La nueva serie del creador de la mítica "Queer as folk" propone una rica reflexión sobre aquella otra pandemia que marcó a una generación y diezmó millones de vidas.
En su momento Queer as Folk revolucionó la forma de mostrar explícitamente el sexo en la pantalla chica entre gays y lesbianas. La serie marcó un hito al exhibir el goce de los cuerpos desnudos por el placer mismo, sin noción de pecado, culpa o patología. Merced al cóctel de antirretrovirales, el VIH ya no era necesariamente un problema mortal y por ello, el tema del sida apenas era tratado a través de un par de personajes secundarios que afrontaban la infección como una enfermedad crónica. El resto, preservativos mediante, podía dar rienda suelta al hedonismo y la lujuria desenfrenada. Sin embargo, había quedado como materia pendiente la oscuridad, los escombros y las luchas sobre los que se habían levantado estos idílicos y fantásticos aires de libertad sexual. Sin dudas, It’s a Sin, salda esa deuda.
La serie –producida por HBO, pero que por ahora en la Argentina solo se puede ver por Internet– comienza cuando cinco jóvenes gays viajan a Londres desde diferentes lugares de Gran Bretaña para iniciar una nueva vida. Los tres personajes más importantes son el concupiscente Ritchie (Ollie Alexander), que deja su hogar de padres alternativamente amorosos y homofóbicos en la Isla de Wigth para estudiar en la universidad y convertirse en actor; el nigeriano Roscoe (Omari Douglas), que se rebela travistiéndose frente a su familia profundamente religiosa que amenazaba con curar su homosexualidad deportándolo a Nigeria; y el discreto pero no menos proclive a los placeres eróticos Colin (Calum Scott), aprendiz de venta que emigra de los valles galeses. A ellos se suma la única chica del grupo –que parece carecer de sexualidad– Jill Baxter (Lydia West), aspirante a actriz, Grory “Gloria” Fitch (David Carlyle) y la bomba sexual india Ash (Nathaniel Curtis), dulce y eterno enamorado de Ritchie.
El viaje a Londres terminará siendo un viaje al interior de sí mismos en busca de la propia esencia y constituirá las huidas propias de las diversidades sexuales para escapar del insulto pueblerino y encontrar en la gran ciudad el anonimato y la comunidad de amigos que les permita vivir sus amores que tan bien supo describir Didier Eribon en Reflexiones sobre la cuestión gay.
La historia comienza en 1981 y del otro lado del mundo aparecen las primeras noticias sobre un virus extraño y mortal que afecta a la comunidad gay y que, si en principio, como en el poema adjudicado a Brecht, parece preocupar únicamente a los Estados Unidos, más pronto que tarde golpeará las puertas de los alegres residentes del “Palacio Rosa” de la capital del Reino Unido.
Con evidentes guiños y paralelos a las incredulidades sobre la actual pandemia, en una escena muy bien lograda, Ritchie hace un recorrido burlón de los mitos y verdades, que en su momento hacían aparecer al sida como una tenebrosa dolencia de ciencia ficción o un retorcido invento de las mentes más conservadoras. Susan Sontag las sintetizó en su ensayo «El sida y sus metáforas»; como la lepra en la Edad Media o la sífilis decimonónica, el sida era una de esas enfermedades tipo que producían discursos morales, policiales y médicos que culpabilizaban a los enfermos por los excesos y los pecados. Fue llamada “peste rosa”, “cáncer gay” o la “enfermedad de las cuatro haches”: homosexuales, hemofílicos, heroinómanos y haitianos. En los discursos más delirantes, la pandemia era culpa del turismo sexual gay estadounidense con los negros centroamericanos, de la zoofilia con monos o de los excesos del antológico paciente cero, un auxiliar de vuelo de Air Canadá con aires de actor porno de los setenta que reconoció haber tenido relaciones sexuales con más de un millar de hombres.
Pero mientras Ritchie se ríe, un tierno matrimonio allegado a Colin perece por una ominoso cáncer, el virus se propaga y empieza a hacer estragos entre sus amigos, el ambiente se empieza a enrarecer y se superponen las escenas de la fiesta de la carne y el libertinaje sexual –de los que Ritchie es principal exponente y que Davies retrata con su acostumbrada alegría– con los lúgubres escenarios de habitaciones aisladas de hospitales, muertes solitarias y cuerpos que se amontonan en bolsas de plástico que nadie osa siquiera tocar. Y Ritchie pasa de las carcajadas al pánico.
Más allá de reprochables ausencias de personajes trans y travestis, de algunos golpes bajos –una efectista tragedia al final de cada capítulo– y de que, en ocasiones, parece querer abarcar demasiado, Davies logra un conmovedor y risueño retrato de época -acompañado con una magnífica banda de sonido- que permite a su vez reflexionar sobre el presente. «
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