Se cumplen 20 años de la muerte de un emblema del tango y nuestra música popular. Castillo inauguró un estilo personalísimo que construyó puentes con diversos géneros.
Alberto Salvador De Lucca –nombre con el que nació– comenzó a conocer el mundo el 7 de diciembre de 1914, vivió su infancia en Floresta y ya a los siete años cantaba con entusiasta convicción. Por esos tiempos también alternaba entre la barra de sus amigos de Flores y la de sus primos de Mataderos. Acaso de tanto patear aquellas calles y potreros surgió su sensibilidad e identificación con las necesidades populares y la distancia con los «pitucos, lamidos y shushetas» que marcó su carrera. Hijo de inmigrantes italianos, Castillo también encarnó el sueño de ascenso social de la época cuando se recibió de médico –se dice que cuando el ritmo de trabajo lo permitía amenizaba las guardias con algunos tangos– y más tarde de ginecólogo.
Luego de breves pasos por las formaciones de Julio De Caro (1934), Augusto Berto (1935) y Mariano Rodas (1937) y poco antes de terminar sus estudios, en 1939 fue convocado por el mítico director de orquesta de Ricardo Tanturi y comenzaría a hacer historia. El tono bailable y directo de la agrupación del pianista alcanzaría una nueva dimensión con el primer Castillo. El cantor ya desde sus primeras apariciones comenzó a desplegar su estilo singular y gran carisma. Su tono era altivo, pero todavía jugaba con un abanico de matices. Tanturi y Castillo alumbraron clásicos como «Recuerdos», «Noches de Tango», «Moneda de cobre» y «Esta noche me emborracho». Pero el máximo emblema fue y es «Así se baila el tango». «Qué saben los pitucos, lamidos y sushetas, qué saben lo que es tango, qué saben de compás? Aquí esta la elegancia, que pinta, que silueta, que porte, que arrogancia, que clase pa’bailar», cantaba y agitaba. La hinchada se venía abajo. Pero de vez en cuando también se armaba alguna trifulca a las que Castillo no les sacaba el cuerpo. Su carisma y el crecimiento exponencial de su popularidad hicieron que en 1943 abandonara a Tanturi y armara su propia orquesta. Su primer director fue el violinista Emilio Balcarce, que más tarde haría historia con Osvaldo Pugliese primero y con el Sexteto Tango, después. Desde entonces la voz de Castillo ganaría cuerpo y paulatinamente acentuaría sus dotes histriónicos, el arrastre de su fraseo y su tono zumbón. En esta etapa se destacaron «La que murió en París», «Los cien barrios porteños», «La copa del olvido» y una nueva versión de «Así se baila el tango». Con el tiempo también abriría su repertorio a otros ritmos. En ese ámbito, el candombe «Siga el Baile» se transformaría en su nueva nave insignia.
Jorge Dragone fue pianista y arreglador en la orquesta de Castillo desde 1955 hasta la muerte del cantor, el 23 de julio de 2002. «Cuando entré el director era el bandoneonista Ángel Condercuri. Era una orquesta solvente, que sabía lo que quería. Nuestro objetivo era que brillara el cantor: no opacarlo con arreglos traídos de los pelos ni cosas raras. Creo que ese objetivo se cumplió bien. Cuando Castillo decidió incorporar candombes y pasos dobles, entre otras cosas, nos supimos adoptar. Se trabajaba mucho, hacíamos muchas giras por América y Europa. Alberto siempre fue una gran persona, con un humor muy vivaz», relató Dragone en diálogo con Tiempo, poco antes de su muerte en mayo de 2020.
Las experiencias de Castillo con ritmos por fuera del tango no fueron las mejor recibidas en el ambiente. Aunque su trabajo con el candombe obtuvo muy buena repercusión aquí y en el Uruguay. Y con el tiempo fue reivindicado por colegas abocados a estudiar y avivar el aporte de la cultura afro en el tango y la música popular argentina en general –Juan Carlos Cáceres fue una de las máximas figuras de esta corriente–. Pero el factor determinante en la carrera de Castillo fue su voz, su fraseo y personalidad. Hoy resulta imposible comprender en profundidad el impacto de su figura en los ’40. Exige dejar de lado casi los 80 años de cultura posteriores. Su porte desafiante, su despliegue escénico y sus reivindicaciones clasistas eran algo inédito que rara vez dejaba espacio a la indiferencia: lo amaban o lo rechazaban con el mismo fervor. Pero eran muchos más sus seguidores incondicionales.
