Sus programas "El otro lado" y "El visitante" plasmaron una inédita pintura de los ‘90 y se convirtieron en ciclos de culto. A 25 años de su muerte, una semblanza de un periodista único que se fue demasiado joven y seguimos extrañando.
Poco antes, me había llegado un casete con la voz del “Gitano”, un pistolero amigo que languidecía en la cárcel de Lisandro Olmos. El tipo quería escaparse y, dadas ciertas deudas penales que mantenía en varias ciudades del interior, cifraba todas sus esperanzas en un traslado. Pero como tales causas se encontraban cajoneadas, pensó que una buena campaña periodística podría aligerar las cosas.
Aún recuerdo el remate de esa grabación: “Hermano, hay tanta plata en la calle, que pide a gritos que alguien se la lleve. Y yo acá”. Semejante frase bastó para convertirme –digamos– en su jefe de prensa. De modo que le comenté el asunto a “Polito” –tal como lo llamábamos a Fabián Polosecki–, quien no solo exhibió su buena predisposición al respecto sino que, además, tuvo el gesto de postergar un tema que ya teníamos listo para el primer programa sin otra razón que el apuro del Gitano en irse de su forzado domicilio. Así, en medio de esa gesta –nunca mejor dicho– “libertaria” ocurrió nuestro debut televisivo.
Conocí a Polito en 1988, puesto que ambos integrábamos la redacción de Nuevo Sur, el diario que dirigía Eduardo Luis Duhalde. Las noches solían reunirnos en los bares de la avenida Corrientes con amigos en común; entre otros: Rubén Viñoles, Nacho Garassino, Claudio Beiza, Daniel Lazlo, Horacio Alcántara y Javier Diment. Con ellos, a partir de 1993, formé parte del equipo inicial de «El otro lado».
Fue notable que la idea del proyecto fuera de Gerardo Sofovich, a cargo de la ATC del menemismo. Y que ninguno de nosotros haya pisado hasta entonces un canal de televisión. Veníamos del periodismo gráfico (Polito y yo) y de alguna escuela de cine (el resto de los nombrados).
En resumen, éramos como un grupo de chicos embarcados en un juego. Una suerte de banda rockera, cuyos managers eran los productores ejecutivos José D’Amato e Iris Benjamín. Luego se sumaron Irene Bais, Agustín Salem, Pablo Reyero y un muchacho apellidado Birmajer.
Nuestra primera oficina fue el departamento de Polito, cerca de Corrientes y Scalabrini Ortiz. Empezamos a trabajar durante un febrero extremadamente caluroso; estábamos en malla y no nos queríamos mover de allí. En tales circunstancias fue trazada, entre otras cuestiones, la estética del programa, muy influenciada por nuestra fascinación hacia la novela negra y el comic. De hecho los pliegos de historieta dibujados por Pablo Páez, que servían para separar cada bloque, fueron un hallazgo.
Con posterioridad, ATC nos cedió una oficina, pero compartida con la producción de «Claves para un mundo mejor», el ciclo de monseñor Quarracino. En aquel lugar, entre hostias y sustancias prohibidas, fue concebido nuestro debut: el capítulo “De ladrones y policías”. Atesoro vivos recuerdos de su realización.
El “Cura” Pérez fue uno de nuestros primeros entrevistados. Claro que Juan Carlos –tales eran sus nombres de pila– no era (ni fue) sacerdote, sino un asaltante que una vez cometió un atraco disfrazado con una sotana, y le quedó el mote. Su participación en «El otro lado» fue grabada en el bar El Británico, de San Telmo, quince días después de salir en libertad.
Todo parecía indicar que ya había retomado su oficio. Tal vez por ello no quiso aparecer en televisión a cara descubierta. Entonces, Irene tuvo que adquirir a las apuradas una barba postiza que nos costó cien pesos-dólares. Pero era una barba de lo más bizarra. Con ella, el Cura parecía un villano del cine mudo. Aún así, a él le gustaba en demasía. De manera que, al concluir la entrevista, tras saludarnos a todos con un apretón de manos, detuvo un taxi y partió ¡con la barba!
