Notas al pie (Planeta), la última novela de Alejandro Dolina, tiene una estructura compleja. Según se anuncia en la primera página, debajo del título, y se desarrolla luego, reúne los cuentos póstumos del escritor Vidal Morozov con notas de Franco De Robertis, quien fuera su discípulo y ayudante. Pero las notas a esos cuentos comienzan a crecer de manera inusitada, hasta constituir una novela. Además, Notas al pie empieza con el fragmento de un documental de niños, tiene un poema, incluye partes de la película filmada por un cineasta húngaro y hasta la notación en un pentagrama del fragmento de una melodía. En fin, Dolina juega con los géneros y arremete contra las convenciones de la novela del siglo XIX.
Quizá los periodistas deberíamos sublevarnos como De Robertis, levantarnos contra la tiranía de la cantidad de caracteres, por lo menos cuando, como en este caso, el entrevistado practica el arte un tanto olvidado de la reflexión no solo sobre el libro que escribió, sino sobre muchas otras cosas. Deberíamos invadir la nota siguiente, exigir que alargaran ciertas páginas, que nos permitieran pegar papelitos en los que quedara registrado todo aquello que fue dicho y hubo que sacrificar por cuestiones de espacio. A veces, como en esta nota, transcribir es gozoso y también frustrante. Y encima los psicólogos preconizan que hay que tener tolerancia a la frustración.
–¿La estructura de la novela estaba a priori de la escritura o surgió cuando se puso a trabajar y descubrió cuál era la forma de escribir este libro?
–Creo que más lo segundo. Alguna vez tuve esos caprichos y los tenía pensados antes de empezar a escribir esta historia, pero lo cierto es que al comenzar a desarrollarla, me di cuenta de que era necesario dotar a esa multiplicidad de sucesos de una forma de contarlos variada. Por empezar, hay tres escritores diferentes, que son Morozov, el prologuista y, finalmente, yo. Son recursos que me paren indispensables en relatos contemporáneos. El lector actual no se conmueve tanto ante las formas de la novela decimonónica y entonces necesita que, además de una historia, le cuenten que hay una manera diferente de narrar las cosas y que el lenguaje altera los sucesos, las sensaciones, las emociones, y en eso tiene que trabajar un tipo que publica un libro.
–Hay por lo menos dos tipos de novelistas: los que hacen una arquitectura muy detallada de la novela y luego la “llenan” con escritura. Me parece que usted no pertenece a él sino a un segundo grupo, que quizá tiene una idea general de la novela, pero descubre la forma escribiendo y se permite dejarse llevar por las palabras. ¿Es así?
–Le agradezco que me ponga en ese segundo grupo, aunque más no sea por la satisfacción de no pertenecer al primero (risas). Hay escritores que han trabajado con mucha inteligencia en una forma de escritura que supone que la novela tiene una serie de pautas tradicionales que hay que cumplir enteramente, que se dejan cautivar por la posibilidad de las descripciones. Esas son cosas que me alejan de la novela como lector. Cada vez leo menos novelas y, a lo mejor, es por eso. Muchos se han dejado cautivar por esa tendencia de la novela que alcanza su ápice en el hiperrealismo. Ahí lo tiene al formidable Émile Zola, que hacía fichas de cada personaje: de qué trabajaba, cuánto ganaba, dónde vivía, cómo era de alto… También era muy preciso en las descripciones. Eso, cuando uno lo lee hoy, no sé si se soporta, o solamente se soporta cuando uno lee a Balzac o a su casi parodista Émile Zola. A lo mejor, el lector hoy no está tan interesado en conocer todos los hechos, sino más bien en recibir una postura que está relacionada con el idioma, con formas retóricas, con formas de decir y no decir, con el misterio del lenguaje. Yo prefiero eso como lector y lo intento como escritor.
–Cuando se procede de la segunda forma, el lector va descubriendo lo que primero descubrió el escritor. En las novelas con una arquitectura previa tan determinante, salvo que, como usted dice, se trate de Balzac, creo que eso no sucede tanto.