Castillo y su orquesta sufrieron las implicancias del golpe del ’55, la explosión del Club del Clan y las nuevas estrategias de las industrias culturales globales. El declive era inevitable. El cantor se las arregló para seguir trabajando, aunque cada vez en forma más espaciada. Pero en 1993 una idea le regaló un reencuentro con los grandes escenarios y las nuevas generaciones. Un Castillo ya grande, algo desmejorado, pero siempre entusiasta se juntaba con Los Auténticos Decadentes para grabar otra versión del clásico «Siga el baile» (1993) –ver recuadro–. Nuevamente Castillo sonaba en las radios y era requerido para shows y presentaciones varias.
Su hijo Alberto Jorge De Luca reflexiona: «Yo no tengo nada que ver con la música –n. del r.: es obstetra–. Pero papá dejó una estela de cariño que no se extingue. Creo que su máximo valor fue la autenticidad. Tenía un color de pueblo que no se puede impostar. A la corta o a la larga, la gente se da cuenta si está forzado. Para cuando el viejo apareció con Tanturi todos querían ser como Gardel. Él sacó a relucir una personalidad avasallante que no se parecía a nada. Ya pasaron casi 70 años de su época de esplendor y a su manera sigue brillando. A su velatorio se acercó gente de la política, de la cultura y también personas muy muy modestas. Me acuerdo como si fuera hoy de un señor y su amigo que vinieron con un ramito de flores. Se me acercaron y uno de ellos me dijo: ‘Le pido disculpas por cómo estamos vestidos. No tenemos otra cosa. Pero no podíamos fallarle: su papá cantaba para nosotros’.»
Sin lugar en los debates sobre cuál fue el mejor cantante de la historia del género –divertidos para una charla de café, inocuo porque el arte no resiste rankings–, Castillo supo construir una obra y un mito sin fotocopias que le valieron un lugar distintivo en la historia del tango. Un orgullo para muy pocos.
–Alberto Castillo: 7 de diciembre de 1914 – 23 de julio de 2002.
Su influencia en cantores actuales
Walter «Chino» Laborde
«Del gran Alberto Castillo me gusta prácticamente todo. En él nada tiene desperdicio. Disfruto de su expresión natural, el color de su tono, el uso inteligentísimo de su media-voz y el manejo de los matices –de su voz «chiquita» a la ‘gigante’–. También su porteñismo: todo lo que su figura representaba para los argentinos, incluso para los detractores que nunca faltan. Su gracia arriba y abajo del escenario era inigualable. Lo que lo diferencia del resto de los cantores del siglo XX, la gran mayoría de ellos verdaderos monstruos sagrados, es el dominio de una afinación perfecta. Es de los más destacados en ese rubro, a la altura de Gardel y Charlo. Me influyó en prácticamente todo.»
Black Rodríguez Méndez
«Es un icono. Como cantor creo que tuvo varias etapas. Lo que vimos en la última época era lo que yo llamo ‘El Muñeco’, algo parecido a los que pasó en los años finales del Polaco Goyeneche. Ese fue el Castillo que pegó en el público rockero. A mí me gustaban más sus etapas previas. Es realmente admirable cómo construyó un personaje diferente a todo en un ámbito como el tango. De niño no podía dejar de verlo y escucharlo cantar cuando aparecía en la televisión. En la consideración general su carisma posterga al cantor. Pero tenía mucho oficio y recursos.»
Hernán “Cucuza” Castiello
«Castillo muchas veces es subestimado como cantor. La gente suele hacer foco en su carácter popular, que no es para nada poca cosa. Pero tenía una oreja y una afinación como pocos. Un oído casi absoluto. Si no me equivoco esto lo destacó el mismísimo Emilio Balcarce, un músico enorme. Inventó un protagonismo que hasta ese entonces los cantores de orquestas no tenían. Otra de sus virtudes era que su estilo era totalmente identificable al instante. Escuchás dos palabras y ya sabés que es Castillo. Eso tampoco pasaba ni pasa tan seguido. Me gusta Castillo como cantor y como símbolo popular.»
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