Columna de opinión.
En la celebración del Día de la Industria, el presidente Macri les dijo a los empresarios: es necesario «dejar de poner trabas arbitrarias»; toda una señal del Estado «facilitador» que él encarna. A la par, sostuvo que «nuestro crecimiento no se va a resolver con atajos de devaluaciones o ajustes de un día para el otro, sino a través de un camino gradual». Es decir, habrá ajuste garantizado, y por muchos años.
En cuanto a la exaltación de los datos económicos, si bien algunos funcionarios destacaron el crecimiento de la actividad, hay que decir que aún no se llegan a igualar los niveles de 2015. Encima, el número está muy asociado al apuro de la obra pública por mero cálculo electoral. Es cierto que la construcción subió en julio de 2017 un 20,3% interanual, pero también que la base de comparación es extremadamente baja: en julio de 2016 la caída fue del 23,1%, y aún se está por debajo de los valores que «heredó» este gobierno. En la industria pasa algo similar. Se creció en julio de 2017 un 5,9% interanual (pero en julio de 2016 había caído -7,9 por ciento).
Entre quienes no tienen absolutamente nada para celebrar están los trabajadores. Los números del SIPA muestran que desde diciembre de 2015 hasta junio de 2017 se llevan perdidos unos 33 mil puestos formales en el sector privado. En la industria la situación es peor: la caída acumulada llega a 62 mil empleos.
En rigor, después de 20 meses de gestión del actual gobierno, tenemos un nivel de producción similar al nivel de noviembre de 2015, pero con dos características distintivas: en el medio creció la población, por lo tanto el PIB per cápita es seguramente menor. Pero además esta evolución se produjo con una profunda distribución regresiva del ingreso. Es decir, que este contexto de «rebote» no ha llegado al conjunto de la ciudadanía. Por otra parte, también se hace cada vez más evidente el desbalance de las cuentas externas, en un marco de fuerte apertura importadora. Estas últimas variables dan una idea de falta de sostenibilidad evidente para el mediano y largo plazo. A pesar de ello, Macri habló de «tener continuidad» para no «frustrar más a ningún argentino».
Apoyos del exterior
Como es habitual en estos tiempos, uno de los apoyos del exterior provino de las agencias de calificación. Así, en un informe especial, Moody’s no dudó en involucrarse en nuestra política interna y señaló: «las elecciones aún presentan algunos riesgos, ya que determinarán si habrá un progreso continuo en materia de reformas para combatir la inflación y estimular el crecimiento».
Resulta interesante la comparación con Brasil, que para Moody’s forma parte de un grupo de países con un riesgo «más moderado». Esto significa que las peores prácticas en términos de calidad democrática no interesan cuando están al servicio del ajuste y las reformas.
Las afirmaciones de la calificadora forman parte de las mismas presiones que también se registraron antes de las PASO. En su momento, comentamos el caso del Morgan Stanley Capital Investments (MSCI), que llegó a sostener que aún «debe evaluarse la irreversibilidad de los cambios recientes». En esta línea, afirmó que para recalificar al país en el 2018 se necesita testear la capacidad de Macri para negociar con el resto de las fuerzas políticas con representación parlamentaria.
En tanto, el vocero de la OMC, Keith Rockwell señaló esta semana: «Nadie hubiera pensado que dos o tres años atrás Buenos Aires sería anfitriona para la cumbre ministerial (diciembre de 2017). Esto dice mucho de cómo cambió la imagen. Si se mira la economía, parece estar mejorando, saliendo de la recesión (…)». Una copia del sobresaliente que obtuvo Carlos Menem en la Asamblea del FMI de 1998, tres años antes de la crisis de 2001.
Siguen avisando: reforma tributaria
Unos de los ejes fundamentales del proyecto de Cambiemos es la reforma tributaria, que apunta a mejorar la competitividad (ganancia). El gobierno maneja el proyecto con cierto grado de secreto, pero no deja por eso de enviar señales para tranquilizar la ansiedad empresarial. Se habla, por ejemplo, de eliminar el impuesto a los débitos y créditos, así como de cambiar ingresos brutos; de reducir la alícuota de ganancias de personas jurídicas y los aportes patronales. Después de octubre se sabrá el alcance de lo pretendido, aunque todo indica que se intentará avanzar hacia un esquema tributario fuertemente regresivo. El mismo que ya comenzó a aplicarse con el esquema de eliminación de retenciones vigente y con la rebaja de las alícuotas de bienes personales (dentro de la denominada «ley ómnibus»), uno de los escasos ingresos nacionales recaudados sobre el patrimonio.
En la columna de Orlando Ferreres «Estamos en un buen momento para cambiar» (La Nación, 30/8), se hace referencia al «tamaño de la tarea» dado un déficit consolidado del 8,1 por ciento. Un 3,5% proviene de intereses, provincias y municipios, ANSES y déficit cuasifiscal, mientras que un 4,6% del PIB es el déficit primario del gobierno nacional. Este último es idéntico en valor al de 2016, que por cierto está muy por encima del 1,8% de 2015 reconocido por el propio gobierno en el prospecto del bono a cien años. Es una muestra concreta de los impactos de las medidas tributarias aplicadas en el primer año de gestión. Lo mismo que ocurrió con otro conjunto de políticas, que llevaron a variables clave, como el empleo o la inflación, por un camino opuesto al inicialmente promocionado.
Por eso, de prosperar una reforma tributaria de este tipo, y ante la reducción esperada de los ingresos fiscales, cabe preguntarse: ¿cómo conseguirá el gobierno la pretendida sostenibilidad fiscal?
Ferreres sostiene que «el desequilibrio futuro del sistema fiscal nacional es bastante peligroso y debe ser tenido en cuenta como primera prioridad (…). Tendremos que hacer un ejercicio bastante importante para ir achicándolo de a poco, lo que no es nada fácil. Por ahora lo estamos financiando con deuda, pero no se podrá seguir así todo el tiempo».
Desde la lógica del gobierno, la única respuesta posible a la pregunta aquí formulada viene entonces por el lado de la reducción del gasto. Principalmente el de finalidad social, que explica la mayor parte de las aplicaciones; es ahí donde agudizarán los recortes. También cabe esperar una mayor reducción de los subsidios a los servicios públicos, y por ende un mayor aumento de tarifas.
En un informe reciente, la CEPAL analiza la información presupuestaria y aporta una comparación de la evolución del gasto público (en proporción del PIB) en ocho países de la región, incluidos Brasil y México. La misma no deja lugar a dudas: en el último año «Argentina presenta la mayor caída, de 3,5 puntos, impulsada principalmente por una disminución del gasto en asuntos económicos, así como por una caída, aunque menor, del gasto social».
Queda claro, una vez más, que la gradualidad que se adjudica la actual gestión sólo lo es en función de la velocidad del recorte deseado por el establishment. Es parte del cambio cultural que se intenta imponer, que trata de naturalizar un ajuste que presentan como inevitable y que debe ser rechazado por la sociedad en la próxima contienda electoral. «
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