Está claro que las políticas prioritariamente ejecutadas hasta aquí fueron subsidiarias de un ideario propio de la ciudad industrial-neoliberal. Hoy, esa conceptualización está en crisis. O debería estarlo. Los nuevos enfoques feministas sobre lo urbano lograron exponer muy claramente las condiciones de una ciudad que se produce bajo parámetros patriarcales, ignorantes de las diversidades propias de los grupos que conforman su población. La ciudad que se produce está destinada a un usuario genérico anónimo de esta tipología de ciudad: hombre trabajador industrial o empresarial, de clase media, económica, física y socialmente activo; en una mirada más amplia, remite a una familia tipo de papá, mamá y dos hijas o hijos. Cualquier otro perfil poblacional es ignorado en los procesos de producción de ciudad.
Las políticas públicas de hábitat, entonces, desempeñaron un rol clave constituyéndose en disciplinadores de esa forma de vida industrial-neoliberal. Sin embargo, las características de los destinatarios de la vivienda producida estatalmente distan bastante de ese perfil genérico, más bien se trata de familias provenientes de sectores medios empobrecidos y populares, con trayectorias culturales bien diversas, que reproducen sus vidas pivoteando entre la precaria formalidad y la informalidad laboral, monoparentales, con jefatura femenina, multifamiliares e incluso familias extendidas, dando cuenta de una gran diversidad en el perfil socio-económico.
El trabajo reproductivo suele ser invisibilizado por la política históricamente ejecutada y en la morfología de las viviendas que tiene por resultado. La trama de cuidados cotidianos de las familias suele ser ignorado espacialmente, repercutiendo en peores condiciones de vida para las familias, pero fundamentalmente, para las mujeres, que son quienes mayoritariamente suele atender estas tareas.
Y, adicionalmente, la vivienda estatal producida también desconoce que para muchas de estas familias, la vivienda no sólo es concebida desde su condición de uso, sino también desde sus capacidades de producción de vida. Pues las viviendas no sólo son espacios de acogida, sino también suelen ser espacios productivos, es decir, espacios para la realización de actividades económicas que habilitan algún tipo de ingreso económico al hogar o aumentan y/o complementan los ingresos que no alcanzan. El kiosco-almacén, la venta de bebidas, servicios de manicura, peluquería, arreglo de bicicletas, el trabajo textil tercerizado, el reciclado de basura e innumerables actividades económicas propias de los sectores populares se reproducen en el seno de las viviendas y, por ende, también en los complejos de viviendas estatales. Todos estos usos alternativos y complementarios de la vivienda, propios de los sectores populares, estuvieron históricamente invisibilizados pero se hacen presentes cuando con la llegada del Covid-19 se expanden a sectores medios y se masifican mediante las nuevas formas de trabajo que trajo consigo la pandemia: el teletrabajo.
La “nueva normalidad” impone nuevas necesidades vinculadas a lo laboral y a la trama de cuidados cotidianos, totalmente ignoradas por la política de hábitat históricamente ejecutada por la estatidad. Los recientes anuncios de producción masiva de vivienda estatal, realizados por las carteras ocupadas de la gestión de políticas de hábitat, encendieron una luz desde hace muchos años apagada. Pero, ¿qué tipo de política de hábitat se va a producir? ¿Se van a seguir invirtiendo recursos públicos en viviendas que no solucionan los problemas habitacionales y de vida de sus destinatarios? ¿Se va a pensar la sociedad desde el estereotipo de la “familia tipo”?
Necesitamos una producción de vivienda estatal más acorde a la diversidad de las composiciones familiares actuales, a sus necesidades de reproducción y las “nuevas” condiciones de trabajo. Necesitamos políticas habitacionales de proximidad (recuperando a una maestra en la materia, a Zaida Muxi), es decir una producción estatal de vivienda que considere una mixtura de uso de los espacios, viviendas más contemplativas de un uso residencial diverso y también un uso productivo, más acorde a las realidades de nuestros pueblos. Inclusive, necesitamos repensar los espacios colectivos de los complejos de vivienda estatal como los espacios idoneos para la reproducción de los cuidados cotidianos.
Es grande y desafiante la tarea de los que hoy están ocupando cargos de decisión en materia de vivienda y ciudad. Sin embargo, no tienen que inventar la pólvora. Simplemente hay que recuperar esquemas de políticas que ya mostraron resultados positivos a escala territorial (pero que no fueron priorizados por las diversas gestiones) y potenciarlos con decisión política y recursos. Hay que impulsar un recetario de políticas de hábitat diverso, con fuerte anclaje territorial, con características de integralidad, con amplia convocatoria a todos los actores del sistema de vivienda (empresas constructoras de diversos tamaños, pero fundamentalmente organizaciones sociales y cooperativas que mostraron de sobra su capacidad de gestión social), con amplios márgenes habilitantes de participación social (en términos de redistribución de tomas de decisiones) e impulsar modelos productivos alternativos. Me refiero con esto último a impulsar la producción autogestionaria del hábitat a través de cooperativas de vivienda, que ya mostraron su capacidad de eficientización en el uso de los recursos estatales en nuestro país (mírese el Programa de Autogestión de Vivienda ejecutado en la CABA mediante la Ley 341/00), y también en Uruguay y otros países latinoamericanos.
Quedan entonces aquí plateados los desafíos de la política habitacional pospandémica, pues si queremos construir ciudades más justas e igualitarias es hora de empezar a cambiarlo todo.
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