Hay que tener memoria: de siglos, claro, y también de la otra, esa que revisa un pasado relativamente reciente y, como tal, no siempre es ponderado a la altura de su actualidad permanente. Diciembre de 1991 corría urgente en el calendario como corrían las copias de Ácido argentino de mano en mano, generalmente llenas de callos por manipular herramientas pesadas o por ejecutar música ídem de forma visceral, thrash. Los ’90 serían la década de la masividad de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota y del underground de Fun People, y también el caldo de cultivo para posteriores géneros como el rock chabón y la cumbia villera: el pueblo trabajador siempre supo contarse a sí mismo, y en nuestro país la música fue un canal expresivo monumental para esas narrativas tejidas al calor de la precarización, la represión y la marginalidad. Además, serían los años paridos por la obra cumbre de Hermética.
Con Claudio O’Connor en voz, Antonio Romano en guitarra, Ricardo Iorio en bajo y Claudio Strunz en batería, de la mano de Iorio (también funddor de V8 y luego de Almafuerte) pergeñaron una docena de canciones en casi 44 minutos que no solo resumen el sentir de una generación, sino que representan una inmejorable fotografía de época con una valiosa dualidad: fue el rugido exacto para ese momento en particular, y sigue siendo –así, en un presente continuo que duele tanto que pareciera jamás cicatrizar– un manifiesto latinoamericanista contra las grandes injusticias del mundo que se reflejan en la cotidianeidad de millones.
La H había nacido poco antes, en el ’88, siempre con la misma formación, aunque con recurrentes cambios de baterista (Fabián Spataro primero y Tony Scotto después, previo al ingreso de Strunz y su doble pedal). Habían publicado su disco debut homónimo (1989) y un EP de versiones titulado Intérpretes (1990), cuando ingresaron al estudio alcanzaron su punto de inflexión como banda, y el género no volvió a ser igual.
La placa abre con “Robo un auto”: el bajo de Iorio dirige una batuta arrolladora que cuenta… una historia de amor. Claro, un amor rebelde, esquivo, valiente: un amor metalero, para el cual el acto vandálico no es más que la posibilidad de romper con las cadenas citadinas. Luego es el turno de “La revancha de América”, el ejemplo más claro de la frase popular “este grupo está afilado”: la cantidad y calidad de recursos son notables, y están puestos al servicio de la canción y de una invitación a la rebelión popular continental frente a la imperialista ¿madre tierra? No, madre perra. El tercer track es “Memoria de los siglos”, que con sus casi seis minutos es el más extenso: la voz de O’Connor sobrevuela al estado de gracia y la poesía de Iorio es sencillamente imbatible y recuerda que “La hipocresía propasa todo ejemplo en esta tierra, al asesinato en masa los hombres lo llaman guerra”.
El larga duración continúa con la intro de batería de “Predicción”, que al dialogar con las seis cuerdas del Tano Romano dejan en claro una cosa: en ese momento, Hermética era una banda única. Es difícil elegir una canción que se destaque por sobre las demás, pero si habría que ubicar al himno del álbum éste sea el momento: “Atravesando todo límite”. Con sus cuatro minutos exactos, constituye un posicionamiento estético y político frente al duelo como pocas veces se ha escrito. El tema más breve del disco es “Horizonte perdido”, uno de los dos instrumentales que, en una primera escucha, podrían parecer innecesarios, pero no nos olvidemos que el metal también es eso: no seguir las reglas.
La segunda mitad de Ácido argentino arranca con la terrorífica “Vientos de poder”, cuyo fraseo inicial es un fragmento de la obra asociada con la argentinidad por excelencia: El Gaucho Martín Fierro, de José Hernández. Y así como el gaucho escapaba de los patrones renegando de los alambrados y así recorría el territorio nacional, luego es el turno de “Del camionero”, una oda a dos voces que honra al conductor en la pieza más rockera del disco. El noveno tema es “Gil trabajador”, ese “De Pacheco a La Paternal, de Dock Sud a Tres de Febrero” que bien podría ser el mismo “De Tablada a Lanús, de Mataderos hasta Flores, de Barraces a La Boca, de Chacarita a La Paternal” que cantarían Los Gardelitos pocos años después, porque de nuevo: distintos palos de una misma madera, la obrera.
El álbum concluye con “Evitando el ablande”, una celebración del propio movimiento metalero que representa otro momento inolvidable del trabajo: una ponderación al aguante y a la lucha contra las modas y las poses. La ronca voz de Iorio vuelve a atronar –ya lo había hecho durante el comienzo de “Del camionero”– durante “En las calles de Liniers”, una rabiosa crónica suburbana que pareciera ser la otra cara de la moneda con la que cierran el disco: la instrumental “De Pismanta a Bauchaceta”, una localidad y una quebrada sanjuaninas, entre las cuales sólo hay desierto. Del frenetismo de la urbe a la soledad desértica, todo en clave Hermética.
El arte de tapa se constituye por un marco negro con el logo de la banda, otro naranja con el título del disco y un rectángulo repleto de representaciones alusivas a los abusos de poder: policías reprimiendo a mujeres con pañuelos blancos, el Tío Sam atacando a una mujer embanderada con los colores patrios y usando gorro frigio, vías de tren clausuradas, la mirada perdida de un habitante originario y esqueletos que caen sobre el pueblo. Todo eso es Ácido argentino, cuya escucha es un acto de memoria, un puño en alto, una mirada valiente al presente y un grito que reúne a muchos otros: la H no murió.