La banda comandada por Glen Benton volvió a la Argentina para desplegar su sinfonía de la destrucción. Azotaron sin piedad las almas que desbordaron El Teatrito y dejaron claro que el death metal no se mancha.
“No me vengan con que el Papa es argento. Más de 100% de inflación, Milei posible presidente y me quieren cobrar 10 lucas una remera de Deicide, tengo que vender el alma al diablo para comprarla. Sin dudas, Dios nos odia a todos”, espeta Ramón, un melenudo obrero llegado desde el suburbio del suburbio de Avellaneda. Agrega que es un veterano del gremio. Vio a la banda de Glen Benton en su primera visita a la Argentina, allá lejos y hace tiempo en 1994, durante los años duros del menemato. “Fue un Obras épico, con Ratos de Porao y Cannibal Corpse en el Roadrunner Festival. Pasan los técnicos, pasan los jugadores, pero acá seguimos de pie, luchando por el metal”, se despide el metalúrgico algo canoso y se pierde en el fin de la noche.
En el comienzo del fin de la historia, los Deicide fueron engendrados en Tampa, Florida, la capital del death metal, subgénero heavy saturado de guitarras extremas, gruñidos guturales y satanismo part time que espantaba a tiempo completo a las ligas de familia en los años postreros del puritano Ronald Reagan.
Junto a Morbid Angel y Death, los muchachos forman parte de la santísima trinidad de esta sinfonía de la destrucción. Sus primeros discos son perlas negras: Deicide (1990), Legion (1992) y Once Upon The Cross (1995). Odas al Maléfico, sus letras son apologéticos himnos al dios de los cuernos. Deicide (diecidio) es una palabra que viene del latín, quiere decir matar a la divinidad. Blasfema Benton en “Bible Basher”: “¿Quién es tu Dios? / Apuñalá a tu religión hasta que se muera / Que se retuerzan tus entrañas con el toque de Satán”.
Allá por los noventa, el bajista declaró que cuando llegara a los 33 años iba a partir a peor vida. Al final fue puro marketing, o el diablo metió la cola: anda por los 55, ya grabó 12 discos con sus pupilos y sigue vivito y girando. Un milagro.
Los locales Dislepsia prenden el fuego sagrado del aquelarre. Hacen crecer las llamas los canadienses de Kataklysm, con sus riff a la velocidad de la luz y voces podridas que premia con cuernitos al aire la hinchada. El pogo está calentito al final del set de la banda natal de Montreal.
“Escucho Deicide desde que tengo 15 años. Hoy, con 25, se me cumple el sueño de verlos en vivo, espero que no sea una pesadilla”, se mata de risa Mayra, una profesora de computación venida desde Lanús que salta cerca del escenario. No muy lejos, birra en mano, Elías cuenta que hizo un rally desde Rosario para ver a los gringos endemoniados: “Soy albañil, junté hasta las monedas para pagar la entrada. No me pienso morir sin verlos”. Carlos es nacido y criado en Chaco. Se gana el mango en el subte: “Me escapé, es Deicide, papá, y el Día del Heavy Metal, estamos celebrando una Navidad en el infierno”.
A las 10 de la noche reina la oscuridad total en el boliche. De repente, se corre el telón y pinta un fresco dantesco, digno de las pinturas negras de Francisco Goya. Entonces, el gran cabrón de Benton escupe el hígado por la boca y comienza a recitar. Lo escoltan los jóvenes Mark English y Kevin Quirion, en las violas, y el veterano Steve Asheim, pulpo a cargo de los platillos y la ametralladora del doble bombo.
En el llano, la legión de desquiciados empezamos a sacudirnos duro y parejo. Una batalla cuerpo a cuerpo llena de tachas, mosh y revoleo de cabezas a un ritmo demencial. ¡Cuidado con ese grandote de la remera de Slayer que nos tira el acoplado encima! Igualmente, reina la camaradería, rasgo visceral del metal. Explotan “Satan Spawn, The Caco-Daemon”, “Dead But Dreaming”, “Repent to Die” y «Holly Deception”. Quedamos en llamas.
¿Quieren más? De una, ningún Vade retro Satanás. Con “Sacrificial Suicide” ardemos a lo bonzo. Es un viaje por el Hades impulsados por los cuatro barqueros del death metal. No hay vuelta atrás. El cierre es mortífero. Los alaridos en “Dead by Dawn” llegan hasta la Catedral de Buenos Aires y el eco alcanza el Vaticano. Ni los rezos de Francisco pueden exorcizar los demonios de Deicide.
“Buenas noches”, a secas termina la velada don Benton. Entonces, se cierra el telón y en los parlantes suena “Paranoid” de Back Sabbath como canción de cuna. Reinan las sonrisas entre los metaleros. Antes de dejar el antro, un pibe de remera de King Diamond nos saca del idilio: “Me cago en Dios, mañana hay que ir a laburar”.
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