La tercera temporada de la serie policial recobra los bríos y la audacia de la primera y saltea las pretensiones fallidas de la segunda. El ganador del Oscar Mahershala Ali es el motor de la historia.
En ocho episodios –los dos primeros emitidos el domingo pasado en la Argentina por HBO, en simultáneo con Estados Unidos–, la historia de un crimen cometido en el corazón de la meseta de Ozark, que comparte los estados de Arkansas, Oklahoma, Missouri y en menor medida Kansas. Algo debe haber en esa región. Allí Netflix también ubicó una serie cuya historia es la búsqueda de una nueva oportunidad por parte de una familia de clase media alta, que busca hacerlo manteniendo las mismas trapisondas que la llevaron a la debacle. Acá, sin embargo, por estilo y tradición, se puede decir que habrá un Ozark distinto, con la mirada que distinguió a HBO desde sus orígenes (y que tal vez tuvo su punto álgido con Los Sopranos, de la que en estos días se cumplieron 20 años de su estreno).
Como dice el personaje de Carmen Ejogo (la maestra de secundario Amelia Reardon) en su clase, sobre un poema relevante de la literatura inglesa: «Su nombre es tiempo, pero no lo tienen que nombrar». Aquí el tiempo es incluso más protagonista que en la primera temporada. Y aparece de tres maneras: los días del crimen, referenciados por la muerte de Steve McQueen –7 de noviembre de 1980–; los de un presente ubicado en 2015, cuando el protagonista, Wayne Hays (impecable Mahershala Ali), participa en un documental sobre impactantes crímenes de la historia; y los de la revisión del crimen diez años después –en los 90, como sucedía en la primera temporada, cuando Matthew McConaughey y Woody Harrelson eran sometidos a molestos interrogatorios por parte de colegas– a partir de nuevas pistas sobre los hechos. En la primera etapa Hays tiene 34 años, en la segunda 69 y en la tercera 44. El tiempo de esos momentos que siempre se narra en presente, tiene a un Hays que nunca es el mismo, por más que por eso de la identificación de las personas y porque nuestros recursos de comprensión de las cosas son limitados, lo llamen siempre de la misma manera. Ninguno de esos Hays puede imaginarse cómo será el que vendrá: mirando al pasado encontrará muchas razones en su presente que explican quién fue aquel que le dicen que fue.
Como en aquella primera temporada, no hay pretensiones de «decir» algo en True Detective –como sí sucedió en la fallida segunda–. Hay, antes que nada, un deleite por la narración. Dejarse llevar por cómo van saliendo las palabras de los personajes, la forma de hablar de ese Medio Oeste, cómo surgen sus gestos, ante quién reaccionan, se violentan, se sienten atraídos, ofendidos, maravillados, perseguidos y/o sospechados. Como si la intención de decir atentara contra la posibilidad de que algo de índole artístico suceda. Es la mayor fascinación de los dos primeros capítulos. La misma que producen los grandes relatos, que llevan a poder mirar sin ofuscamiento aquello que tanto rechazo o negación nos produce.
Así que ahí está la clásica pareja de policías de los ’70 compuesta por un negro (Ali) y un blanco Roland West (Stephen Dorff), con todo lo que tiene de final de época; la pretensión de la «nueva escuela» surgida en los ’90, que desvaloriza las sapiencias de los más veteranos (igual que en la primera temporada); la intromisión de los medios de comunicación en los asuntos ya no privados, sino íntimos de los individuos. Nadie en su sano juicio podría haber tan sólo sospechado antes del asesinato de John Lennon una realidad como la de 2015, siquiera intuido un mundo sin Muro de Berlín (1990).
Si en 2014, cuando apareció, True Detective iba a contramano del resto de las series, en 2019, por lo visto hasta ahora, además lo hace a alta velocidad. «
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