Corría abril de 2015 y mientras la campaña electoral tomaba voltaje, el Fondo Monetario Internacional jugaba sus cartas. El informe de la habitual reunión de primavera del organismo criticaba los desequilibrios importantes que presentaba la economía argentina. Entre ellos, enumeraba: déficit fiscal importante, inflación elevada, deterioro del balance energético. Y también advertía, de manera generalizada (aunque sin dejar de mirar a la Argentina), que las naciones con gran necesidad de financiamiento externo» corrían el riesgo de quedar más expuestas a una inminente suba de las tasas de interés en los Estados Unidos».
Llegaron los comicios, Mauricio Macri se consagró presidente y sus primeras medidas auguraban un significativo cambio de modelo económico en busca del nuevo equilibrio. Sin embargo, al cumplirse un año de esa elección, el nuevo rumbo no consiguió alterar los importantes desequilibrios económicos que marcaba el FMI. Más aún, logró que la recesión moderada que a comienzos de este año pronosticaba ese organismo como consecuencia de la eliminación de estas distorsiones se convirtiera en una profunda caída de todos los indicadores de actividad. Los números que el Fondo, citado otra vez como una fuente insospechada de ser opositora a la administración macrista, elaboró tras el envío de una misión de monitoreo (la famosa revisión anual que exige el artículo 4 de su estatuto y que llevaba varios años sin realizarse) muestran magras performances en la evolución del PBI, el consumo, la inversión, la inflación, el comercio exterior y la mayoría de las variables fundamentales de la economía.
Muchas de las medidas tenían consecuencias casi cantadas, pero el gobierno igual las adoptó en nombre de un modelo que priorizaba la demanda agregada como consecuencia de la inversión de grandes empresas y no del consumo de los particulares; el superávit comercial como resultado de mayores exportaciones agrícolas y mineras en desmedro de sectores con más valor agregado; y el crecimiento económico como secuela de un efecto derrame de las ganancias de los grupos concentrados antes que las pymes y los asalariados.
Los cálculos salieron al revés de lo que imaginaba el gobierno. Por ejemplo, en el tipo de cambio. Los precios están calculados a un dólar a 16 pesos, había aseverado Macri en noviembre de 2015, poco antes del balotaje. En línea con ese juicio de valor, su administración permitió una devaluación de hecho que se trasladó de inmediato a los precios, sobre todo a los alimentos (con su efecto en los sectores más bajos), hasta llevar la inflación por encima del 40%. La liberación del comercio exterior provocó un aluvión de importaciones, con su correlato en suspensiones y despidos en los rubros más afectados, como indumentaria y juguetes. La combinación entre las tasas altas que impulsó el Banco Central para evitar la corrida hacia el dólar y la baja del consumo por los aumentos salariales debajo de la línea de la inflación enfrió la economía a niveles de congelamiento: bajó la actividad industrial, las ventas minoristas y la facturación en shoppings y supermercados. Tironeada entre las supertasas del BCRA y la capacidad industrial ociosa, la inversión en bienes de capital (que en la teoría iba a ser uno de los pilares de la reactivación) sigue sin levantar.
Un punto de inflexión fue el aumento de las tarifas públicas. Sobre todo la del gas, que exacerbó el malhumor social y provocó una disputa judicial. Tras la anulación del tarifazo por la Corte Supremsa, el Gobierno se percató de que no sería tan fácil sacarse de encima los subsidios y prefirió no ser tan drástico en la reducción del déficit fiscal. Para solventarlo sin romper la promesa de bajar el ritmo de emisión monetaria, apeló al endeudamiento externo. Claro que tampoco previó el triunfo de Donald Trump en las elecciones de Estados Unidos: la suba de tasas que promete la nueva Reserva Federal tendrá su impacto en los intereses de la deuda que deberemos pagar los argentinos.
Con todo, el cambio de modelo dejó ganadores y perdedores. Entre los primeros, el campo y la minería, beneficiados por la quita de retenciones, y el sector financiero, que hace enormes diferencias colocando sus excedentes en Lebacs. Entre los segundos, los asalariados, con caída de ingresos reales y de puestos de trabajo formales. La gran industria, que no termina de recomponer sus ganancias, le reclama a Macri falta de pulso para aplicar un shock a principios de año.
También aumentó la cantidad de excluidos. El primer informe del Indec sobre la situación social después del apagón estadístico experimentado durante el kirchnerismo determinó que en junio había un 32,2% de argentinos bajo la línea de pobreza. Este es el verdadero equilibrio económico de la Argentina. Este es el nivel a partir del cual acepto ser evaluado, dijo Macri sin hacerse cargo de todas las familias que cayeron a la pobreza a partir de las decisiones que él tomó en sus seis primeros meses como presidente.
El panorama despertó las pujas en el seno del poder entre los ortodoxos (Federico Sturzenegger, presidente del Banco Central, que no cede con su política de tasas altas), los que insisten con un ajuste de shock (Carlos Melconian, titular del Banco Nación, raleado de la primera línea de decisiones) y los gradualistas (Alfonso Prat Gay, ministro de Hacienda y responsable de un presupuesto que acepta 4,8% de déficit para el año que viene). Volvieron términos económicos que parecían olvidados: estanflación, déficit cuasifiscal, bicicleta financiera, deuda externa. Este es el modelo que se aplicó en la dictadura y en los 90, criticó Roberto Lavagna, resumiendo la vuelta a fórmulas del pasado que no terminaron bien.
También fue variando el discurso oficial: la convicción de un segundo semestre de reactivación y la lluvia de inversiones prometidas con pompa tras la cumbre empresarial realizada en el Centro Cultural Kirchner dejaron paso a modestos brotes verdes que siguen sin verse. Ahora la tímida esperanza del Gobierno es verlos crecer en los primeros meses del año que viene. Un saldo muy magro para todo lo que se anunciaba un año atrás.
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