Ian Kevin Curtis extinguió su vida el 18 de mayo de 1980, en la víspera de la gira que Joy Division iba a realizar a los EE.UU. Se apagaba entonces una de las carreras musicales más auspiciosas de las últimas décadas siglo XX. Severos problemas matrimoniales y una epilepsia creciente, que comenzaba a ser degenerativa, llevaron al cantante y compositor de solo 23 años a tomar la decisión de alzar la mano contra sí mismo. Desde ese momento, su persona y su obra no han dejado de presentase como un enigma merecedor de la mayor escucha e indagación, a tono con el árido realismo y la fuerza confesional de una enorme sensibilidad poética.
Lejos de ser una efeméride más, el cuadragésimo aniversario de la muerte de Ian Curtis se expresa corriendo el velo de un presente por demás oscuro y desconcertante. De ahí que este lunes 18 de marzo los antiguos miembros de la banda hayan programado una serie de eventos en homenaje a la vida y el legado del su antiguo compañero y amigo. Bernard Sumner y Stephen Morris (guitarrista y bajista de Joy Division) realizarán un evento online en diálogo con el escritor Dave Haslam y una decena de invitados, al cual han dado el título “Moving Through The Silence. Celebrating The Life And Legacy Of Ian Curtis”, durante el cual se recaudarán fondos para la organización Manchester Mind. Mientras que el bajista Peter Hook, ante la imposibilidad de ofrecer una actuación en vivo, emitirá en ‘streaming’ durante 24 horas el concierto que diera con su banda The Light el mismo día de 2015. Además, en julio próximo se lanzarán reediciones de Closer y de los singles “Transmisión”, “Atmosphere” y “Love Will Tear Us Apart”.
Lo fascinante de Joy Division es que su obra crece al ritmo de la degradación histórica. Mientras el Imperio Británico se hundía en el desempleo y el malestar social, la inflación, el IRA y los hooligans, la sofisticada capacidad de Curtis para penetrar en su propia conciencia como correlato social, y la traslación y prolongación musical de dicha experiencia, ofrecía claves no solo formales sino también existenciales en torno a la dimensión que la música popular y el arte deben imprimirse respecto a la historia y sus derivas civilizatorias. Según escribe Sumner en su autobiografía, “Joy Division sonaba como Manchester: frío, estéril, y a veces lúgubre”. Un hecho único, asombroso, dada la juventud de la banda. Algo que el productor Martin Hannet comprendió a la perfección al exasperar el impulso atmosférico y minimalista que, asociado a cada frase o expresión vocal de Curtis, conforma el jeroglífico musical que la banda hilvanó en la penumbra estereoscópica donde se enfrentan conciencia y alienación.
Si bien hoy forma parte del canon de la música popular de Occidente, no es menos cierto que el reconocimiento de Joy Division no siempre se ha vinculado con una inmersión comprometida con su música. Lo cual comenzó a manifestarse muy temprano. Como se muestra en Control (2006), la aceptable película biográfica de Anton Corbijn, Ian Curtis tenía dificultades para enfrentarse a un público que ya comenzaba a mitificarlo. Tanto es así que días después de terminar la grabación de su segundo álbum tomó una sobredosis de fernobarbital debido al estrés que le provocaba salir a tocar. Pero ni siquiera sus compañeros estaban al tanto de lo que le pasaba. Curtis podía ocultarlo todo. Los tres lo reconocen en el magnífico documental Joy Division (2007) de Grant Gee: no comprendían las letras que escribía, pensaban que solo se trataba de arte, de metáforas, de excentricidades poéticas. Pero los versos crudos con que domaba los paisajes sonoros de la banda decían la verdad: “Isolation. Isolation. Isolation” («Aislamiento. Aislamiento. Aislamiento»).
Nacido en Stretford, Lancashire, el 15 de julio de 1956, Ian Curtis había ganado premios escolares de historia y religión, convirtiéndose en un lector agudo de Rimbaud, Wordsworth, Nietzsche, Burroughs, Kafka o Ballard, entre otros autores, lo cual le permitió conjugar el rock con un imaginario poético y filosófico muy amplio que entroncaba con el furor melancholicus del romanticismo, con los paisajes desolados de De Chirico, con la soledad desgarradora de las pinturas de Sironi, Balthus o Hopper. Lo cual se deja ver incluso en el espíritu que la Factory de Tony Wilson y Peter Saville imprimió al diseño de Unknown Pleasures, de Closer y los simples. En la línea de Morrison o Lou Reed, dos de sus referencias clave, Curtis abordó su creación con un dramatismo lírico que se oponía al colapso ético y la conversión de la vida en un cenagal kafkiano. Desde allí, su mirada triste quiso volcar algo de calor sobre la gelidez de la existencia.
La atomización del presente cultural ha terminado por poner a Joy Division en un espacio de vanguardia que aún no ha tocado techo. De la desolación postindustrial manchesteriana y un mundo en permanente descomposición, semejante al retratado por T. S. Eliot en The Waste Land, emergieron la materia primigenia, el sonido y la poética con que Curtis, Sumner, Hook y Morris amasaron una de las obras musicales más inspiradoras que del rock contemporáneo. Robert Smith ha llegado a decir que, tras escuchar Closer por primera vez, pensó que para hacer algo tan poderoso y convincente debería matarse. “En la esquina de una habitación sin ventanas encuentro la verdad”, canta Curtis en “Shadowplay”: por ende la necesidad de permanecer allí, en ese espacio neutro, humilde y desnudo, sin ornamentación, se hace imperativo. También para dimensionar su legado.