Poco después del megaéxito de Luis Miguel, la serie, La casa de las flores renueva y multiplica el interés global por las producciones audiovisuales de ese país. Crónica de una familia muy normal.
Si Luis Miguel ahora es una estrella de Spotify, motiva fiestas temáticas y se promueve su música en celebraciones de aniversarios, La casa de las flores hizo estallar las redes de un interés por la tradición mexicana en general y el género de telenovela en particular. Y si sobre el final de Luis Miguel se empezó a sospechar una formidable operación de marketing para instalar entre los millennials a un artista del que ni siquiera tenían noticias, La casa de las flores resulta uno de esos fenómenos más asociado a la tradición televisiva mexicana: lo popular se mezcla con el negocio en una interacción que lejos de anular las intenciones de uno y otro, las potencia hacia lugares inesperados.
Veamos. La serie arranca con la fiesta de cumpleaños del hombre de la familia De la Mora, Ernesto (Arturo Ríos). Luego de que su mujer Virginia (Verónica Castro), le canta el Happy Birthday a la manera de Marilyn Monroe al presidente John Kennedy, uno de sus hijos encuentra un cadáver colgado en una sala de la mansión que habitan: se trata de Roberta, la amante de Ernesto. Comienza entonces una serie de revelaciones estructuradas según el esquema del culebrón: el amor comanda toda acción –dando resultado a conexiones insólitas entre los personajes (familiares o no)– y la clase social nunca es un problema, como mucho puede ser un obstáculo secundario. Sin embargo, el modo de relacionar situaciones y personajes no corresponde al drama, más bien es de comedia, incluso de sátira. Es que el amor ya ni siquiera es líquido: en el mejor de los casos es poli, en el común no está; sólo la excepción puede descubrir las delicias de la intimidad; cuando las opciones aumentan, el drama disminuye. Pocas series han sabido observar esta importante marca de época, incluso cuando elimina de manera intencionada cualquier relación a la clase social.
En ese sentido es una realización bastante más alejada de la idea de fórmula mágica que guía a Luis Miguel. Por eso puede meterse con gracia, sin culpa y con más profundidad que las clásicas series dramáticas, con el tendal de estropicios que ha producido en la sociedad la cultura patriarcal. Y lo hace a partir de una sola certeza: lo único claro en todo este lío de los géneros es que la mujer –lo femenino, para ser más preciso– es el lugar de resolución de todos los problemas, al mismo tiempo que el lugar a ser atacado mientras exista el patriarcado. No importa si se es gay, lesbiana, trans en sus diversos modos: lo que parece joderle a la sociedad patriarcal es el lugar femenino de la historia, lo ocupe quien lo ocupe. Al producirse las revelaciones que provocan el suicidio de una mujer, todos serán más o menos víctimas según la distancia a la que se ubiquen de las posiciones femeninas de las relaciones y la historia que se cuenta. Por eso hay gays, héteros y lesbianas que se alinean con los victimarios clásicos del patriarcado: los hombres.
En su liviandad pop, La casa de las flores resulta más efectiva, amable y sagaz que Luis Miguel en su seriedad rockera. Apunta a la empatía con los lugares que se ocupan (cualquiera en algún momento puede ser víctima) antes que con los nombres que se exhiben: porque los buenos de la historia son los que más allá de sus preferencias e ideas, aceptan al otro como viene, sin pedirle carnet de identidad, y mucho menos credenciales que acrediten pureza. «
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