Un informe de Economía Feminita echa luz sobre una realidad invisibilizada de las trabajadoras de casas particulares, que se encuentran en la intersección de opresiones culturales y económicas.
“Nosotras estamos trabajando y necesitamos derechos. Sufrí maltratos y humillaciones de todo tipo”, explica Eve, quien además de haber trabajado de lunes a lunes la mayoría de los últimos años, está estudiando Abogacía en la Facultad de Derecho. Su historia es la de muchas de sus compañeras pero también la de su madre, quien abandonó Paraguay, cuando ella todavía era muy chiquita, para trabajar en casas en Buenos Aires y así poder mandarles dinero. “Mi mamá trabajó casi toda su vida cama adentro y crió a hijos de otras personas por la necesidad de enviar plata a su familia”, explica. Durante muchos años, apenas se pudieron ver. Luego Eve se mudó a Buenos Aires para poder estudiar, a sus doce años, y al poco tiempo empezó también a trabajar.
Hoy ayuda a su mamá y mantiene sus estudios. Cuando inició su trabajo actual, uno en una casa de dos pisos y tres baños, le dijeron que eligiera entre estar en blanco o tener un sueldo más alto de forma no registrada. Por su trabajo, de lunes a viernes, le ofrecieron $12.000 a cobrar de forma informal. En ese momento eligió la segunda opción para poder sostener los gastos que necesitaba cubrir. Pero con la pandemia y la informalidad todo se volvió cuesta arriba, y al poco tiempo volvió a trabajar los fines de semana en un spa de nenas en Provincia y a vender productos por Instagram para llegar a fin de mes. Es que, de acuerdo a los datos que sistematizó Economía Feminista, las trabajadoras de casas particulares están en la rama con salarios más bajos de toda la economía: la mitad cobra menos de $8000 en su trabajo principal, y la hora se paga $120 en promedio. En una economía local con un 40,9% de pobreza y una crisis económica creciente, la precarización y flexibilización del trabajo afecta, sobre todo, a poblaciones vulneradas como las de las trabajadoras no registradas.
La pandemia no ayudó. Desde el comienzo del aislamiento, las únicas trabajadoras de casas particulares habilitadas como personal esencial eran las que realizaban cuidados. Por eso, muchos patrones eligieron cambiar de categoría a sus empleadas para que pudieran ir a limpiar a sus casas.
Los medios se cansaron de repetir las imágenes del empresario intentando entrar a su empleada en el baúl de su auto a un barrio privado, las imágenes de Nicole Neumann violando leyes laborales y encerrando a Daniela, su empleada, en su habitación por ser caso sospechoso; y el escrache de Cintia Fernández a Carmen, quien trabajaba cama adentro en su casa, por guardar una botella de vino en su habitación.
El despojo de derechos tiene mucho que ver con la construcción cultural y el imaginario social que arma la clase media sobre estas tareas. La misma humillación se manifiesta en películas, series y telenovelas, que estereotipan a estas trabajadoras para caracterizarlas como sujetos que no merecen derechos. Estos lugares comunes se asientan en la composición demográfica del rubro: la tasa de feminidad es de 98,5% y es la ocupación más popular entre las mujeres, sumado a que más del 20% de las trabajadoras de casas particulares migró de provincia y más del 10% proviene de un país limítrofe. Es una rama ocupada por mujeres migrantes y precarizadas, el último orejón del tarro de la hegemonía.
La organización
Detrás de las cifras y los códigos, hay historias. En el caso de las trabajadoras de casas particulares, hay cuerpos que sostienen la invisibilización de su explotación casi todas sus vidas. Mirta, una trabajadora de Nordelta: “cuando empezamos a organizarnos en Nordelta nos enteramos de que había una compañera muy humilde que trabajaba en una casa del barrio por tres mil pesos por mes. Esto fue hace dos años. Nos resultó muy doloroso saber que la empleadora se estaba aprovechando de que ella no tuviera una familia ni recursos para defenderse”, cuenta. La bronca se convirtió en una respuesta organizada: en 2018 las trabajadoras del barrio exclusivo se plantaron luego de que la empresa de transporte Mary Go no las dejara viajar en sus micros por un pedido de los patrones del barrio cerrado. “Decían que tenían olor, que hablaban en guaraní, y bien que para limpiar la mugre no les genera ningún rechazo nuestro trabajo”, dice Eve. Mirta recuerda esos primeros pasos con orgullo: “Cortamos la calle para hacernos escuchar, porque nadie nos escuchaba. Y nos cansamos”, afirma. “Era demasiada discriminación, nos organizamos porque muchas decidimos hablar y conversar”.
Esa batalla conmovió a Eve, tanto que la llevó, junto a muchas de sus compañeras, a buscar sus espacios de organización. Fue así como llegó a la Red de Jóvenes Precarizados, Informales y Desocupados que reúne trabajadoras y trabajadores de diferentes rubros. “La informalidad atraviesa nuestra vida”, dice Eve. La meta es clara: mejorar sus situaciones, reclamar colectivamente y construir futuros mejores.
La invisibilización y la precarización se reproducen sobre sí mismas, como explica el trabajo de Economía Feminista: “casi la mitad de las trabajadoras de servicio doméstico es el principal sostén económico de su hogar. Incluso así, la mayoría de ellas (76,7%) también está a cargo de las tareas domésticas en su hogar, en este caso de forma no remunerada”. La lucha es en muchos frentes. “Somos totalmente invisibles para nuestro sindicato que tira más para los patrones y en medio de la pandemia pidió que se les pagara el ATP a ellos y no el IFE a nosotras”, dice Eve. A pesar de las embestidas, ellas ya decidieron ser visibles y no van a dar un paso atrás: “nosotras decimos que la esclavitud se terminó”. «
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