Es la diferencia acumulada entre lo que cobraron y lo que deberían haber recibido por la inflación.
Con mucha menos sofisticación y con menos herramientas técnicas para demostrarlo, la gente común advierte que sus ingresos caen en picada y que para llegar a fin de mes debe resignar algunas compras o costumbres. Una sucesión de estudios económicos realizados en los últimos meses lo confirman. Entre ellos el del Centro de Estudios del Trabajo y el Desarrollo (Cetyd) de la Universidad Nacional de San Martín, que revela que en los primeros 15 meses desde el cambio de gobierno los asalariados resignaron más de un sueldo por la insuficiente actualización de sus haberes.
El cálculo se basa en datos oficiales: sus autores tomaron los resúmenes del Ministerio de Trabajo sobre remuneraciones promedio de los trabajadores registrados en el sector privado en diciembre de 2015 y compararon su evolución con la del índice de precios del gobierno porteño (el Indec estuvo varios meses sin publicar ese dato). Sumando el porcentaje de diferencia entre los ingresos iniciales actualizados por la inflación y los que efectivamente cobraron, el acumulado en esos 15 meses es de 104 por ciento. Dicho de otra manera, en ese período los trabajadores cobraron en total 1,04 sueldos menos que si se los hubieran actualizado por la inflación.
«Los aumentos nominales de salarios negociados en paritarias el año pasado no lograron compensar la inflación observada durante ese período. Esta circunstancia dio lugar a una reducción considerable de los salarios reales», dice el informe del Cetyd. El estudio no incluye a quienes trabajan en negro o viven de changas.
En realidad, los salarios tuvieron incrementos importantes durante 2016. Pero no alcanzaron para equiparar la inflación, motorizada por la devaluación, los tarifazos de servicios básicos (gas, luz, agua) y las quitas de subsidios. Según estimó el Indec en base a la Encuesta Permanente de Hogares, los salarios subieron más del 32% a lo largo del año. Pero la inflación que admitió el gobierno porteño (el Indec no pudo medirla por el «apagón estadístico» que la obligó a reformular sus metodologías) tocó 41 por ciento. La acumulación de ese diferencial es la que a lo largo de los 15 meses redondeó el equivalente a un mes de sueldo.
Algunas comparaciones ayudan a entender la pérdida del poder adquisitivo de la población, sobre todo en comparación con los artículos de primera necesidad cuyo precio publica todos los meses el Indec (ver aparte). Por ejemplo, en abril de 2016, el salario mínimo vital y móvil alcanzaba para comprar 421 litros de leche entera. Un año después, pese a la actualización del 33% (de $ 6060 a $ 8060), sólo alcanza para 403 litros. La Asignación Universal por Hijo subió un 29%, pero medida en litros de leche bajó de 67 a 62 litros. La cuenta se puede realizar con otros artículos. La jubilación mínima, por ejemplo, alcanzaba hace un año para 411 kilos de azúcar o 262 kilos de tomates redondos; hoy esa paridad se redujo a 346 y 231 kilos, respectivamente.
Ajuste de cinturones
La situación amenaza con sostenerse en el tiempo, teniendo en cuenta la política salarial que adoptó el gobierno para este año, que básicamente consiste en aceptar aumentos de hasta el 20% y una compensación futura si el índice de precios supera ese tope (ver página 12). Con ese mecanismo de ajuste, se rechaza cualquier posibilidad de que los salarios recuperen el terreno perdido. Más aún si la inflación del primer cuatrimestre proyecta un 30% al final de 2017. La junta interna de ATE Indec, por su parte, denunció que «el poder adquisitivo del salario de abril de 2017 resulta un 15,1% inferior al de noviembre de 2015» y reclamó que «ninguna discusión paritaria puede dejar de considerar esta pérdida».
Como consecuencia inevitable de todo este cuadro, el consumo se desplomó. Estimaciones de organismos oficiales y consultoras privadas ratifican la caída en los volúmenes de ventas. La facturación crece pero lo hace en menor proporción que los precios, con lo cual en términos reales el resultado es negativo.
Esta semana, por caso, el Indec difundió su estudio sobre centros comerciales y supermercados. En el primero de ellos, en 37 shoppings de Buenos Aires y alrededores, las ventas en pesos en marzo crecieron un 10,6% con relación con el mismo mes del año anterior. Si se le resta el efecto de los precios (35% de suba en ese período según la Dirección General de Estadística y Censos del gobierno porteño), la caída en términos reales fue de 18,1 por ciento.
Algo similar ocurrió en los supermercados: la suba del 18,2% en la facturación nominal en marzo de 2017 significa una reducción en las ventas netas de 12,4 por ciento. Detrás de ese número se esconde otro recurso: la búsqueda de canales alternativos para comprar más barato. Según la consultora Kantar Worldpanel, el 30% de los hogares se abasteció en mayoristas en el último trimestre, cifra muy cercana al 33% que concurre a los hipermercados. Se trata de «familias numerosas, pendientes de sus desembolsos y gastos, que encuentran en ese formato una manera de ahorrar», destacó Federico Filipponi, director de Kantar.
Para el Instituto de Trabajo y Economía de la Fundación Germán Abdala, el consumo lleva 16 meses consecutivos de caída: en abril arrojó una retracción del 1,9% contra el mismo mes de 2016, aunque en la serie desestacionalizada se redujo al 0,4%. Según CAME (Confederación Argentina de la Mediana Empresa), las cantidades vendidas por los comercios minoristas cayeron un 3,8% en abril frente a igual mes de 2016. Salvo alimentos y bebidas (apenas medio punto abajo), la caída fue fuerte en casi todos los rubros, sobre todo en marroquinería (-6,1%) y joyerías (-6,2 por ciento). «El público cuidó sus gastos y se movió en función de las oportunidades de precios que iba encontrando», dice el informe de CAME. Son números que, punto más o menos, cambian la vida cotidiana de la gente. Y que a juzgar por los hechos, no encuentran lugar en el tablero de control del gobierno. «
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