El trompetista desarrolló un estilo único como instrumentista y fue el motor de múltiples subgéneros. Un repaso por su carrera y sus discos más emblemáticos.
Todo comenzó a mediados de la década del ‘40, cuando Charlie Parker sumó a Davis a su combo de bebop, del que también participaba Dizzy Gillespie. Miles había llegado del Medio Oeste para asistir al Instituto de Arte Musical de Nueva York. El momento se resume como mítico: en 1944 Parker pasa el santo grial del jazz a un joven Miles, que a finales de la década comienza su andadura solista colaborando con Gil Evans en las sesiones que este organiza en su domicilio, cerca de la calle 52.
De ahí en más, las aguas de la música se abren, y Miles encuentra el pasaje: rompe con un bebop manido y ensaya armonías más complejas con un noneto de mayoría blanca: graba The Birth of The Cool, una bomba de tiempo que estallará años más tarde, conjugando toda su sabiduría instrumental con nuevas formas impulsadas por Gerry Mulligan y, sobre todo, por Evans y su conocimiento del tacto impresionista de Debussy. El nuevo quietismo del cool perturbaba los diálogos entre instrumentos para incidir en aglomeraciones polifónicas que se podían sentir ya no en el movimiento, sino en su detención.
Tuvieron que pasar siete años para que el disco despegara. Tras una edición parcial tres años antes, en febrero de 1957 el sello Capitol lanza el disco con buenas críticas y algunas reservas.
El itinerario revolucionario de Miles halla un punto de inflexión en el festival de Newport, en 1955. De allí en más firma con Columbia, graba con Mingus y forma su gran quinteto, registrando para Prestige cuatro discos entre mayo y octubre de 1956: John Coltrane, Red Garland, Paul Chambers y Philly Joe Jones secundan a Miles en sesiones fundamentales para la historia del jazz. Así verán la luz varios álbumes de referencia: Cookin’ With The Miles Davis Quintet (1957), Relaxin’ With The Miles Davis Quintet (1958), Workin’ With The Miles Davis Quintet (1959), y Steamin’ With The Miles Davis Quintet (1961). Los miembros del quinteto tendrán aquí una cantera infinita para sus futuras visiones.
En el interregno que va de marzo a finales del ‘57, Miles vuelve a colaborar con Gil Evans en Miles Ahead, donde toca el flügelhorn (fiscorno) liderando una suerte de big band, y viaja a París, donde registra la monumental banda sonora de Un ascensor para el cadalso (1958), película de Louis Malle. Al volver a Nueva York, y tras sumar a Julian “Cannonball” Adderley al quinteto y grabar Milestones, se centra en la que será una de sus obras cumbre: Kind of Blue.
Para entonces, Miles Davis ya era uno de los músicos más destacados de los Estados Unidos, lo que para muchos era un sacrilegio. Pues si bien provenía de una familia acomodada (su padre era cirujano dental) de Alton, Illinois, el racismo y la segregación estaban en su apogeo. En 1984 contó: “Una de las primeras cosas que pudo recordar es a un blanco corriéndome; yo era chico, y el tipo me corría y me gritaba: ¡negro, negro!”. En paralelo, las luchas por los derechos civiles iban en aumento, y con la posterior marcha sobre Washington del 28 de agosto de 1963 se vería que los músicos marcaban la diferencia. De hecho, puede decirse que durante mucho tiempo el jazz fue un ámbito de convivencia, colaboración y amor tan pionero cuanto inédito en la historia de los EEUU. Músicos de todo origen y extracción social y étnica conformaron una suerte de sociedad secreta que unía espíritus y voluntades en torno a una actividad cuyo norte era nada más y nada menos que la felicidad colectiva en estado puro.
