canciones imbatibles: la primera, la frenética “Toxi – Taxi”, es una de las tantas manifestaciones de creación de sentido a partir de juegos de palabras del Indio, a caballo de una de las más memorables ejecuciones de los vientos de Dawi. El tempo del larga duración se rebaja con “Fusilados por la Cruz Roja”, pero no así la poética lírica y la cuidada instrumentación. Luego es el turno de la clase de rock-canción a cargo de las seis cuerdas de Skay “Un poco de amor francés”, que transformó en tatuajes, banderas y grafitis la máxima “el lujo es vulgaridad”, una frase… ¿del Indio? ¿De Adolfo Bioy Casares? ¿De Jorge Luis Borges? En fin: de cada tatuaje, de cada bandera, de cada grafiti. Y, si de rocanrol se trata, la placa garantiza continuidad de calidad con “Mi perro dinamita”.
La aparente algarabía bailable cae en la oscuridad del “Blues de la artillería”, cuyo estribillo se inscribe como uno de los fundamentales del rock nacional, pero el ritmo escampa pronto con “Tarea fina” y “El pibe de los astilleros” y nos obliga a preguntarnos: ¿cuántos clásicos entran en un clásico? El CD cierra con “Nueva Roma” -otra invitación al movimiento-, “Salando las heridas” -la pieza más extensa de la partida- y “Queso ruso” -soundtrack de cualquier manifestación popular que se precie de tal-.
La mosca y la sopa puede ser considerado como uno de los discos más accesibles de Patricio Rey: canciones con estructuras clásicas, ritmos movedizos -y hasta alegres- y versos memorables. Puede compartir esa nomenclatura, es cierto, con el icónico Oktubre (1986) y con el también colmado de hits Un Baión para el ojo idiota (1988). Uno de los incontables méritos de la banda más masiva de la historia de Latinoamérica es, justamente, ese: su popularidad arrolladora y la calidad excelsa de sus producciones, derribando el histórico discurso conservador que reza que cuanta más pregnancia en el campo popular tenga una expresión del campo de la cultura, menor será su valor estético. Por eso, tres décadas después, sigue siendo urgente fijarnos de qué lado de la mecha nos encontramos.