Fue un cornetista y pianista de un sonido único e inconfundible. Podía tocar temas de Duke Ellington, Ornette Coleman o Thelonious Monk con la misma certeza. Sus composiciones retomaban las tradiciones más audaces del jazz, pero siempre en búsqueda de horizontes propios. Su inesperada muerte todavía produce dolor y tristeza.
Ya pasaron un par de semanas desde que se nos fue Enrique, y lo hizo dejándonos con esta hueca sensación de orfandad que, estoy seguro, nos acompaña a muchos.
Pero ¿cómo escribir sobre Enrique? Me lo pregunté infinitas veces a lo largo de estos días. ¿Desde dónde? ¿Solo desde el tiempo y la amistad compartida? Creo que sería poco, sería injusto.
Tampoco siento que deba escribir una biografía y llenar de datos que poco agregan, tal vez solo algunos que nos ayuden a situarnos.
Es que Enrique tocó sensiblemente a tantos a lo largo de su vida, inspiró a tantos, que siento torpe limitar esto que escribo solo a vivencias personales.
Compartimos años de amistad y música, es cierto, pero me resisto a reducir estas líneas a simples y pequeñas anécdotas, a recuerdos, algo así como unas pocas fotografías.
De cualquier manera sé que describir a Enrique y su arte no será fácil, pero también sé que intentar explicarlo me hubiese sido imposible, confieso que lo pensé.
Es que Enrique es inexplicable.
Porque ¿cómo se explica a alguien que no se ajusta a ningún parámetro de lo socialmente esperado e impuesto por tantos años de conductas mediocres devenidas en normas culturales?
Tal vez la respuesta sea sencillamente que a un artista no se lo explica.
Para Enrique la vida era arte.
Pertenecía a ese selecto grupo de artistas invisibilizados.
Cabe decir que desde hace algunos años la música se mira, no se escucha. Lo conceptual fue perdiendo valor y lo inmediato ha ganado terreno. Lo emocional, lo espiritual, lamentablemente quedó relegado ante la simple demostración técnica.
Hoy, una presentación en algún lugar depende más de la cantidad de seguidores en las redes que se tenga que de la calidad artística, el concepto o la propuesta estética.
Enrique no estaba en las redes.
Nació en Río Cuarto, provincia de córdoba un 17 de febrero de 1957. Pasó la adolescencia en la oscura época de la dictadura cívico militar.
En los años 80 se instala definitivamente en Buenos Aires.
Hijo de padres músicos, su madre, Blanca Delia Zupan, pianista y maestra rural, con quien iniciaría sus estudios en ese instrumento y su padre, Héctor Enrique Norris, violinista.
Tenía un sonido único, oscuro, pastoso tanto en la corneta como en la trompeta o el flugelhorn, instrumentos en donde se lo escuchaba la mayoría de las veces con generosa maestría. Podía tocar a Duke Ellington, a Ornette Coleman, o a Thelonious Monk con la misma certeza.
Su capacidad como líder es reconocida por cada uno de los músicos que formó parte de sus grupos. Hora me vienen a la memoria Kuntu Ngoma, El Surubí Mareado y Trío M.E.S, pero sé que son solo unos pocos de los tantos que reunió.
Olvidar su faceta de educador sería un error. Fue maestro de muchos músicos en actividad. Formó parte de distintas escuelas, siendo su última participación como docente la de la carrera de jazz del Conservatorio Superior Manuel de Falla. Enrique marcó a muchos.
Fue un verdadero músico de Jazz, siempre tomando riesgos, transitando los límites, cruzándolos una y otra vez. Sin lugar a duda el músico más admirado por todos nosotros.
Su producción musical fue vasta. La mayoría hecha de forma realmente independiente, se podría decir que absolutamente artesanal. Realizaba, además, los dibujos para las portadas de sus discos y sus notas al pie.
Sus composiciones son tan bellas como inesperadas. Su forma de titularlas era tan improbable como él mismo.
Enrique nos invitaba no solo a escuchar emocionalmente, sino a iniciar un viaje introspectivo, espiritual, algo difícil en estos tiempos de urgencias.
Su personalidad, algo ermitaña, tal vez justificaba esa hosca gentileza a la que nos tenía acostumbrados, al menos en confianza.
Solitario la mayoría de las veces, hacía de la consideración un culto.
Hubo tanto amor en él, tanta generosidad, tanto compromiso, tanta coherencia, que nos llevará mucho tiempo comprender su verdadera estatura.
Es cierto que Enrique, como comúnmente se dice, perdurará en su obra, que, además, como ya dije, es realmente profusa. Pero también es cierto que disfrutó del carácter subterráneo de la misma. Creo que estará en aquellos que se interesen seriamente en ella animarse a investigar para mantenerla viva y difundirla. Los que compartimos con él también haremos nuestra parte.
En la nota al pie de su disco Cacerola del turbulento año 2001 se expresaba de esta manera:
“Debo decir que el nombre del Trío ‘Cacerola’ surgió unos cuantos meses antes de los terribles y sangrientos sucesos de diciembre de 2001 en la Argentina, cuando fue sonido de protesta contra las injusticias. Pero ‘cacerola’ es una palabra que me gusta porque simboliza un lugar donde se mezclan, funden, cocinan, transmutan elementos de diverso origen (en este caso musicales), sin verse en la necesidad de prejuzgar ni etiquetar.
‘Etiquetar’ es el problema de nuestro mundo en este momento cósmico, porque el rótulo se ha vuelto más importante que el contenido”.
Ese era Enrique, un músico sin etiquetas, un músico inexplicable.
Ahora sé que compartir su mundo, aunque más no haya sido por un instante, fue un privilegio para muchos de nosotros.
En lo personal solo diré que perdí a un entrañable amigo, a un hermano del alma por quien sentiré siempre una profunda admiración.
El viernes 23 de septiembre de 2022 decidió irse.
Creo, estoy seguro, que se fue el mejor de nuestra generación, el mejor de todos nosotros.
Se fue nuestro querido Enrique.
Afuera sigue haciendo frío. Miro por la ventana. Apenas amanece.
–Enrique Norris (17 de febrero de 1957 – 23 de septiembre de 2022).
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