Con Kind of Blue (Columbia, 1959) llega la consagración. El disco más influyente de la historia del jazz resume a la perfección la sensibilidad de Miles y su concepto del arte como experiencia de los más increíbles matices anímicos, de las vueltas y revueltas de la imaginación y la memoria en cada sonido y modulación. Su sentido tradicional afroamericano suma entonces a Ravel, Rachmaninoff y Bartok. A su lado, y sin ser menos, Coltrane, Chambers, Bill Evans, Cannonball Adderley, Jimmy Cobb y Wynton Kelly improvisan sobre acordes pactados, pero nunca ejecutados hasta el momento preciso: la banda no tocó ninguna de las piezas antes de la grabación. De ahí que el disco sea tan intrigante y de una intimidad que sigue cautivando con su aparente sencillez modal, la cual solo en parte revela la inmensidad narrativa de sus composiciones, auténticas piezas que se nos antojan visualizaciones intrépidas, atajos a la gracia, ensoñaciones poéticas cargadas de dramatismo e ironía en las profundidades del la carne.
La resaca es importante: el quinteto estable se disuelve y, con la formación de 1964 (Shorter, Hancock, Carter, Williams), comienza otra era que tendrá su cúspide en el jazz-rock y la vanguardia con dos discos fulminantes: In a Silent Way (1968) y, producido por Teo Macero, Bitches Brew (1970), ya con la presencia de Chick Corea, McLaughlin, Cobham, Zawinul y Holland, ente otros. Un nuevo vuelco que se reencontraba con el blues desde la “fusión”, acercándolo a la psicodelia y a un nuevo público de vanguardia. Miles llegó a inmolar su trompeta en un wah-wah. La banda participó en el festival de la Isla de Wight, que congregó a más de medio millón de personas en agosto de 1970. Se trató de uno conciertos más apasionantes de toda su carrera. Días antes, el Record Mirror había anunciado: “Miles Davis es a quien hay que ver. Miles va a darle a la Isla de Wight una dimensión extra”.
Entretanto, la vida de Miles, que arrastraba todo tipo de traumas lindantes con la misoginia y la egolatría, no le deparaba grandes augurios: a mediados de los 70 se retiró de los escenarios. Estaba perdido. En 1972 estrelló su Lamborghini Miura color verde lima lleno de cocaína en un accidente que casi le cuesta la vida. Las drogas y el dinero se le habían ido de las manos, y no sabía cómo volver. Estuvo 5 años encerrado, fuera de toda actividad.
Pero volvió: “Miles es un campeón. Y los campeones siempre vuelven”, dijo Max Roach. El campeón se levantó de sus propias cenizas y se acopló con su tono adelantado a la movida pop de los 80. Grabó discos memorables entre los que destacan We Want Miles (Grammy de 1982), Star People, Decoy y You’re Under Arrest; y, sobre todo, Tutu (1986), dedicado al por entonces obispo de Sudáfrica y premio nobel de la paz de 1984, Desmond Tutu, hombre clave de la lucha contra el apartheid. Luego lanzó Amandla (1989), donde realiza sendos homenajes a Gil Evans y a Jaco Pastorius, ambos fallecidos por esos años. El título también remite al anhelo de justicia en Sudáfrica: Amandla es una palabra nguni que significa “libertad”.
Con Marcus Miller al frente de los arreglos y las composiciones, Miles esgrime en ambos discos un poderoso funk-pop influido por Prince: “quien me gusta de verdad es Prince”, llegó a decir. El dibujo de tapa, hecho por su amiga Jo Gelbard (con añadidos del propio Miles), sacaba a la luz otra de sus pasiones: la pintura. Fue su última grabación con banda estable. El genial Doo Bop, inconcluso y lanzado póstumamente en 1992, traía toques de acid jazz y hip hop.
El 27 de septiembre de 1991, Miles Davis entró en coma. Fue internado en el St. John’s Hospital and Health Center de Santa Monica, California. Al día siguiente falleció. Quizá una de sus virtudes, como se ha dicho, haya sido ser capaz de componer para sus músicos, de manera individual, teniendo en cuenta las cualidades de cada uno, el misterio de la carne y la dimensión irrepetible de la sensibilidad. Si Theodor Adorno dijo de Gustav Mahler que colocaba a sus contemporáneos “habituados a viajar en avión, en un barco”, cambiando el ritmo de la experiencia, podemos decir que Miles Davis los situaba en un vapor del Misisipi. O aun en sus propias piernas. Por ello, después de casi medio siglo de cultivar una creatividad magnífica, el desenlace, su muerte, aún nos habla del sentido de una obra que no se ha agotado, ni lo hará jamás.
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