Cuanto peor, peor, porque si sos muy pobre, hacer las cosas de la casa implica un esfuerzo mucho mayor. Imaginate lavar a mano la ropa de toda tu familia o tener que prender fuego para cocinar. Imaginate que se enfermen tus hijos y no tener obra social o que la lluvia sea sinónimo de inundación o que todo el tiempo se te acaben los datos del celular porque no tenés wifi. Y podría seguir enumerando cosas que las mujeres de clase media damos por sentadas, pero millones en Argentina no tienen garantizado.
Tengo que dejar de escribir este texto para revisar el arroz que puse en el fuego y no puedo evitar pensar que esa pausa, que en mi caso es breve, ocupa para la mayoría de mis compañeras, trabajadoras de la economía popular, una parte muy grande de su tiempo. Porque sostienen la vida de más personas y en condiciones mucho más hostiles que yo. Ellas, que en su mayoría son madres, que en su mayoría viven en barrios populares o pequeñas chacras arrendadas, que en su mayoría no tienen un trabajo bien pago y que en su mayoría sufren el machismo en sus distintas expresiones, hoy tienen muy poco tiempo para dedicarse a disputar un lugar en lo que consideramos el «movimiento feminista». Participan de otros espacios porque allí encuentran soluciones directas a sus problemas. Problemas, muchos, que tienen por ser mujeres, pero que hoy no se expresan en una reivindicación concreta en la agenda feminista o al menos no de tal forma que lleven a una disputa por soluciones que modifiquen sus vidas aquí y ahora.
El trabajo disponible para las mujeres de barrios populares suele ser precario y muy mal pago. Por ejemplo, el trabajo doméstico en casas particulares, que implica largos viajes en transporte público, casi nulas posibilidades de organizarse o interactuar con pares y, por supuesto, tener muchísimo menos tiempo libre. Conseguir un trabajo para estas compañeras es una forma de sobrevivir, no un camino hacia la liberación; sobre todo, mientras las políticas públicas estén más cerca de subsidiar a patrones que de fortalecer a las trabajadoras.
Por eso, la cuestión de cómo las últimas de la fila pueden conseguir dinero sin realizar una doble jornada laboral, debería ser una cuestión de primerísima prioridad para las feministas. O, al menos, para las que nos consideramos del campo nacional y popular. Sin embargo, una de las respuestas más novedosas para avanzar en ese camino, como es el Salario Básico Universal, parece estar pasando inadvertida.
Políticas masivas vs políticas sectoriales
El Salario Básico Universal es una remuneración equivalente a un tercio del Salario Mínimo Vital y Móvil ($ 11.000 aprox.), que permite garantizar la canasta básica alimentaria a las personas sin empleo formal ni patrimonio. Una especie de IFE, pero solo para quienes están en situación de indigencia, en su mayoría, mujeres.
Es una propuesta que impulsa la Unión de Trabajadores y Trabajadoras de la Economía Popular (UTEP), pero que no incluye al millón de personas inscriptas en el Potenciar Trabajo. Es para el sector de la población que tiene un trabajo de subsistencia -porque de algo vive- y no está organizado. La mayoría de las trabajadoras nucleadas en la UTEP, a pesar de todas las dificultades que atraviesan, están organizadas. Eso significa, en primer lugar, que forman parte de un proyecto comunitario en la economía popular y cobran un Salario Social Complementario. Además -y esto es muy importante-, significa que no están solas. Pero esa no es la situación de la mayoría de las mujeres pobres que, además de no tener independencia económica ni tiempo libre, se encuentran aisladas. Porque, aunque se las nombra mucho, carecen de representación en instituciones y organizaciones.
Quienes ocupan lugares de poder o posicionan discusiones en la opinión pública suelen ser mujeres que, aunque propongan debates interesantes, no parecen tener mucho contacto con el núcleo duro de la pobreza. El nivel de precariedad e inestabilidad que sufren a diario esas compañeras es difícil de imaginar. Lograr un ingreso fijo para ellas tendría un impacto positivo en términos sociales, culturales, económicos, psicológicos y sanitarios. Pero el desconocimiento y los prejuicios muchas veces hacen que adoptemos discursos supuestamente más feministas que, efectivamente, no lo son.
Voy a dar un ejemplo. Al afirmar que «hay que trabajar en la exclusión de los varones violentos y no en el refugio de las mujeres víctimas», la Ministra Elizabeth Gómez Alcorta justifica que no se impulse bajo su gestión una política pública masiva orientada a brindar alojamiento transitorio a personas en situación de riesgo por cuestiones de género. Lo que esta afirmación desconoce es que para muchas víctimas la exclusión del hogar no es una opción. Porque no pueden pagar el alquiler si el tipo se va o viven en el mismo terreno que su suegra o no confían, y con razón, en que se cumpla la perimetral al realizar la denuncia. Estas son solo 3 razones, pero hay más, por las cuales la exclusión de los varones violentos hoy es muy difícil y sigue siendo necesario trabajar en el refugio de las víctimas. El desconocimiento de las dificultades que atraviesa nuestro pueblo puede llevar a adoptar ideas que suenan lindo, pero que no funcionan y menos en calle de tierra.
