Hace unos días estuve en Chile, reflexionando junto a colegas historiadores acerca de los 50 años del golpe de Pinochet y de los 40 años de la democracia en la Argentina.
Conversamos sobre las movilizaciones populares y las apuestas por la transformación social a partir de fines de los años sesenta, y las sangrientas imposiciones de regímenes autoritarios, con el sostén del gran capital, en las décadas de 1970-1980. Luego, el fin de esas dictaduras y el arribo de las democracias, que exhibió altos niveles de impunidad en el país trasandino y que en nuestro caso pudo avanzar más en el juzgamiento y condena a una parte de los perpetradores de la feroz represión.
Esto pudo ocurrir gracias a las luchas de los familiares de las víctimas, de los organismos de Derechos Humanos, del apoyo de los trabajadores y movimientos sociales, que se movilizaron en búsqueda de padres, hijos y nietos, denunciando a los asesinos y cómplices, manteniendo la memoria sobre el genocidio. No fue un proceso lineal, hubo avances y retrocesos. La perspectiva fue siempre la misma: el reclamo de Memoria, Verdad y Justicia.
Tanto en Chile como en la Argentina persisten las tareas en este sentido. Y no son distintas en Brasil, Uruguay y otros países del continente, que experimentaron similares fenómenos de barbarie dictatorial.
Pero las novedades de este lado de la Cordillera son preocupantes. La situación económica, social y política del país es desastrosa, potenciada por el calendario electoral en curso. La interminable crisis del capitalismo argentino arroja a la desesperación a millones y los fracasos de los gobiernos y coaliciones políticas alimentan un sentimiento de frustración e ira en enormes sectores de la población. Y ello viene provocando un acelerado corrimiento del campo político hacia la derecha. El propio gobierno actual lo expresa, con la candidatura y la gestión ministerial de Massa, con sus ajustes y acuerdos con el FMI o la presencia desde hace tiempo de funcionarios como Berni.
La pequeña oposición por izquierda contrasta con una sobreoferta de derecha dura y de abierta extrema derecha. Lo evidencia la retórica de Bullrich, con su amenaza de aplicar un programa patronal (“o es todo o es nada”), descartando incluso el anterior “gradualismo” de la gestión de Macri, quien de todos modos también salió del clóset y propugna sin tapujos ideas reaccionarias. En su propaganda cobra inusitada importancia el “orden”, es decir, un llamado a aplastar la movilización popular y a regimentar a la sociedad para hacer pasar un proyecto más acorde a las necesidades de los grupos concentrados de la clase dominante.
La mayor clarificación acerca de este preocupante viraje está en Milei y su pandilla “libertaria”, una alternativa de redefinición radical de la Argentina, que promueve un curso ultra capitalista que borre todo vestigio de derechos sociales y democráticos, y destruya las formas más avanzadas de vida y organización popular, retomando en modo potenciado los intentos del menemismo en los noventa y de la propia dictadura del Proceso.
Semejante estrategia de shock y aplastamiento de las conquistas de la clase trabajadora, de la juventud y del movimiento de mujeres y de las organizaciones sociales, culturales y políticas populares, requeriría una represión nunca antes vista en estas últimas cuatro décadas. Es imposible no vincular esto con Victoria Villarruel, la candidata a vice de La Libertad Avanza. No sólo por sus planteos de aumentar los presupuestos de defensa y seguridad, mientras la banda anarcocapitalista promete recortes épicos en gastos sociales, de educación, salud y vivienda.
Es grave el perfil que proyecta esta abogada proveniente de una familia de militares involucrados en la represión (su propio padre en Tucumán). Acredita antecedentes como organizadora de visitas a Videla en su prisión o de colaboración judicial con Etchecolatz en la causa de desaparición de Julio López. El reciente homenaje que impulsó en la Legislatura porteña, presentado como un reconocimiento a víctimas del accionar guerrillero, muestra el desembozado intento de profundizar una línea negacionista del terrorismo de Estado y de reconciliación con las Fuerzas Armadas. Discursos de olvido, mentira y manipulación. Una afrenta, en contra de una memoria aquilatada durante años en lucha contra la impunidad y por elementales nociones de justicia y conciencia cívica. Sería catastrófico que semejantes concepciones, camufladas en el mar de demagógicas y demenciales campañas contra la casta y mágicas propuestas salvadoras de dolarización, obtengan respaldo electoral.
Urge un compromiso colectivo, explícito y activo, para repudiar estas peligrosas invitaciones a amnistiar el horror. «