Fue una de las series que cambió la forma de narrar en TV. Extraterrestres, crímenes y fenómenos paranormales alimentaban un fenómeno que duró once temporadas, dos películas y pronto irá por más.
El Muro de Berlín había caído en noviembre de 1989, la inmortal Unión Soviética a fines de 1991, el irreversible camino del mundo al socialismo se esfumaba: como habían anticipado Carlos Marx y Federico Engels en El Manifiesto Comunista en 1848 al describir el capitalismo: “Todo lo sólido se desvanece en el aire; todo lo sagrado es profanado, y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus relaciones recíprocas».
Esa serie desde lo que los Premios Emmy categorizan como drama y un año más tarde Friends desde la comedia venían a profanar el modo de hacer series televisivas. Venían a dar cuenta de las formas y pareceres de una nueva generación que irrumpía con fuerza en el universo cultural audiovisual, en el que la tecnología ganaba una preponderancia decisiva: reconsideraba sin serenidad las condiciones de existencia, daba lugar a nuevas formas de relación recíproca. La aparición del digital abrió las puertas a la industria (formal o no) de una importante cantidad de jóvenes que tenían más y nuevas posibilidades de decirle que no a los cánones y condiciones de producción a las que se habían visto las generaciones anteriores, ahora dueñas del cánon que querían imponerles. Y la libertad siempre empieza con un no.
Entre los que ya estaban siempre hay uno que la ve venir (como Charly anticipaba en No soy un extraño). Chris Carter, autor y guionista de televisión que hasta entonces era un desconocido, fue quien vio que los fenómenos paranormales, esos que explican la existencia de las cosas y los seres y su sentido, volvían a formar parte de las creencias posibles de todos aquellos encargados de darle forma y sentido a la cada vez más poderosa opinión pública (poder creciente en buena medida por ciertos avances tecnológicos que lo permitían). Al momento, las películas de terror, fantástico y ciencia ficción eran patrimonio casi exclusivo del imaginario popular, mas no artístico. En términos más prosaicos, no había universitario (cursante o egresado) que hablara con algo parecido al orgullo de que le había gustado Alien (1979), Terminator (1984), El día de los muertos vivos (1985) por sólo dar ejemplos a mano de lo que la combinación del fantástico, el terror y la ciencia ficción podían producir. Pero eso era el cine, y allí se podían despuntar los vicios con discreción. En cambio la televisión aún era un medio a compartir con otros seres de la casa, y eso imponía cierta vergüenza. A diferencia de los días que corren, donde el algoritmo trata de agrupar lo cada vez menos agrupable y sigue con ahínco al sujeto espectador para ofrecerle cosas que mantengan activa su atención sobre lo que él le dicta como sugerencia, en aquel tiempo era la televisión la que autorizaba las cosas a ver: qué era plausible de ser gracioso, chabacano, entretenimiento de ama de casa, de jóvenes, de culto, popular, grasa (como aún se decía). Los expedientes secretos X daba cuenta de esa nueva subjetividad del mundo intelectual, en especial de los que daban forma y sentido a la opinión pública (el mismo año, 1993, en el último capítulo de Caro Diario, Nani Moretti ridiculizaba a un intelectual que luego de días en una isla sin televisión y con luz por horas a la que había ido para ‘desenchufarse’ entre otras cosas de la televisión, sale corriendo -literalmente- hacia la ciudad desesperado por su síndrome de abstinencia a la novela que seguía diariamente).
Así las cosas, el 10 de septiembre de 1993 la cadena Fox ponía al aire los expedientes secretos X, una de las primeras series en combinar la ciencia ficción, el terror y el fantástico con el thriller: extraterrestres, conspiraciones de toda laya, fenómenos paranormales, crímenes inexplicables, amenazas sobrenaturales, monstruos, fantasmas, vampiros, cultos, sectas y asesinos en serie se fueron sucediendo y alternando para dar forma a una se las narrativas más sólidas de la década, que se convertiría en escuela para los adolescentes que consumían televisión como ni Marshall McLuhan lo habría sospechado. Todo sostenido en la inigualable dupla creada por David Duchovny y Gillian Anderson (sí, con el correr de los episodios la pareja crecía y asombraba con las aristas nuevas que mostraba en la relación varón mujer): él Fox Mulder, ella Dana Scully, ambos agentes especiales del FBI.
Fueron 11 temporadas y dos películas. De las temporadas nueve consecutivas (1993-2002) y dos, 2016 y 2018, a modo de despedida pero también, a la distancia y según el prisma de la misma serie, como preludio de lo que vendría: hoy la realidad parece una sucesión de hechos paranormales. Fueron también temporadas en las que la tensión y pasión amorosa de los protagonistas ofreció indicios de nuevas tendencias en relaciones de pareja; más equidad en las partes, menos cuerpo, más empatía, comprensión, silencio ante lo que no se sabe explicar o no se es capaz de entender.
Para no ser acusados de exagerar, sólo diremos que no hay casi nada para extrañar de Los expedientes secretos X. En buena medida porque mucho de lo que enseñaron (en el sentido de exhibir y de educar) se vio en series posteriores. También, y acaso más relevante, porque toda expresión artística (comercial o no, industrial o artesanal) se convierte en hecho cultural cuando cual lazo atrapa un puñado de tópicos de una época y los lanza en una dirección que los dota de novedoso sentido, explicando como si fuera una revelación todo lo que lo visto, leído y escuchado ya no puede explicar. En todo caso, lo que se puede extrañar es la falta de una Expedientes secretos X que nos permita comprender estos días.
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