Fue la última vez que lo tuve ante mis ojos. Juan Carlos Pérez murió en diciembre de 1995, durante un enfrentamiento con la policía, luego del asalto a una ferretería de Boedo.
Pero volvamos a ese primer programa, en cuya realización ocurrió otro episodio digno de mencionar. El capítulo incluía la dramatización del robo de un pasacasete, grabado de un modo muy realista. A tal efecto, yo supe apalabrar a dos barrabravas de River para que hicieran de chorros, y el vehículo damnificado, un viejo Fiat 1600, era del asistente. La Plaza Dorrego fue locación elegida. Sin embargo, a la hora señalada, los barrabravas pegaron el faltazo. Por lo que, siempre a las apuradas, conseguimos dos pibes del barrio que daban el physique du rol. Y comenzamos a grabar desde el balcón del primer piso de un bar, para así tener una visión panorámica de la escena.
Es ahí cuando sucede algo no previsto: un policía de civil que caminaba en la plaza vio a los pibes y gritó la voz de alto, llevándose una mano a la sobaquera. Con Polito bajamos por la escalera a una velocidad desaforada y, cuando el policía ya estaba por gatillar, lo frenamos. Tras oír nuestra explicación, únicamente dijo: “Tendrían que haber avisado en la comisaría”. Al final, comenzó a colaborar con nosotros. Su aporte consistió en cronometrar la escena, grabada varias veces, con el amable objetivo de que el falso hurto tuviera la duración adecuada como para resultar verosímil.
Ese capítulo también ofrece una escena con Enrique Sdrech; exhibe a un policía bonaerense –el comisario Medinilla– que desprecia a los buchones y muestra un arrebatador enmascarado –el “Cortito”– que promete abandonar la profesión, mientras con una mano corta el aire y captura a una mosca en un instante sublime.
Pero si hubo un testimonio fuera de lo común, donde se sintió palpitar el corazón del entrevistado, esa fue la palabra del Gitano. “De policías y ladrones” fue emitido el lunes 5 de abril a las 23.
«El otro lado» tuvo una segunda temporada en 1994. Y al año siguiente, con leves variaciones, Polo –así como fue acortado su apodo para la TV– condujo «El visitante», siempre por el canal estatal.
Tiempo después supe que, pese a que nuestra maniobra con el Gitano había resultado exitosa, éste no pudo huir y terminó en un penal mendocino. Pero Polito no llegó a enterarse.
Por alguna razón que aún sigue doliendo, Fabián Polosecki, a los 32 años, se quitó la vida el 3 de diciembre de 1996. Lo cierto es que, a 25 años de aquel maldito momento, perdura su obra: una saga de relatos cuyo carácter extraordinario está cifrada en la asombrosa cotidianeidad de sus personajes o, mejor dicho, en sus pliegues más profundos y secretos.
De su mano, una heterogénea legión de ladrones, putas, sepultureros y tahúres, entre otros invisibles de la vida, tomaron la pantalla chica por asalto. El mérito de aquel pibe que aún no había cumplido 30 años fue haber dado el gran paso en el campo de las narrativas urbanas por televisión. Un paso revolucionario. Un paso único e irrepetible, pese a los patéticos intentos de sus imitadores por apropiar ese “formato”. En esto último hay un motivo de peso: su gigantesca contribución al discurso de la imagen no fue precisamente el “formato” sino la magia de un legado artístico que resuena hasta nuestros días.
Para mí es un honor haber sido su amigo.
Fabián Polosecki (31 de julio de 1964 – 3 de diciembre de 1996).
(*) Agencia Télam
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Pertenezco a esa época que en ATC me podía encontrar frente a programas diversos, movilizadores, inteligentes. El otro lado era uno de mis favoritos. Su última decisión me conmovió y me sigue conmoviendo.
Inolvidable el capítulo sobre el rock en la primera temporada, con los inmensos Jorge Pinchevsky y Alejandro Medina...!!!!