–Si un escritor es un genio, es un genio y puede escribir de la forma que se le ocurra. Pero no olvidemos que en segundo año o tercer año del secundario, cuando a un alumno le dicen “ahora tenés que escribir el capítulo de una novela”, quien aún no está adiestrado piensa “bueno, qué voy a hacer, voy a copiar la manera en que a mí me parece que se escriben las novelas”. Y entonces se tienta y dice, como dicen tantas novelas: “Escuché sonar el timbre. Arrastrando los zapatos caminé por el corredor. Las baldosas grises eran las de siempre. Cuando abrí la puerta, me encontré con un rostro familiar”. Eso es escribir como las personas que no escriben creen que se escribe. Y, a lo mejor, no se escribe así, con esa morosidad. Alguien pregunta algo y el escritor dice “antes de contestar, me miré las arrugas del pantalón”. ¿Y por qué se miró las arrugas del pantalón? Para incurrir en literatura, para ser profesional. Si no fuera por eso, nadie hace esos movimientos dilatorios. Yo no puedo sentirme cómodo escribiendo así, entonces lo hago mucho peor (risas).
–Me parece que las novelas primero se intuyen y luego se descubren. Si no se descubren, lo que queda es llenar los espacios en blanco de la gran arquitectura y no hay sorpresa.
–Así es. Esa arquitectura de extraordinarias sorpresas que ocurren al final y que ya están preparadas desde el principio no me gustan. A mí me gustan más, como dice usted, las sorpresas que también lo son para el que escribe. Pero, en cualquier caso, la sorpresa tiene un género preferido, que es el género policial. No es que lo creo solo, lo creo porque lo aprendí de Borges. Pero el lugar del género policial, el género de la sorpresa, de aquello que no esperábamos, funciona mejor en los cuentos que en las novelas.
–¿Por qué cree que es así?
–Porque me parece que el enigma policial no necesita una descripción psicológica. Cuando eso sucede, se nota que es un relleno, y un relleno no deseado por el lector. En cierta nota que escribió Borges en la revista Sur le hace un reproche a Ellery Queen, que era un escritor de buenas novelas policiales. A partir de la novela que se llama El cuatro de corazones, del Séptimo Círculo, dice Borges que a Ellery Queen se le ocurre un personaje también llamado Ellery Queen que comienza a vivir una serie de aventuras laterales, generalmente amorosas, que lo que hacen es retrasar el curso del relato, perjudicarlo, hacerlo más lento, trabarlo. Creo que Borges tiene cierta razón. A él no le gustaban las novelas y argüía a favor de su abolición, deseaba que se convirtieran en cuentos (risas).
–No me refería tanto a la sorpresa argumental, como a la sorpresa del lenguaje.
–Es que esa es la verdadera sorpresa. La sorpresa de un argumento solo es tal, si se la enuncia con las maneras verbales adecuadas.
–En su escritura hay mucho de borgiano.
–Así es. Es un poco inevitable para quienes escribimos en este tiempo, no digo copiar a Borges, pero sí concebir un perfil borgiano. No escribir como Borges está al alcance de cualquiera (risas).
–No me refería solo a los nombres chinos de los cuentos de su novela, sino también a un artificio que usted hace muy evidente. Borges jugaba mucho con cosas como enciclopedias chinas que vaya a saber uno si existieron, si las conocía o las sacaba, como dicen, de la Enciclopedia Británica. Era un poco una impostura.
–Pero para que la impostura funcione, tiene que tener mucho de cierto y eso da mucho trabajo (risas). Hay otro tipo de recursos que consisten, por ejemplo, en relatar sucesos míticos versionados por el tipo de al lado o contados por un señor que vivía enfrente. Me gustan también las versiones míticas que cuentan los descreídos, los que ya no creen en los dioses y narran los hechos maravillosos con mucha sospecha, con entonaciones como “dicen por ahí, pero no creo que sea cierto”. Les gusta entregarle al lector el relato así para que él tampoco lo crea del todo.
–En usted, como en Borges hay una relación entre lo inmediato y lo mediato. Lo que genera misterio es lo que está lejos, pero lo que acerca ese misterio es lo que está cerca, valga la redundancia. En su novela conviven dos lenguajes muy disímiles. Uno pertenece a la narración de los cuentos y el otro, a la narración de otro tipo de cosas.
