En lo esencial, son socios

Por: Carlos Heller

Columna de opinión.

La guerra del tomate: una frase impactante que tomó vuelo esta semana, pero que simplifica muchos temas que conviene desbrozar.

Se la ha utilizado para sintetizar el supuesto enfrentamiento entre los dirigentes de la UIA y los funcionarios del gobierno macrista, que se puede pensar que ha sido amplificado, principalmente en función de evitar hablar de los verdaderos problemas de la economía local (alza del dólar, inflación, dificultades con el empleo, de competitividad, entre otros). Si faltaba confirmación para esta proposición, se puede recurrir a la columna de Carlos Pagni (La Nación, 08.03.18): “Con una caída de 10 puntos en las encuestas, y en medio de una batalla antiinflacionaria que apuesta a la moderación de los aumentos salariales, (el gobierno) confía en que la puja retórica con la UIA neutralice el prejuicio que más lastima al Presidente: «Gobierna para los ricos»”. Idéntica idea adjudicó Marcelo Bonelli a Durán Barba (Clarín, 09.03.18).

Es un tema en constante evolución, y al cierre de esta columna se sostenía que en el próximo encuentro de mañana entre el gobierno y la UIA, el primero solicitaría «encapsular» al diputado massista José de Mendiguren. El citado legislador salió rápidamente a contestar y afirmó que «pueden encapsular cualquier cosa, menos la realidad», además de sostener que «el problema no son las diferencias o el cruce de palabras entre dirigentes de la UIA y funcionarios; el problema es que no tenemos política industrial». En esta frase, el dirigente no llega al tema esencial: la falta de política industrial es una decisión primordial del modelo, el del Estado «canchero», el que liberaliza importaciones, y por distintas vías amplía los problemas que recaen sobre las industrias, en especial las pymes.  

La UIA ha apoyado fuertemente al gobierno, y lo seguirá haciendo, más allá de que tenga que reaccionar por los impactos negativos que tienen y van a tener varios rubros industriales. Su dirección está en manos de importantes empresas (AGD, Techint, Arcor, Fiat, Ledesma), que además son representantes de sectores concentrados. Sus integrantes también participan de la Asociación Empresaria Argentina, un grupo de elite que apoya decididamente la orientación económica del gobierno. Ellas son las que se llevan la mejor parte en este modelo: lo ratifican los balances de 2017 presentados en la Bolsa. No casualmente, el gobierno ha salido a intervenir en el tema de la suba de aranceles por parte de Estados Unidos al acero y al aluminio, cuyas exportaciones están dominadas por Ternium (Techint) y Aluar. No obstante, Paolo Rocca, titular de Techint, ha resuelto en parte su problema: abrió en diciembre una planta de producción de tuberías de acero para petróleo en Houston, Estados Unidos. Todo un «visionario».

La palabra «guerra» ha estado muy presente en estos últimos tiempos en las cuestiones de comercio exterior. Generalmente asociada a medidas fuertes de proteccionismo, por ejemplo con el acero y el aluminio. En el caso del tomate, la «guerra» aparece por la invasión importadora.

En verdad, el tema de la importación de latas de tomate tiene que ver con la estrategia principal del gobierno, que es la apertura indiscriminada, más que con un enfrentamiento con la UIA. 

De 50 mil latas de tomate importadas en 2016 se pasó a importar entre 25 a 29 millones en 2017. Para tener una idea de la cuantía de este incremento, la producción nacional destinada a las góndolas argentinas es de 60 millones de latas, con lo cual la importación oscila entre el 40 al 50% de la producción nacional. Un agravante: no es que falte capacidad para producir tomates, ya que la industria podría producir unos 40 millones de latas más, según la Cámara de Industriales de Productos Alimenticios. Una clara competencia con la producción nacional.

Otro hecho significativo es la decisión del presidente estadounidense de colocar aranceles del 25% a las importaciones de acero y del 10% para el aluminio. Ante la inflexibilidad original, Donald Trump eximió a Canadá y México, y sostuvo que mostrará «gran flexibilidad y cooperación para aquellos países que son realmente amigos nuestros tanto en cuestiones comerciales como en cuestiones militares». Según la presidencia argentina, Mauricio Macri ya habló con Trump y «le expresó su preocupación por el potencial efecto negativo de esas medidas» a lo que Trump contestó que evaluará la solicitud. Este pedido no deja de ser una decisión peligrosa: ¿Cuánto habrá que ceder para lograr algún beneficio? El Financial Times lo describe con claridad: los gobiernos extranjeros deberán ir «con la gorra en la mano (a rogarle) al presidente Trump para que los exceptúe». Qué condicionantes y resarcimientos pueden salir de este tipo de negociaciones es una gran preocupación para muchos de nosotros. Pero además, si se consiguiera la excepción, sólo se lograría volver a la situación actual, es decir, se entregarían concesiones para mantenerse en el mismo lugar. 

Con la mira en los salarios

Algo se transparentó con la conferencia de prensa conjunta de diciembre, en la que el Ejecutivo subió la meta de inflación de este año al 15%: para el gobierno no podía comenzar la ronda de paritarias de este año sin una referencia concreta que sirviera para negociar, un intento de colocar un techo con algo más de credibilidad.

Sin embargo, la nueva meta tardó poco tiempo en ser superada, y las expectativas de consultoras y economistas de todas las vertientes pronto se alinearon en valores más cercanos al 20 por ciento. Dijimos en varias oportunidades que ello se debió a las decisiones de política del gobierno, como la suba de las tarifas y los combustibles, que seguirán durante el año.

A menos de tres meses de aquel hecho, y sin poder modificar nuevamente las metas de inflación a costa de perder «credibilidad» Marcos Peña salió a decir: «la meta no es un pronóstico, tiene que ver con una orientación de la velocidad de la baja».

Si ello fuera así, ¿por qué tanta rigidez con los salarios? ¿Acaso no debería utilizarse un criterio parecido? La respuesta es simple: se esconden las pretensiones de obtener una caída del salario real.

A su turno, el ministro Nicolás Dujovne afirmó que «es fundamental cumplir la meta de inflación anual», lo que augura, en caso de conseguirse, un ajuste que lejos estará de ser gradual. Dujovne dejó varias frases (que vale la pena analizar) en una entrevista de La Nación (6/3/18):

«Estamos bajando la inflación a la vez que corregimos los precios relativos de los servicios públicos.» Es decir, ganan las empresas y alguien debe estar resignando su poder adquisitivo: los trabajadores.

«Nos resta corregir las tarifas de transporte en el área metropolitana.» Son algunos de los ajustes (no correcciones) que se vienen, lo cual augura nuevas caídas del poder de compra.

Se trata de una combinación que no cierra, salvo para algunos. La baja del salario y en general la caída del poder adquisitivo de los ciudadanos ya tiene sus resultados, no tanto en términos de mejora de la competitividad, sino en las ganancias de un sector minoritario de la sociedad. De hecho, esta semana se conoció que las empresas de gas y luz tuvieron en 2017 una fuerte recuperación de sus ganancias, según los balances presentados en la Bolsa. No obstante, este año el gobierno aplicará dos nuevos aumentos de tarifas bien fuertes. Salarios a la baja y aumento de ganancias empresariales son las dos caras de la misma moneda: la intención de lograr un reparto de la renta y la riqueza cada vez más inequitativo. «

Presidente Partido Solidario

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