Por otro lado, tanto Eva como Cristina, con sus apellidos de casadas como bandera, han sabido escuchar el corazón de las madres trabajadoras. En la historia de conquistas de derechos, la AUH y la jubilación de amas de casa fueron dos políticas del gobierno de Cristina que cambiaron la vida de millones de mujeres que jamás habían tenido un ingreso fijo. Siguiendo ese espíritu, me parece que hay que entender el Salario Básico Universal como una política profundamente feminista.
Toda política que pretenda ser popular tiene que ser masiva. Las luchas de minorías podrán ser feministas, pero nunca serán populares si no se universalizan para todas las mujeres y diversidades del pueblo pobre. El Estado puede hoy o mañana sacar un «Procrear Trans» que le resuelva el problema a la persona trans que accede a un empleo formal, pero no va a resolver el acceso a la vivienda para las últimas de la fila. Las travas que no califican para un empleo, ni siquiera en el Estado, porque no terminaron el secundario o porque tienen antecedentes penales, se van a quedar afuera de ese Procrear como hoy se queda afuera cualquier trabajadora de la economía popular hetero cis. Y lo mismo va a pasar con las licencias igualitarias porque este sector ni siquiera tiene una licencia por maternidad garantizada.
Es momento de reorientar nuestras fuerzas porque sin perspectiva de clase y sin comprensión de cómo está compuesta hoy la clase trabajadora argentina, las conquistas que podamos lograr quedarán en pocas manos. Si no queremos que los discursos de odio sigan creciendo, hay que interpelar y darle respuestas a una parte de nuestra sociedad que hoy sólo tiene a Dios como testigo.
En su libro Salario para el trabajo doméstico, Silvia Federici recuerda la campaña que llevó adelante junto a otras militantes en la década del 70. La autora lamenta que en ese momento el movimiento de mujeres no haya acompañado la lucha de las madres -en su mayoría, afrodescendientes- que eran tratadas de «vagas» o «improductivas» por cobrar subsidios del Estado. No hemos avanzado mucho en este punto. Por eso, recomiendo leer su libro y retomar la discusión sobre lo que consideramos trabajo y lo que consideramos productivo. Algo que ya sucedió, en parte, con «la esencialidad» durante la pandemia. Las tareas de cuidado no solo no pararon, sino que se incrementaron.
A veces, parece que la liberación de las mujeres tiene que, inexorablemente, depender de conseguir un empleo. ¿Qué pasa con las que quieren tener hijos y ocuparse de criarlos? ¿Están condenadas a tener un rol inferior en la sociedad? ¿Traer vida al mundo y asumir sus responsabilidades es para boludas? ¿O el problema está en que nos parece fantasioso o imposible recibir un ingreso por las tareas de cuidado? Tal vez, aún nosotras no asumimos que realmente se trata de un trabajo. Pero lo cierto es que no es imposible. Si apuntamos solamente al sector que la está pasando peor, el costo fiscal final del Salario Básico Universal es del 1,12% del PIB (ya que el 21% retorna por IVA). Según la carta de Cristina de fines del año pasado, hubo un ahorro fiscal de 2 puntos en relación con lo proyectado en el Presupuesto. ¡Los números dan, hermanas! El problema es que nos colonicen la mente y lo primero que pensemos sea: «Ah, pero el FMI…».
En este 8M, la consigna principal es #LaDeudaEsConNosotres. Consigna que ya levantamos desde la UTEP en el 2019. Ahora, decimos que esa deuda se puede pagar con el Salario Básico Universal. Que se investigue la fuga, que se ponga un impuesto a los ganadores, que suban las retenciones, que hagan lo que sea necesario. Cómo resolverlo es un problema político que tiene que resolver la política. Nuestra tarea como movimiento no es hacerle las cuentas al FMI ni al gobierno, sino orientar la demanda popular y presionar, construir fuerza para ganarle a los ganadores.
Resumiendo. El movimiento feminista debería abrazar la lucha por el Salario Básico Universal, no sólo porque es justa, no sólo porque su conquista significaría una vida mejor para millones de mujeres, sino también porque es una herramienta que le permitiría interpelar masivamente a un sujeto que hoy se encuentra aislado y dificíl de organizar en una lucha colectiva. Por primera vez, tenemos algo que puede interesarle a todas esas mujeres y diversidades que no ven en la organización política una solución a sus problemas concretos. ¿La vamos a dejar pasar?
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