–Qué suerte que lo percibió, porque esa era mi intención. Los dos escritores no solo escriben distinto, sino que ejercen distintos géneros. En los cuentos, como bien dice, está todo lejos y hay una retórica de lo que está lejos. El otro, el de De Robertis, es un estilo más realista, más inmediato, más atropellado porque escribe con otros intereses.
–Hoy no existen tierras incógnitas, sin embargo, por lo menos en la literatura, China lo sigue siendo. Por eso creo que la elección de China para los cuentos no es casual.
–Claro, y esa es la razón por la que elijo China como un territorio apto para cuentos, porque permite la adopción de un estilo de escritura que no es chino, sino chinesco. Lo chinesco es lo que los occidentales no preparados creen sobre el chino. Entonces, aparece un lenguaje con expresiones como “este humilde servidor se prosterna…”, que no es más que una parodia, una consecuencia de nuestra tendencia al estereotipo. No es que el escritor crea que los chinos hablan así, pero hacemos un pacto: cuando hablamos así, estamos en la China. Entonces el relato resulta más exótico, más eficaz, más gracioso, incluso por impertinente, y también más cómodo para escribir cierto tipo de cuentos que, transcurriendo en Villa Crespo, nadie los creería (risas).
–Son los románticos los que imponen las “chinerías” y las “japonerías” como sinónimo de exótico, un exotismo que no sentimos cuando vamos a comprar al chino de al lado.
–Claro, el chino de al lado es una decepción literaria porque no tiene esos líos chinescos de los criados chinos de las novelas inglesas (risas).
–No sé sí el título de su libro es un homenaje a Rodolfo Walsh. Él tiene un cuento que se llama «Nota al pie», aunque en realidad, aunque también va creciendo el relato secundario, no tiene nada que ver con su libro, es la carta de un suicida.
–Yo no recordaba ese cuento hasta que, súbitamente, una noche se me presentó Rodolfo Walsh en sueños, releí el cuento, me di cuenta de que no tenía mucho que ver con el libro y dejé el título. Walsh es un escritor que está muy cerca de mi corazón, por lo que me gustó usarle el título.
–Es decir que están presentes dos pilares de la literatura argentina muy distintos entre sí, Borges y Walsh.
–Es que a la hora de dejarse influir, hay que elegir bien a los influyentes (risas).
–Luego de lo chino, en su novela viene lo ruso. ¿Por qué?
–Sí, especialmente lo ruso revolucionario o posrrevolucionario, porque aparece como un terreno en el que pueden ocurrir tremendas arbitrariedades y el lector tiende a creerlas mucho más que si las ubicara en el gobierno de De la Rúa, por ejemplo (risas).
–La novela de De Robertis es una plana parásita de los cuentos de Morozov ¿Se escribe a partir de lo ya escrito?
–Sí, a partir de lo que se ha leído y, eventualmente, de lo que se ha oído. Al escribir un cuento es más fácil dejarse influir por un cuentista que por un tío. Salvo en el caso de que el tío sea también cuentista, pero eso ya es demasiado.
–Usted dijo que este libro le costó mucho, que sintió varias veces la tentación de abandonarlo, ¿qué lo llevó a insistir tanto en lo que en un principio parecía negársele?
–En un libro de unas 500 páginas, hasta que uno no haya escrito unas 400, es imposible no tener esa tentación. Vaya a saber por qué demonios uno persiste. Creo que no hay otra manera de lograr alguna idea que trabajar con ideas pobres, insatisfactorias, para ver si como consecuencia de una idea mediocre aparece una mejor. Descreo absolutamente de las inspiraciones súbitas, creo sí en la inspiración, pero esta viene cuando estamos hablando del asunto. Si nos ponemos a mirar la televisión, no llega.
-¿Se escribe para saber qué se piensa y para saber quién es uno?
–Desde luego que sí; mejor aún, para saber si uno es alguien. Algunas veces, en esos cuentos un poco chinescos aparece la sospecha de que uno no es nadie, que nadie es nadie y que todos los esfuerzos que hacemos para construirnos pareceres, pensamientos, gustos, es una tarea que uno se impone para ver si consigue ser alguien. Pero uno trabaja con la certeza de que, en realidad, no es nadie.